Agua / No. 244

Drenaje profundo



Déjalo. No lo molestes. Los caracoles no
hacen daño y conocen el reino de los muertos.
Tenga para que se entretenga.
José Emilio Pacheco


La ciudad es el lugar ideal para ejercer su oficio. Hay robos, deudas, mentiras y engaños, muchos engaños. Los culpables tiran la evidencia, esperando que desaparezca entre las grietas de estas viejas y sucias calles. Sin embargo, Santiago Azuela la recupera y entrega a la persona que lo haya contratado. Como es de esperarse, siempre por un precio justo. Esto es lo que le da el pan de cada día.

Cierto día, su rutina holgazana se interrumpió cuando llegó un sobre a su despacho. Aquello le sorprendió debido a que el paquete estaba dirigido a él y no a su oficina ubicada en la colonia Santa María la Ribera. Y es que a quienes conocían su identidad la ciudad los devoró, y otros más han dejado de existir.

“Los años de gloria han terminado, si es que alguna vez hubo años de gloria”, pensaba Santiago mientras concebía la posibilidad de que quizá, el contenido del sobre, fuese el medio para devolverle un poco de brillo a su alma desgastada, cansada de las interminables jarras de café acompañadas de una que otra coquita no retornable. Sin duda, un desayuno de campeones.

El dinero dejó de fluir hace tiempo, los casos productivos también. La lucha por vencer el conformismo le impulsó a abrazar el genuino interés que le provocaba el sobre misterioso. Al abrirlo, sus ojos vislumbraron una hoja de papel, la cual tenía pegada una nota adhesiva escrita a mano:

Sr. Santiago Azuela:

Le hago entrega de un reporte policiaco. Si decide tomar el caso, acuda a la dirección y hora que se encuentran indicados al final de éste. Absténgase a estas indicaciones, sin pedir ninguna explicación hasta la reunión. Apelo a su profesionalismo.


Santiago hizo a un lado la nota con cierto aire de intriga, mientras desplegaba la hoja sobre su escritorio. Dando un rápido sorbo a su coquita, se adentró en la lectura, coqueteando animosamente con la idea de que alguien necesitaba su ayuda.

México, Distrito Federal, viernes 14 de mayo de 2010

El pasado 10 de mayo de 2010, la familia Chon Gasser regresó a su hogar ubicado en la colonia Guerrero (Moctezuma 54), alrededor de las 10:04 p.m., después de pasar un día en la Feria de Chapultepec. La hija, Alejandra “N” de seis años, ingresó al baño, ubicado en el segundo piso de la casa. En las declaraciones del padre, la madre y el hermano mayor, éstos confirmaron que se reunieron los tres en la sala al escuchar el fuerte sonido de “algo” quebrarse.

Cuando el impacto se repitió, ubicaron que provenía del baño. Al abrir la puerta advirtieron que la pieza de cerámica había sido lanzada de adentro hacia afuera de la tubería, dejando en su lugar el agujero que conecta al drenaje. La niña no estaba en el baño y la llave de la regadera seguía abierta. En la declaración de los padres, ambos pensaron que de algún modo su hija había roto la taza, y al temer por su castigo, se ocultó en la casa. No obstante, la ubicación de la menor es desconocida.

Tras el rapto de carácter inexplicable, la madre se desmayó y el hijo se encerró en la habitación de su hermana. Al cuestionarle por qué hizo tal acción, el joven respondió, y cito en el reporte: “Para que los ángeles la devolvieran”. Fue cerca de las 12:03 a.m. cuando el padre decidió llamar a la policía. Hasta el momento no se han encontrado evidencias del paradero de la menor, del secuestrador o de si la familia está involucrada.

Si decide tomar el caso, acuda a la avenida 20 de noviembre, frente al Zócalo, a las 3:00 a.m. Sin acompañantes.


Santiago arrojó la hoja sobre el escritorio y se sobó la sien como si estuviera a punto de darle un dolor de cabeza. Ya había leído suficiente basura y aún no era mediodía. Fue entonces que comprendió que una cosa era tomar fotografías de un padre de familia con su amante en un hotel de Tlalpan, y otra lo que tenía frente a él.

