Agua / No. 244

Emerger del estanque




El uso doméstico del agua a lo largo de los siglos ha creado la costumbre de atribuirle bondades curativas; la lista es larga. Dentro de dichas bondades, que por lo regular brotan de boca de nuestras abuelas, yace un trasfondo antiquísimo que revela de qué manera ésta ha sido y sigue siendo parte fundamental de la vida en la tierra —no debe olvidarse la creencia de que la especie humana viene de las profundidades del mar, tanto científica como bíblicamente1—. El agua es vida, no obstante, su imagen también ha generado desconfianza, pues el hecho de que se halle en distintos lugares y con múltiples rostros la hace portadora de cualidades tanto positivas como negativas. Desde las primeras civilizaciones el agua simbólicamente ha representado la fertilidad, pero también la esterilidad y la muerte a través del ahogamiento, el desgaste físico o la absorción. En pocas palabras, el agua ha sido madre y asesina.

Respecto de este último hecho existe un vasto imaginario que lo retrata: a la iconografía de fuentes, manantiales, estanques, lagos, ríos o mares se suma la presencia de seres mitológicos como náyades, nereidas, sirenas u oceánidas encargadas de cuidar y proteger el ecosistema acuático que habitan. A ellas generalmente se les representa con largas cabelleras adornadas con flores, desnudas o cubiertas con vestidos de telas vaporosas, en grupo o solas, sujetando cántaros, jugando dentro del agua, peinando sus largos cabellos con ayuda del reflejo cristalino u observando con curiosidad y expectación aquello que se encuentra fuera del agua, de su elemento. Sin embargo, aun con este halo candoroso que las rodea, se las ve como seres engañosos capaces de atrapar la atención de individuos, generalmente varones, quienes no sólo se sienten arrebatados tras escuchar su canto o contemplar su belleza, sino que se dejan convencer y conducir hasta una trampa donde morirán ahogados y devorados por las aguas que ellas habitan. Tal y como lo muestra el rapto de Hilas por parte de las náyades o la desaparición de Fernando, protagonista de “Los ojos verdes” en la leyenda de Bécquer, quien es seducido y llevado a las profundidades de un lago. Visto así, la presencia de estas entidades es maligna.

Tales características se han imantado al agua por su doble simbolismo, y se han asociado a lo femenino no sólo por su capacidad de engendrar vida, sino por el efecto que diversos factores culturales, a lo largo de la historia, han ejercido sobre la mujer. La poeta y traductora Suzanne Jill Levine, por ejemplo, habla al respecto a partir del espejo en la literatura y menciona que este objeto, también vinculado con el agua, “se ha convertido en un emblema femenino”, puesto que la mitología grecolatina en colaboración con los estereotipos relacionados con lo doméstico y la vanidad frente al espejo ocasionaron que la mujer fuera vista como imagen y proyección del Yo masculino2, como un otro observado o reflejado que no tenía identidad por sí misma, sino a partir de que alguien (por lo general un hombre) la contemplara. Las ninfas descritas o retratadas por distintos artistas son ejemplo de ello.

Por otro lado, un mito famoso que castiga la vanidad es el de Narciso. Recordemos que él era un joven apuesto que atraía todos los amores, tanto de hombres como de mujeres, y que siempre rechazó engreídamente a sus pretendientes al no creerlos dignos de su belleza, razón por la cual los dioses lo castigaron y provocaron que se enamorase de su propio reflejo cuando se inclinó a beber agua de un estanque. Unas versiones relatan que desfalleció de desamor y otras que murió ahogado tras sumergirse profundamente en el agua intentando asir su imagen; lo sugerente en todas es que el agua muestra su dualidad simbólica: por un lado, sirve de espejo a los individuos, pero por el otro, es el sitio donde la vanidad y el enamoramiento de sí mismo llevan al extravío. Derivado de todo esto, incluso dentro de la psicología existe el término médico “narcisismo” para referirse a un trastorno de la personalidad en el que un individuo requiere admiración constante y se regodea en la autosatisfacción; de allí que contemplar la imagen de uno mismo, ya sea a través de un espejo o de otras superficies cristalinas como el agua, haya adquirido tintes negativos.

