noche / No. 249
Su primera noche en avenida Extremadura
Cuando le mostraron el departamento ni siquiera se detuvo a pensar en la avenida. Se enfocó en preguntar si había supermercado, tiendita de la esquina, cafeterías, algún parque; cuáles eran las estaciones de metro, metrobús y ecobici próximas. Las grandes ventanas de la habitación le parecieron adecuadas, al igual que los 80 metros cuadrados de superficie total. Al evaluar la posibilidad de cumplir sus necesidades fácilmente, firmó el contrato. Haría tan sólo 18 minutos de camino al trabajo: se dijo a sí mismo que había domesticado la ciudad.
Llevó a cabo la mudanza por la mañana. A eso de las cinco de la tarde había vaciado las cajas con los objetos primordiales, conectado el televisor y puesto en un rincón lo que en los días siguientes se ocuparía en acomodar. Se bañó: el agua de la regadera cayó con potencia y le alivió el cansancio de subir y bajar escaleras, de cargar cosas. Para celebrar pidió una pizza artesanal a domicilio. Se fue a dormir a eso de las 12 de la noche, más tarde de lo que acostumbraba, emocionado por la nueva vida que le esperaba: menos horas de tráfico y más de sueño.
Era como un oleaje o una brisa de la que no se había percatado mientras ordenaba sus pertenencias en el departamento. Ni siquiera al bañarse o comer la pizza. Por la frecuencia en la que los automóviles se desplazaban en la avenida supo que ese río citadino, hecho de cláxones y de llantas restregándose en el pavimento, había estado allí siempre. Después de cambiar varias veces de posición y dar vueltas en la cama, se levantó a cerrar muy bien las ventanas. El ruido se apagó un poco: como ladrido domesticado por el grosor metálico de un zaguán. Volvió a la cama. Una moto cruzó a gran velocidad. El escape retumbó. Demonio de esmog encolerizado. Se cubrió la cabeza con la sábana. Pero ni siquiera así. Dejó de clasificar: ya no era un tráiler y aquello una sirena de ambulancia y lo de más allá, recitando el lenguaje de un viento ficticio, un avión. Todo se convirtió en parte de lo mismo: en un terrible monstruo sonoro. Decidió tomar una pastilla para dormir. La única manera que se le ocurrió de combatirlo, de no dejarlo entrar a su dominio, pues ya sentía a las llantas chirriantes de la avenida como uno más de sus pensamientos. Regresó a la cama. En el reloj del buró palpitaban cuatro números rojos. Leyó: 03.48. Se acostó y apretó la almohada con fuerza, con toda la desesperación que sentía por no poder dormir.
El medicamento hizo su efecto a medias: la cabeza dejó de dolerle, pero se sumió en un sueño entrecortado, penoso. Se vio en un desierto defendiéndose de extraños coyotes azules, peleó con pulpos en una alberca e incluso experimentó la detonación de una mina. El monstruo sonoro se había apoderado de su inconsciente. Entre cada uno de estos sucesos: los rines de un automóvil y el tronar del motor de un tráiler se manifestaban como la causa de estos hechos que, en varias ocasiones, le hicieron despertar con taquicardia. Cuando sonó la alarma para ir al trabajo, estiró el cuerpo entumido. Fue al baño y, mientras se lavaba la cara, vio las sombras negras que decoraban sus ojos. Necesito un expreso doble, pensó, y se dirigió a la cocina a preparárselo.
Sobre la oscuridad —esa oscuridad grisácea de la noche que nunca termina de hacerse en el cielo de la Ciudad de México— se veía cómo la mañana se abría camino. Sorbió de golpe el expreso con la mirada fija en el ventanal de la sala. Desde ahí se veían el metrobús, como una serpiente roja, deslizándose en línea recta, y la avenida Extremadura en la que los automóviles entonaban su canto metálico. Tan sólo 18 minutos, murmuró con ironía. Entendió, de pronto, el precio de la renta. Porque, acaso, de ser posible, para dominar la ciudad le faltaba pagar un poco más del doble.