fiesta / No. 250
Doce uvas
Recuerdo que de niño las doce uvas eran deseos enormes con los que podía darme el lujo de ser irresponsable. Qué podía ser tan urgente en la vida de un pequeño de apenas once años acogido en el seno de una amorosa familia: ¿una bicicleta nueva?, ¿menos tarea en la escuela?, ¿algún juguete de moda? Aun así, mientras los adultos tardaban una campanada en pedir, masticar y tragar cada deseo, yo demoraba acaso dos o tres repiques. Y aunque incluso, desde entonces, tampoco sabía realmente qué hacer con mis doce deseos, cada año trataba de mejorar mis tiempos como el velocista que se lanza hacia el precipicio de la gloria.
Para ello recurrí a toda clase de estrategias. A veces escogí las uvas más pequeñas en el supermercado con mi madre, otras veces probé uvas sin semilla y hasta elaboré complejas ecuaciones para calcular la esotérica equivalencia entre "uva", "deseo" y "pasa". Siendo más grande empecé a anotar mis peticiones desde los primeros meses del año —siempre en orden de prioridad en caso de que no lograra terminar con las doce uvas—, y muchas veces más perdí esa misma lista semanas antes de que llegara el invierno. También, en más de una ocasión, invadido por la desesperanza, olvidé masticar mis deseos y me los tragué como si fueran aspirinas para la resaca.
Mi abuelita Matilde, por otro lado, se toma el tiempo necesario, sin prisas ni presiones, para pedir cada deseo con toda sabiduría, e incluso ha llegado a dejar, junto con el año viejo, unas cinco uvas en su plato. Hay veces que, rebasada por campanadas, brindis y nietos, interrumpe su ritual y, sólo después de abrazar y felicitar a toda la familia, lo reanuda de manera indiferente. El año pasado ni siquiera se esforzó en desvelarse y se fue a la cama a las once de la noche. A la mañana siguiente, durante el desayuno, pidió sus deseos y hasta me convidó uno.
Ahora tengo la edad suficiente como para devorar de un bocado hasta dos uvas al mismo tiempo, pero he aprendido que nadie es lo suficientemente importante como para poder morir del todo satisfecho. Por otra parte, desde que ya no intento terminar mis doce uvas, no me va del todo mal. De hecho, creo que nunca en la vida me ha ido mal, pero tampoco me ha ido del todo bien. Y es que no hay otra manera de vivir: nadie puede ser verdaderamente bueno embriagado de felicidad. Vale más perder dos o tres deseos que atragantarse sin poder saborearlos o, de menos, masticarlos. De cualquier forma, ¿qué haríamos al siguiente año si éste terminamos de devorar las doce uvas antes de que suene la última campanada? ¿Qué más podríamos pedir en la plenitud de la dicha? ¿Qué razón tendríamos, pues, para levantarnos de la cama y conquistar cada primero de enero?
Para ello recurrí a toda clase de estrategias. A veces escogí las uvas más pequeñas en el supermercado con mi madre, otras veces probé uvas sin semilla y hasta elaboré complejas ecuaciones para calcular la esotérica equivalencia entre "uva", "deseo" y "pasa". