Agua / No. 244

Lengua madre*



Texto y collages de Elena Mesa

“No te va a pasar”, me dice mi amigo Rafaelo. “No vas a perder el acento”. Rafaelo es de Puerto Rico, habla poco y es una lástima porque me encanta escuchar la musicalidad con la que lo hace. No le percibo temor alguno por alejarse de su habla y empezar a usar las expresiones españolas, no recuerdo tampoco escucharle alguna. Su no preocupación se parece a la transparencia de sus palabras. No teme perder el acento porque eso no va a pasarle nunca. Lo sabe, por eso no se preocupa. Yo admiro esa convicción, ese arraigo grabado en el corazón de su lengua madre y la belleza de no darse cuenta. 

“Me siento en una película de Almodóvar”, le dije a mis amigos en Colombia la primera vez que vine a España. Qué más iba a decir: los bares, el vino, el madre mía en cada rincón, las callecitas estrechas, las fachadas coloridas, la extrañeza y la novedad de las primeras veces. ¡Conque esto es el primer mundo!

En aquel momento mi hijo de nueve años y yo llegamos a España para estrenar la patria potestad que por fin había conseguido, y empezamos a hacernos chistes intentando imitar el acento de las películas de Almodóvar y la fuerza con la que marcan las “a”, cuya pronunciación alargan enfatizando la seguridad en sí mismos, la que pocas veces sentimos cuando llegamos por primera vez a cualquier sitio.

Imitar, reír, porque nuestro acento no se parecía o porque alcanzaba a parecerse un poco: “es que flipo”, decía mi hijo, y después: “mamá, no sabes qué es flipar, ¿cierto?”. Eso pasó hace seis años. Viajamos aquella vez para estrenar la patria potestad. Estrenar, decía. Como si se tratase de algo que vistes y con lo que vas por ahí mostrándole al mundo cómo te queda. Lucir el abandono de un padre como un atuendo nuevo, de lujo. Lo es en Colombia para una madre soltera poder pagarse un abogado que ayude en un proceso de este tipo. Es un país sin padres, le digo a mis amigas cuando estos temas aparecen por ahí.

Es un país lleno de huérfanos de padre, y estos padres viven su vida como si nada y a veces cruzan las mismas calles que tú, y las mismas calles de sus hijos abandonados, y nadie lo cuestiona porque todos normalizamos que ellos, los padres, se pueden ir. En cambio, nosotras las madres nos quedamos. Siempre nos quedamos. Pero también, cuando podemos, acunamos la valentía necesaria para migrar e irnos lejos. Todas con motivos diferentes y maletas de todos los tamaños y colores y, supongo, nuestras esperanzas y sueños acomodados con cuidado en algún resquicio de la maleta, emprendiendo nuestro propio viaje heroico y sosteniendo el miedo, la adrenalina y la incertidumbre como un gran océano a navegar, dure lo que dure la aventura. Nos quedamos y nos vamos, y nuestra lengua madre se va con nosotras a todos los lugares que cruzamos, y sobre todo, entregamos las palabras iniciales del lenguaje como una forma de resistencia. Tal vez sea parte de nuestro linaje poder darle al mundo las palabras de la propia lengua, para que no muera dentro de nosotros lo más auténtico cuando nos vamos de casa: ¿me regala un tintico por favor?


Después la vida trazó de nuevo la ruta y aquí estamos en Barcelona, con un permiso de residencia que dice que podemos quedarnos tres años más. ¡Tres años!, y pronto recordé la fugacidad del tiempo y su fuerza devastadora. Si parece que fue ayer que jugábamos a imitar el acento español y eso producía risas entre nosotros. Si parece que fue ayer que mi hijo de ahora 15 años tenía nueve. ¿Es el tiempo una trampa? Parece que alguien se riera de nosotros.

Barcelona. Siempre quise vivir en una ciudad con mar. Lo dije un par de veces, pero no podía imaginar alguna, porque migrar parecía una opción esquiva, y tampoco tenía la menor idea de lo que eso significaba. Creía, sí. Pero sabemos poco del viaje que nos espera una vez reconocemos la orfandad de los migrantes. Por eso hacemos trampas para soportar el paso del tiempo y dejar de mirar los días difíciles, que vuelven con cada estación para recordarnos que lejos de Ítaca, todos nos hemos transformado.

Dejamos de imitar y empezamos a escuchar las palabras catalanas que nos sonaban bonito, y las conversaciones en las calles, en los cafés, en el metro, a ver si algo podíamos entender de su lenguaje, de su resistencia. Bon dia, decía tímidamente al entrar en alguna frutería, y regresé a un pedacito de mi ciudad cuando pregunté en la pescadería por el lluç y pude volver a preparar la sopita de pescado que tanto me gusta y que extrañaba de mis días en Colombia.