Gaston Bachelard, por otro lado, explicaba en El agua y los sueños que el verse reflejado en las aguas puede dejar de ser pernicioso cuando no se le da una interpretación neurótica. Según él, cuando se interactúa con aguas cristalinas siempre habrá una invitación a contemplar nuestra imagen porque ésta no sólo naturaliza nuestros rasgos (por medio de un estado poético)3, sino que permite reconocernos interiormente, más allá de vanagloriarnos de nuestra apariencia física.4 No obstante, ¿por qué prevalece el estigma? Porque aquello observado puede convertirse en una imagen decepcionante y causar dolor, además de que el empeño en transformar lo visto en el ideal de uno mismo puede conducir a la muerte, como le sucedió a Narciso.

Producto de esta paradoja uno se pregunta, ¿por qué se insiste entonces en frecuentar esos cuerpos de agua si existe el riesgo de perderse y no poder regresar a la superficie? ¿Qué promesa o intención nos conduce a ellos? El hecho de que sea irresistible rechazar esa invitación de la que habla Bachelard. Nos agrada reflejarnos en el agua porque así nos reconocemos. Heráclito de Éfeso, desde la Antigüedad clásica, acertadamente dijo que la vida era como el fluir de un río porque ambos se encontraban en perpetuo movimiento, y que un individuo jamás se sumergía en el mismo río pues tanto él como sus aguas ya eran otros. El agua es el tiempo que fluye y donde podemos sumergirnos para rememorar el pasado y configurar el presente que habitamos; aunque esto no es exclusivo del plano filosófico, también en la literatura y en la ciencia existe la intención de explorar el pasado, el origen.

En la actualidad nos sumergimos en los mares en un intento por encontrar el principio de la vida. Un ejemplo, y tal vez el más mediático durante la segunda mitad del siglo XX, es Jacques Cousteau y el equipo de científicos a bordo del Calypso, quienes atravesaron los océanos del mundo para estudiar las profundidades del mar. No cabe duda de que si hoy nos sentáramos a ver el documental El mundo del silencio (1956) quedaríamos aterrorizados con los métodos de exploración y avergonzados del poco respeto hacia la vida marina; sin embargo, lo rescatable de este documental es que gracias a él se dieron a conocer, en forma masiva, algunas de las primeras imágenes a color de las profundidades marítimas, portento que generó sensación y provocó que muchos quisieran estudiar oceanografía. Y es que las profundidades del agua siempre han fascinado o cautivado a quien las contemplan, éstas de algún modo “llaman” a explorarlas y a permanecer en ellas.5


Pero, ¿son sólo los varones quienes han sentido ese “llamado”? Lo anterior se ha explicado desde una perspectiva en la que los hombres observan y son el sujeto explorador. ¿Qué sucede cuando esos seres femeninos se miran a sí mismos en las aguas y hogares que resguardan? Rosario Castellanos decía que cuando “una mujer latinoamericana toma entre sus manos la literatura lo hace con el mismo gesto y con la misma intención con la que toma un espejo: para contemplar su imagen”6, para ver su realidad reflejada en la literatura; tal y como cuando buscamos nuestra imagen sobre el agua cristalina. Cuando una mujer se observa en alguna de estas superficies, además de hacerlo en la intimidad, lo hace con el fin de encontrar que no es un reflejo vacío, carente de significado; ella se mira ahí porque en esos sitios confluyen pasado y presente, la realidad y lo onírico, para beneficio de su examen y búsqueda de su identidad.