Observando el resplandor de su ventana, sus pensamientos divagaban al estar seguro de que se encontraba ante un verdadero caso de investigación. Y es que su mayor éxito residía en haber hecho una cobertura especial del “extraño caso del hombre pan”, que derivó en el famoso Juicio del Siglo en la incinerada delegación Cuauhtémoc, orden por encargo del periódico en el que trabajaba. Pero si alguien consideraba su ayuda, debía de estar al tanto de eso.

“Los viejos días han regresado. Han venido a mí para concederme una segunda oportunidad”, creía Santiago, mientras daba un puntapié a la torre de periódicos que bloqueaba su camino. Como si estuviera por iniciar un ritual, fue a su armario para añadir a su gastada gabardina un par de zapatos de color negro, una camisa blanca, un paquete de cigarros y un celular de tapa. Al estar vestido para la ocasión, acudió a Shangri-la, un restaurante tipo americano cuyo mayor error, según él, era que no estuviera abierto las 24 horas por si en algún punto de la noche el apetito nocturno se hacía presente.

Ocupando su mesa favorita, Santiago se revitalizó con un insumo calórico especial que incluía la torta cuádruple de chorizo, un club sándwich triple con papas a la francesa, un cuernito doble con relleno de mermelada y un licuado de mamey sencillo. No obstante, a pesar de su magno festín, había una segunda razón para acudir al restaurante; por falta de espacio, se veía en la necesidad de estacionar frente al Shangri-la su Ford LTD 1978 color negro, único recuerdo de su padre.

Inició el viaje entre Buenavista e Insurgentes, y condujo en dirección a la Ciudadela. Y es que, con cada mordida a su desayuno había llegado a la conclusión de que sus únicos aliados por el momento eran la Biblioteca de México y su estupenda hemeroteca. Si la desaparición había sido publicada en medios impresos, podría tener detalles especiales antes de su cita secreta.

Al descender de su auto Santiago se sintió observado por la biblioteca, pues su fachada gritaba haber sido, durante la Independencia de México, el Parque General de Artillería, y ahora, en su interior, murmuraba ser un recinto dedicado al resguardo de la imaginación citadina. No obstante, para su desdicha, su corazonada se quebró: quienes estuvieran llevando la investigación habían logrado que nada se filtrara. Sentado en su silla, Santiago apuntó su mirada al techo de la biblioteca; el enorme vitral dejó su mente en blanco, permitiendo que un destello de inspiración cruzara su mente.

Con una concentración religiosa, leyó cada periódico de los días posteriores a la desaparición de la niña. Para su sorpresa, encontró dos notas publicadas por El Universal; en un pequeño recuadro casi olvidado se reportó la desaparición de un niño de tres años y, en otro, había uno dedicado al robo de una niña de nueve. Sin embargo, ninguno ofrecía detalles de cómo o por qué habían desaparecido, salvo la dirección del suceso, acompañada de una fotografía del lugar.

Sin tomarse la molestia de fotocopiar los periódicos, Santiago guardó los ejemplares en el bolsillo de su chaqueta, pero ante la mirada incómoda de un policía, salió corriendo para abordar su auto y llegar a la primera dirección del rapto: un kínder no oficial, debido a que en realidad era una casa, ubicado en la calle Caruso de la colonia Peralvillo, con sellos de clausurado en puertas y ventanas.

Al tocar el timbre salió una señora que se identificó como la conserje, y en un tono precavido cuestionó la presencia de Santiago; éste, valiéndose de su ingenio, se identificó como trabajador de la delegación, que lo enviaba para confirmar lo ocurrido. La conserje lo dejó pasar. En la sala, acompañados del fervor de una olla cociendo tamales, la señora reveló que la directora de la escuela se había fugado para no enfrentar cargos por homicidio culposo; su avaricia por aumentar la colegiatura la orilló a improvisar una piscina en el jardín. El plan había dado resultado, hasta que la diversión se truncó cuando uno de los niños olvidó su juguete favorito en la alberca.