Pero tan pronto como la condición de turista cambia a la condición de residente, la mirada se extiende a otros horizontes y el bon dia se mezcla fácilmente con múltiples acentos difíciles de distinguir, y tantas caras juntas representando el mundo. Por supuesto, un ¡qué más parce! o un ¡jueputa! se va a cruzar en casi todas las esquinas, o al menos en muchas de ellas, para saber que la colonia colombiana está extendida en toda la ciudad. Dejamos de imitar cuando reconocimos que no estábamos en nuestro lugar, y entonces lo fascinante perdió perspectiva, y como todo, empezó a acomodarse en los lugares de lo cotidiano, donde por lo general las personas ya no encontramos sorpresa, o quizá olvidamos buscarla. Tal vez eso quiere decir que empezamos a mirar la vida desde el tedio con el que se miran con frecuencia la mayoría de las vidas, y a volver a soñar con otros horizontes y mapas.

“Es que echo mucho de menos”, dije. Y por un instante mi palabra perdió fuerza y se volvió frágil, casi imperceptible. ¿Terminé la oración? No lo recuerdo. Pero llegué a casa cuestionada por descubrirme después de un año de habitar las calles barcelonesas, utilizando una expresión que no me correspondía. Yo no echo de menos, me dije. A mí me hace mucha falta.

Y ese acto, sutil en apariencia, volver a darme cuenta, quiero decir, prestar atención a mi forma de narrar las cosas, me entregó otra percepción de lo cotidiano, donde también se encuentra con frecuencia lo que realmente importa. De pronto, con mayor fuerza aparecieron mis palabras y mis modismos, recordándome que de donde yo vengo extrañamos, nos hace falta, hijueputiamos, desayunamos por la mañana y no esmorzamos y comemos en la noche y no en la tarde, y tomamos el algo, no berenamos, y nos llamamos al teléfono, no al móvil, y vamos en carro, no en choche, y nos saludamos de muchas formas y una de ellas es ¿qué más? y usamos diminutivos que representan cariño o temor, con los que también evitamos o suavizamos las conversaciones difíciles.

Yo no echo de menos, me lo repetí varias veces esa tarde porque sentí que, al decirlo, algo dentro de mí se movía hacia un lugar muy lejano, y lo que en principio fue gracioso y un intento fracasado de imitar los modismos españoles, se convirtió en un detalle al que quería prestar muchísima atención. Todavía me cuesta responder a la pregunta de si es que acaso sentí como una traición a mi lengua materna usar sus expresiones prestadas. No lo dije con acento, de hacerlo, cruzaría a un lugar mucho más lejano del que no se vuelve. Lo he visto, lo escucho con frecuencia:

“Hostia, tío”.

“Y vos, ¿de dónde sos?”.

“Colombiano”.

“Mamá, yo no quiero perder el acento”, me dice mi hijo pocos meses después de nuestro segundo aterrizaje barcelonés. Esa sincronicidad alertó a mi oído, no pasa nada, ¡oh! Está bien, está bien decir no pasa nada, lo digo sin acento, lo decimos también en algunas conversaciones en Colombia, se lo he escuchado a mis amigas, ¿me estoy mintiendo? Reproduzco algunos audios, no me miento.

¿De dónde viene esta obsesión repentina por mi lengua materna? Y tal vez la insistencia consciente de quienes añoramos nuestra propia manera de mirar las cosas, de señalarlas con la punta de la nariz y la cumbamba, viene ¿de la extrañeza? De la distancia que se adquiere con el paso del tiempo, que no es otra cosa sino estar más cerca del lugar al que pertenecen tus palabras. Es extraño y cliché, pero es cierto; algunas distancias crean barreras; otras, en cambio, nos acercan a lo que somos mientras nos alejamos.

Migrar implica, entre muchas otras cosas, ¿correr el riesgo de apartarnos de nuestra propia habla? y entonces ¿qué puedo hacer para mantener esa distancia necesaria y no irme lejos de mis letras, mis oraciones, mis insultos y mi particular manera de señalar?

“¿El lluç es merluza?”.

“Sí, sí, sí, sííí, es merluza”.

Y así empecé a entender que migrar es encontrar en las palabras ajenas, las palabras propias; mi lengua madre. Y sentir que no estamos perdidos en los horizontes del lenguaje y en tantos caminos bifurcados que crean todos los idiomas que se mezclan en Barcelona.