La amortajada (1938), novela de la escritora chilena María Luisa Bombal, refleja este pensamiento cuando su protagonista, al evocar distintas etapas de su vida, se sumerge intermitente y figuradamente en las aguas de su memoria para darle sentido a su existencia. Lo novedoso de este texto es que la protagonista no sólo lleva a cabo este proceso rememorativo postrada sobre su lecho mortuorio, sino que, ya muerta, aprovecha ese momento limítrofe para revisar su pasado, ya que sólo hasta ese instante su vida finalmente le pertenece. De igual manera, en esta narración resulta paradójico que el ir y venir de sus remembranzas defina su imagen y al mismo tiempo la desdibuje, y es que en esta historia el agua, junto con la memoria contenida en ella, nuevamente representa las implicaciones simbólicas del pasado: es fuente de conocimiento, pero al mismo tiempo es motivo de muerte y reabsorción.

¿Esto quiere decir que todas las mujeres que observan su imagen están condenadas a fracasar? Sí, siempre y cuando se crea que ése es su lugar único y definitivo; que las fuerzas telúricas que las ligan a los cuerpos acuáticos dentro de la naturaleza o los espejos (ligados a lo doméstico) no les tienen permitido mirar más allá, salvo dentro de sí mismas. El agua las ayuda a conocerse, a mantener un vínculo con la naturaleza, pero las mantiene cautivas y ensimismadas porque esos lugares se le han asignado simbólica y culturalmente.

A inicios de 2018, la Manchester Art Gallery quitó temporalmente de exhibición Hylas and the Nymphs (1896), una de las pinturas más conocidas de John William Waterhouse, como parte de un ejercicio de los curadores y la artista Sonia Boyce que pretendía hacer reflexionar al público sobre aquello que logra (y no) ser expuesto en las galerías. La propuesta fue aplaudida por unos y criticada por otros, quienes vieron un oportunismo por parte de los galeristas a propósito del #Metoo (que en octubre de 2017 ganó relevancia internacional), pues justamente aquello sobre lo que hacía repensar la ausencia de dicha pintura era la forma en que se había representado a las mujeres-ninfas que allí aparecen: adolescentes desnudas a quienes el agua y los lirios cubren la parte baja del cuerpo, de tez clara, largos cabellos y mirada ausente en algunas. La pintura retrata el momento en que Hilas, al borde de un estanque, está siendo persuadido por las ninfas y jalado hacia el agua; sin embargo, la aparente afabilidad de estos seres oculta otros significados pues, según la curaduría de la galería, el cuadro “se sirve del cuerpo femenino a modo de una simple decoración pasiva o como una representación del deseo femenino como algo mortal”7, y en efecto, bajo el supuesto mitológico de que Hilas es seducido y guiado al fondo del estanque y nunca vuelve a la superficie, se entiende que las ninfas sean un motivo de seducción fatal. ¿No resulta curioso encontrar cómo lo femenino “libre” en las aguas se ha ligado a lo engañoso, especialmente hacia lo masculino? Estos seres se han vuelto malvados porque su encasillamiento en la naturaleza, más allá de hacerlas independientes, las limita; sólo existen para cuidar y procurar el bienestar de los demás, mientras que su belleza y su fingido infantilismo son admirados desde lejos.

Actualmente el cuadro ha sido devuelto a su sitio dentro de la galería; no obstante, su remoción cumplió con el propósito de los curadores: abrir la discusión en torno a la representación de las mujeres en esa pintura en particular, pero también dentro del arte. Ésa es la tarea que, en palabras de Gilane Tawadros, necesitan realizar las instituciones culturales: un cuestionamiento hacia sí mismas y hacia sus audiencias por medio de una autorreflexión crítica respecto de los espejos que cuelgan —refiriéndose a las pinturas— en museos y galerías.8