La insistencia del niño logró convencer a la joven maestra para que le diera permiso de regresar y rescatar su juguete. “Es una misión de segundos”, fueron las últimas palabras que la conserje aseguró escuchar del menor, puesto que el niño no regresó. La hora de salida llegó. Todos los niños corrían para encontrarse con sus padres, menos uno. La madre, al no tener una respuesta del paradero de su hijo, llamó a la policía. La maestra, entre sollozos, relató lo que había sucedido, pero sin tener alguna evidencia del secuestrador, sólo quedó un lugar por revisar: el drenaje. Los bomberos, al abrir la alcantarilla, encontraron un juguete, que la madre confirmó pertenecía a su hijo. 

La conserje rompió en llanto, pidiendo a su invitado retirarse, pues si alguien se enteraba de su presencia podrían retirarle el permiso especial para que siguiera viviendo en el lugar. Santiago se retiró, no sin antes hacer una parada especial en la zona del rapto. A primera vista era sólo una alberca en desuso; al brincar a su interior, se percató de que la coladera, antes de la intervención de los bomberos, mostraba señales de haber sido abierta de adentro hacia afuera. Igual que la taza del baño.

El Estado de México fue escenario del segundo caso. El calor aumentaba conforme avanzaba la tarde y el ventilador descompuesto de su viejo Ford no ayudaba a mitigarlo. Un camino de terracería llevó a Santiago a un callejón, que recorrió hasta detener su auto en la última casa a la izquierda. La misma que aparecía en el periódico.

Antes de tocar el timbre, salieron un hombre y una mujer. Santiago, usando la misma mentira, logró ser invitado. Ambos relataron que a su hija, tras cumplir nueve años, la enviaban todas las mañanas a tirar la basura al canal, y por las tardes permitían que jugara con los demás niños de la calle. Sus juegos infantiles, casi todos, consistían en correr uno tras del otro y ocultarse en la espesa yerba que crece en la orilla del canal. Pero desde hace días su hija no había regresado.

Los niños aseguraron que ella, por su cuenta, se escondió dentro de la boca de una tubería sin uso. Cuando la noticia se propagó cuadras a la redonda, una niña de cinco años afirmó que el hombre del saco se la había llevado. Los vecinos llamaron a la policía, pero al llegar las autoridades únicamente dieron un rondín para después no regresar. La madre añadió que a secas fueron noticia cuando, al amanecer del día siguiente, se vislumbró un cuerpo flotando en el canal. Bomberos, policías y reporteros llegaron, pero todos se fueron al constatar el cadáver flotante de un perro abatido en una pelea callejera. Sin decir más, el esposo le ordenó a Santiago salir de su casa cuando la madre comenzó a llorar.

“Tres niños desaparecidos y una ciudad indiferente a lo ocurrido. No cabe duda de que los viejos días han regresado. Han venido a mí como un perro fiel al perseguir a su amo por las verdes praderas del verano. Pero esto dista mucho de ser un paseo por el campo. Ésta es la ciudad en la que vivimos” se decía Santiago mientras conducía de regreso a la ciudad.

Con cautela, aguardó en la avenida 20 de noviembre dejando los faros delanteros en luz baja. Comiendo cacahuates, se dejó arropar por la estupenda vista del Zócalo en compañía de Universal Stereo, sin embargo, la programación nocturna se acabó. Santiago apagó la radio cuando apenas iniciaba “Space Oddity”, pues la voz de David Bowie no previó la silueta de una sombra que se acercaba; en la extraña figura, al ocupar el asiento del copiloto, Santiago reconoció a su incógnito amigo.

—Lamento que nos veamos así —dijo el visitante ingresando al auto, ajustando su bufanda en el proceso—. Ya me arrepentí, la próxima vez será en una plaza, brother.

—Sólo espero que valga la pena, te desapareciste desde que se te subió a la cabeza tu nuevo puesto en la fiscalía —respondió Santiago, ofreciendo una sonrisa a su visitante, para enseguida acompañarla de un animoso abrazo—. Me da gusto verte... no así, pero tú me entiendes.