Supongo que nos pasa a todos, preguntarnos por lo que seremos ahora que estamos en un lugar fuera de casa, buscar el arraigo y la pertenencia y adoptar las expresiones y los acentos como un mecanismo de adaptación; empezar a entender sus chistes y reírnos, aunque sin ganas, y descubrirnos alguna que otra vez imitando sin querer queriendo las expresiones de otras tierras, y disimular un poco cuando, si es que podemos, regresamos a la nuestra para que allá se rían de nosotros quienes nos advierten que estamos diciendo tal o cual cosa; que se nos ha salido el españolete por algún lado.

Tal vez tres años no sean suficientes para que crezca una distancia drástica con el lenguaje, y tal vez sean más que suficientes para tener un mayor arraigo a la propia lengua materna, y volver ahí todas las veces que sea necesario para acunar la soledad y el miedo de todos los migrantes, como sucede los días de nostalgia en los que me voy a buscar una playa para meter los pies en el agua mientras pienso en las montañas de mi tierra colombiana, y otros como yo hacen lo mismo, pensando en las suyas, supongo. Guardando en silencio tal vez las mismas preguntas o algunas parecidas; si es que sí vale la pena estar acá y por qué es que uno está acá y por qué es que se fue, si es que se tiene el privilegio de poder preguntárselo.

“Sí, a veces me lo pregunto, cachai”.

“Coño, es que a mí también me pasa”.

“Jueputa, sí, qué maricada”.

“¡Ay! Es que mantener el acento está bien cabrón, puñeta”.

“Por ahí, a lo mejor algunas palabras, che”.

Hay un coro de voces latinoamericanas que camina por las calles de Barcelona. Bona tarda, sí, también lo decimos, estamos adaptándonos. A todos nos toma un tiempo diferente, un ritmo propio como la musicalidad de cada hablante. Mientras escribo y tecleo las frases que intento recordar de mis amigos latinoamericanos, escucho con claridad su voz en mi cabeza, ahí suenan perfectamente, ahí nos reunimos todos al compás que toque cada uno.


Migramos; otra forma de decir ganamos, perdemos, extrañamos, volvemos y volvemos a volver, como lo han hecho tantos otros a lo largo de la historia. ¿Somos, acaso, de un lugar en concreto? Tal vez nunca nos vamos del lugar donde nacieron nuestras primeras palabras: mami, papito, tintico y periquito. No, no son lo mismo. Y no, no es lo que creen. Ya no digo me regala la cuenta por favor, y entonces dejaron de reírse o de hacer el mismo comentario siempre: no, no le puedo regalar la cuenta, guapa. Estaba bien, servía para romper el hielo y escuchar de inmediato: ¿de Colombia?

El parce lo digo mucho menos porque no tengo amigos de Medellín y sólo un par de veces me he atrevido a decir con fuerza: ¡qué chimbada! Comprendí entonces que algunas palabras son espontáneas por la confianza que le tienes al interlocutor, lo que me hace pensar que no son nuestras, que le pertenecen al que nos escucha, y por eso muchos no van a escucharnos nunca decir con tantas ganas ¡la chimba! en tan diversos contextos y en todos sus múltiples significados. Hablamos con naturalidad porque quienes nos escuchan nos autorizan para eso, y cuando no, pedimos las palabras prestadas y neutralizamos las propias para hacernos entender. ¿Qué, si no eso, es lo que buscamos todos?

Aquí estoy escribiendo sobre lo que no puedo decir y extraño, sobre lo que no quiero que me pase mientras vivo en Barcelona, sobre lo que no quiero perder y no sabía. Pero ahora sé que a veces hay que irse, como otra forma de volver íntimamente a los lugares de nuestras primeras palabras, a la región más transparente donde somos; a las letras que tejimos después de nuestros balbuceos. Vuelvo a mi madre estando lejos. Vuelvo a mi lenguaje materno, a mi lugar no abandonado.

¿Qué más? y a continuación explico: así nos saludamos en Colombia. Y empecé a hacerlo con todos aquellos con quienes voy conquistando el terreno de mi lengua madre, en esos espacios donde va creciendo poco a poco la confianza y puedo ser la hablante que siempre he sido, y lo explico una vez para no tener que hacerlo nunca más y para defender los registros propios de mi lenguaje, el pedazo de mí que llevaré a todas partes. Me lo repito con frecuencia; las palabras adecuadas son las palabras propias.

Bon dia. Bona tarda. Adeu. Gràcias. Lluç siusplau. Darme de alta. Un vermú. Una caña. El carrer. El estiu. El vespre. El nen. La dona. Sí, sí, todo, pero sin acento. No quiero cruzar ahí, temo no volver al lugar donde me hacen falta las cosas.




*Relato finalista del II Premio de relato UNAM-España sobre la experiencia migratoria latinoamericana en España 2023, convocado por el Centro de Estudios Mexicanos de la UNAM en España, el Festival Centroamérica Cuenta y la Revista de la Universidad de México.