Cabe aclarar que la conexión femenina con el agua no está siempre maldita; cuando ésta se establece a partir de la experiencia directa de las mujeres, de sus descubrimientos y de las sensaciones que provoca en sus cuerpos nadar, bañarse o reflejarse en ella —y no de las creencias o percepciones de terceros— es cuando sus representaciones logran salir del marco, espejo o estanque que las contiene para explorar por sí mismas su alrededor u otras aguas, como navegantes de embarcaciones piratas o científicas (como el Calypso). En México, la arqueóloga subacuática Pilar Luna es ejemplo de ello. Nacida en Tampico, ciudad portuaria, desde pequeña estableció un enorme vínculo de amistad con el agua. En entrevistas relata que mientras estudiaba en la ENAH se dio cuenta de que existía una disciplina que conjuntaba su amor al agua y a la arqueología: la arqueología subacuática.9 Tras este descubrimiento viajó a Turquía para aprender el oficio y, años más tarde, regresó a México para fundar en el INAH el Departamento de Arqueología Subacuática, del que llegó a ser la primera directora. Allí, Luna se convirtió en la pionera de esta disciplina en México y defensora del patrimonio de sus aguas. Para ella, el patrimonio cultural submarino es una cápsula del tiempo que permite interpretar y conocer el pasado.

Menciono todo esto porque resulta interesantísimo cómo Luna narra de qué manera sumergirse en el agua puede conducir a grandes descubrimientos que no sólo permiten saber un poco más sobre la historia de la humanidad, sino que ayudan a explicarnos y vernos reflejados en lo que alguna vez fuimos. Ella se sumergió en ese elemento durante casi toda su vida para explorar, descubrir, indagar y obtener respuestas porque de esa manera interpretó el “llamado” del agua. En otros casos, estos vínculos pueden llegar a ser muy variados: hay quienes viven del mar y surcan sus aguas sobre grandes transatlánticos y nunca pisan tierra en meses, hasta quienes coexisten con el sonido de las olas pegado a los oídos o dedican su obra literaria a evocar (o invocar) momentos significativos con el agua, como sucedió con María Luisa Bombal. Lo atractivo en los casos de estas dos mujeres es cómo su relación e identificación con este elemento derivó en cauces distintos: uno dirigido hacia la ciencia y el otro hacia la literatura, ambos terrenos que enriquecen el imaginario en torno al agua.

En estos ejemplos dicho imaginario resultó positivo y benéfico porque los aspectos simbólicos del agua —fuente de verdad y reconocimiento— permitieron adquirir sabiduría y reflexionar sobre uno mismo. Sin embargo, cabe señalar que esto fue posible gracias a las circunstancias que permitieron que Luna y Bombal tomaran dichos cauces. Y es que en otros casos los vínculos que se establecen con el agua no son tan afortunados, como sucede con el acto de acarrearla, actividad delegada en gran parte a las mujeres. Según datos de la UNICEF, en zonas rurales donde no existen servicios de agua entubada o drenaje, las mujeres (especialmente del África subsahariana) emplean “más de 30 minutos en cada viaje para recolectar agua”10, sin contemplar además cuántas vueltas deben realizar al día para juntar los litros necesarios para su jornada. Es importante citar este dato, ya que los problemas que arroja no sólo refieren a la carencia de agua, sino que demuestran cómo la recolección de este líquido es, en algunos casos, una tarea asignada a las mujeres por su carácter doméstico: con ella tienen con qué lavar, con qué limpiar y con qué cocinar. Esta práctica es un grave problema, pues no sólo el tiempo invertido en el acarreo es en sí mismo una falta de igualdad respecto de los hombres, sino que las agota y las distrae de otro tipo de actividades como ir a la escuela, llegar a tiempo al trabajo o jugar11; además de que las expone a riesgos cuando salen en busca de agua. En pocas palabras, su conexión con este elemento también las limita en su cotidianidad. Ya se ve que este fenómeno no es exclusivamente artístico…