—Mis padres sí que me amolaron al no cambiarme de secundaria cuando tuvieron la oportunidad —añadió el amigo, dibujando una sonrisa nostálgica—. Y aunque también me da gusto verte, no estoy aquí para ir al cine, sino para decirte que en realidad son 50 niños desaparecidos. Nadie tendría en la mira este caso de no ser porque uno es hijo de un diputado. Ya te imaginarás que al comenzar a investigar salieron los demás.

—¿¡50, dices!? —exclamó Santiago, intercambiando su sonrisa por una mueca de agria sorpresa—. ¿Tú estás llevando esto? ¿Por qué no se ha anunciado?

—No. Sólo sigo órdenes. Y la principal es que nadie en la ciudad lo debe saber. No creo que sea lo mejor. Aunque hay una plantilla dedicada a la investigación, creen que si sale a la luz, la ciudad no lo resistirá. Por eso te llamé.

—¿Acaso quieres que me una a las filas de tu burocracia?

—Al contrario. Un par de ojos nuevos nunca están de más. Necesito ojos que no se rijan por el protocolo. Por procesos. Por expedientes secretos —dijo el amigo, sacando del interior de su chaqueta una carpeta—. Sé que algún día volveremos al cine y reiremos, como en nuestra infancia, pero hoy podemos hacer una diferencia.

Arrojando una carpeta al asiento del copiloto, el amigo salió del auto para transformarse de nuevo en aquella silueta misteriosa, dejando a Santiago con la idea de que algo se estaba llevando a los niños de la Ciudad de México. Quien fuera, no parecía amigable ni tenía la intención de devolverlos.

En su departamento, Santiago estaba su friendo. La temporada de lluvias se había atrasado debido a una ola de calor. La temperatura le impedía conciliar el sueño, la lucha con las cobijas era una pesadilla. Decidido a dormitar usando su sofá reclinable, encendió la televisión. Al cambiar de canal, sintonizó TV UNAM:

...El valle de México se encuentra en un viejo sistema lacustre. Dentro, hay cinco grandes lagos: Chalco, Texcoco, Xaltocan, Zumpango y Xochimilco. En temporada de lluvias estos lagos se desbordaban y creaban un solo lago que alcanzaba una superficie estimada en dos mil kilómetros...

Aquellas palabras comenzaron a arrullarlo. Y es que la desvelada le estaba pasando la factura con intereses incluidos. Entre el comienzo del sueño y el fin de la realidad, Santiago empezó a ser uno junto con el televisor... 

...Del 12 de febrero al tres de marzo se celebraba el Atlcahualo, días en los cuales se veneraba al Tlaloque. Una docena de niños eran adornados del modo más bello posible. Sus prendas asimilaban el estilo de Tláloc, dios de la lluvia. Los niños eran llevados en camillas cargadas por danzantes, mientras eran venerados con flores y plumas. Su destino final era la cima de la montaña sagrada, en donde eran sacrificados al sacarles el corazón en una ceremonia oficiada por sacerdotes...

Santiago intentó apagar la televisión, no quería escuchar detalles sobre niños sacrificados elegidos por un poder divino, pero el control no respondió. Al verse obligado a levantarse para apagar la televisión, escuchó un poco más en el trayecto.

...Aquellos sacrificios dedicados a sus dioses eran a petición de tener lluvias intensas el resto del año para sus cultivos. Los niños podían pertenecer a la nobleza o ser esclavos...

Silencio. Silencio era lo que necesitaba. Con la plena decisión de zarpar al mundo de los sueños regresó a su sillón, pero al sentarse sonó su teléfono de tapa. Era un mensaje de texto. Su amigo informaba otro rapto. Sintiendo una obligación más moral que laboral, se frotó los enrojecidos ojos para dar comienzo a la investigación.

La oportunidad de resolver el primer caso importante en su vida se deslizaba entre sus dedos, mientras se encontraba rodeado de comida china y refrescos. Nada parecía tener sentido. Los lugares de los raptos, al igual que las víctimas, no tenían una relación. Ricos y pobres del viejo Distrito Federal eran víctimas de este fenómeno. Todos, sin duda, eran casos aislados provocados por una misma fuerza que se burlaba de todo aquel que intentara resolver el enigma. Su coquita, el único testigo efervescente de su trabajo, y la comida rápida, el amigo silencioso a la hora de la cena.

Tras días sin salir, sintió la necesidad de recordar que aún vivía en la tierra. Subiendo a la azotea, admiró el horizonte de una tarde calurosa, que exponía de lejos a la Torre Latinoamericana. Una vibración interrumpió su momento de paz. Su celular había recibido un mensaje; era otro infante, pero esta vez no se lo habían logrado llevar. Además, requerían su presencia. Santiago, queriendo conservar en su corazón el paisaje urbano, supo que era tiempo de regresar al trabajo. Montado en su Ford 1978, disfrutaba de una nueva coquita, la cual representaba la única arma contra el calor que emanaba del tráfico vehicular. Al detenerse por un semáforo en rojo, comenzó a notar que abundaban las reparaciones de obras hidráulicas. Eran casi como una plaga que perturbaba la tranquilidad del subterráneo de la ciudad.

En Tlatelolco, Santiago salió de su auto para ser recibido por una brisa calurosa. Intentando encender un cigarro, vio de reojo una coladera abierta. Dentro de ella, una oscuridad parecía observarle. Al no lograr encender su cigarro, lo tiró dentro del agujero e ingresó al edificio que se encontraba a un costado del teatro María Rojo. Al llegar al departamento, la puerta estaba abierta.

La familia se encontraba en la sala, acompañada de policías, quienes tomaban fotografías de la niña, al tiempo que un par de paramédicos atendían el rostro ensangrentado de la madre, mientras que el padre era entrevistado por el amigo. Santiago, al asomarse al escenario del ataque, vio que el baño era una zona de guerra; el lavabo había sido arrancado, exponiendo la cañería, el espejo estaba estrellado y con manchas de sangre, y el área de la regadera no paraba de expulsar aguas residuales.

Al regresar a la sala, se topó con una serie de fotografías de la familia, mientras de fondo escuchaba la declaración de la madre, quien, a pesar de sufrir un ataque de pánico, relataba con coherencia que, al ocurrir el asalto, preparaba el baño de su hija mientras daba los últimos toques a la cena, teniendo a su esposo viendo un partido de futbol. La mujer, gritando a su hija para que se apurara, ingresó de nuevo al baño para encontrarse con la figura inmóvil de un hombre, con el rostro cubierto con un pasamontañas y vistiendo una gabardina, en la esquina del baño.

El hombre, al darse cuenta de su presencia, comenzó a hacer extraños movimientos con su cuerpo como si sufriera un ataque epiléptico, alcanzando a la mujer para estrellar su rostro en el espejo, aventarla fuera y cerrar la puerta de golpe. La madre, quien no había sabido responder a la escena, empezó a gritar; mientras su esposo llegaba, la mujer declaró escuchar que del otro lado de la puerta surgía la voz de algo, y dijo algo, y no alguien, porque los ruidos que emitía no parecían humanos. El marido, armado con una escoba, abrió la puerta; el baño estaba destruido, pero no había nadie. La madre comenzó a llorar, y su hija, al verla, también lo hizo.

Santiago, al terminar de ver las fotografías que exponían a la familia en tiempos mejores, no entendía cómo podía existir una persona capaz de hacer algo así. ¿Qué conciencia podría llevarse un hombre a la hora de dormir, al meditar las terribles acciones que ha cometido? Pareciera que cada uno de nosotros tiene un drenaje profundo dentro de sí mismo. Un lugar en donde arrojamos nuestros errores y malas acciones, esperando que nunca regresen. Al igual que el agua al esfumarse por la tubería del lavabo.

Los pensamientos de Santiago se interrumpieron cuando la niña dijo a su madre:

—Mamá, mamá, hazme caso, mamá. ¿Puedo ir al baño?