El agua absorbe la vida y también la erosiona. Cuando las olas del mar golpean una orilla no sólo desgastan su superficie, también provocan derrumbes: esto mismo ha sucedido con las atribuciones culturales y simbólicas del agua. En la actualidad, con la contaminación de la mayoría de los ríos resulta casi imposible verse reflejado en sus aguas; quien vaya con ese propósito quedará desilusionado y horrorizado, aunque probablemente atestigüe, en ese correr de aguas polutas, la realidad en que vivimos, llena de contaminación y depredación hacia los ecosistemas acuáticos. En antaño quedaron las experiencias de nuestros abuelos que iban al río a bañarse, a revitalizarse; hoy muchos de esos afluentes se encuentran contaminados, secos o han sido entubados. De ellos sólo queda el nombre. Las ninfas o genius loci que los cuidaban han muerto junto con las personas de carne y hueso que, tanto en México como en otras partes de América, han sido asesinadas por proteger el medio ambiente, su hogar. Los usos del agua han cambiado. Todo esto también configura un imaginario en torno al agua que suele pasar desapercibido cuando romantizamos demasiado su imagen.

En la actualidad también se han erosionado y venido abajo los cimientos de algunos preconceptos que ligaban a la mujer con lo doméstico o que la ataban a la esencia de ser malvado y cautivo dentro de la naturaleza y del espejo. Hoy las mujeres han logrado emerger de esos espacios que las contenían bajo el propósito exclusivo de contemplarlas. Ellas ya no son más la proyección del yo masculino, ya no son una extensión de sus esposos, parejas o compañeros. En el mejor de los casos, algunas mujeres han dejado de ser, por obligación, el espíritu protector del hogar que debía procurar el agua y la vida. Muchas han salido a explorar otros territorios y los sitios que siempre les pertenecieron; no sólo eso, han exhortado a otras a hacerlo, tal y como lo han demostrado las convocatorias del 8M donde se invita a Penélope a salir de Ítaca porque el mar también es suyo. Palabras con las que se refleja que aún queda mucho por explorar y reinventar.



1 Con "bíblicamente" no aludo a un sentido evolucionista, sino a las primeras líneas del Génesis donde se dice que, cuando todo era caos, "el Espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las aguas".
2 Suzanne Jill Levine, "El espejo de agua", Revista de la Universidad de México, núm. 26, junio de 1983, p. 36. 3 Gaston Bachelard, El agua y los sueños. Ensayo sobre la imaginación de la materia, FCE, México, 1978, pp. 83 y 39.
4 Ibidem, p. 42.
5 Justo ahora que escribo estas líneas pienso si el nombre que se puso al barco dragaminas de Cousteau, Calypso, no fue un indicio de esa fascinación que el mar provoca en los hombres, pues éste no sólo los entretiene, sino que los mantiene ocupados y alejados largas temporadas de sus hogares, tal y como le sucedió a Odiseo tras naufragar y llegar a la isla Ogigia, donde se quedó a vivir con la ninfa Calipso por varios años.
6 Rosario Castellanos, Mujer que sabe latín, fce, México, 2003, p. 111. 7 Rachel Rabbit, "What's the Role of a 122-Year-Old Painting in a #MeToo World?", Garage, s.n., 14 de septiembre de 2018. La traducción es mía.
8 Gilane Tawadros, "Removing Nymphs from a Gallery Is Provocative –but Does Not Merit Contempt", The Guardian, 2 de febrero de 2018. La traducción y las cursivas son mías.
9 Pilar Luna, "Una experiencia de arqueología subacuática en Turquía", Arqueología Mexicana, vol. 22, núm. 132, marzo-abril de 2015.
10 wwap, Informe Mundial de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo de Recursos Hídricos 2019: No dejar a nadie atrás, unesco, París, 2019, p. 39.
11 Un ejemplo muy ilustrativo de esta exigente labor se encuentra en el cómic Impacto del Cambio Climático en la selva de Perú de Teresa Valero, donde se observa cómo mujeres y niñas deben abocarse primero a las tareas diarias del hogar para poder participar, después de toda su jornada, en las actividades de su comunidad. El cómic se publicó en Revista de la Universidad de México, núm. 857, febrero de 2020, p. 62.