—¡Por supuesto que no! —exclamó su madre, esperando que la niña desistiera de tal petición.

—Pero me anda mucho, mamá, por favor, será rápido. Hazme caso, mamá —la madre aceptó. Había ocurrido algo horrible, pero al parecer, nada malo podría pasar.

Y en efecto, nada malo pasó, hasta que se escuchó gritar a la niña. Algo había escapado con ella al abrir y azotar la puerta del departamento. Nadie supo cómo reaccionar, excepto Santiago, quien, al observar los ojos de su amigo, salió corriendo mientras algunos policías intentaban informar lo ocurrido con su radio.

Al llegar a la plaza del metro Tlatelolco, Santiago vio personas caminando tranquilamente. El sol se ocultaría en unos minutos y la visibilidad sería casi nula. Fue entonces cuando lo vio: un hombre con el rostro cubierto con una bufanda y sombrero, vistiendo una gabardina, iba corriendo con la niña en los brazos. Santiago corrió tras él. Pero a la altura del ágora de Tlatelolco perdió el rastro. Ajenos a la situación, una familia intentaba bajar su balón de un árbol, y unos jóvenes jugaban básquetbol. El único elemento extraño de aquel paisaje urbano era la tapa de una coladera.

Intimidar, engañar y embaucar. Eso es lo que hacía el secuestrador. Pero no se lo permitiría. No volvería a jugar su juego. Santiago Azuela, al negarse a regresar por donde había llegado, abrió la coladera y se adentró en el drenaje de la ciudad.

Dentro del desagüe no tenía otra opción que correr, a pesar de sentir que su coordinación estaba flaqueando, en medio de un olor insoportable pero inevitable. No muy delante de él, entre las ratas, la basura y el agua sucia, vislumbró la silueta de una persona que caminaba. Bufando, Santiago le gritó y la silueta volteó; ambos se detuvieron y se observaron. El secuestrador, con la niña en sus brazos, abrió una pequeña puerta que se encontraba a un costado del túnel para desaparecer con ella.

Santiago, jadeando como un perro, usó su celular para informar a su amigo que se encontraba en persecución, pero se percató de que no tenía señal. Furioso, lo arrojó al suelo, lamentando todos esos años en los cuales repudió ser dueño de un aparato de mejor calidad. Al cruzar la pequeña puerta, Santiago distinguió que ya no estaba en el drenaje de la ciudad, sino en el túnel del Metro. Las pocas farolas a los costados iluminaban su camino entre los rieles para continuar con la persecución.

El peso de la niña dificultó el ritmo al secuestrador y se vio obligado a bajar su velocidad. Santiago, dando lo último que quedaba dentro de su cuerpo, corrió con gran intensidad, sin importar el dolor de caballo que sentía en el abdomen. Estaba a un par de pasos detrás de él. Era todo suyo. Pero al intentar brincar de una vía a la otra para lanzarse sobre el secuestrador, el alcohol, los cigarros, sus coquitas y la comida china que había consumido por años jugaron en su contra al interrumpir su coordinación. Santiago se resbaló. Su mano, al tocar la barra guía de las vías, electrocutó su cuerpo, dejándolo inmovilizado.

El aire dentro del túnel comenzó a hacerse más espeso. Esto dio origen a una ventisca que terminó por arrebatar al secuestrador su sombrero y bufanda, desabrochando en el proceso su gastada gabardina. Antes de perder la conciencia, lo último que Santiago vio fueron dos cosas: la luz blanca del vagón del Metro acercándose a él y al secuestrador.

A éste, mientras ingresaba a otra puerta secreta en medio de las vías, el resplandor del convoy lo develó como una criatura de cuerpo emplumado con extremidades de color verde y rojo. En su rostro albergaba dos grandes colmillos de los cuales salía una larga lengua con forma de serpiente. Sus ojos, totalmente negros, le miraban con frialdad, al tiempo que sus manos, en forma de v, cargaban con firmeza a la niña, quien gritaba y lloraba. Santiago, antes de desmayarse, sabía que esa criatura estaba regresando a su hogar, ubicado en el drenaje profundo.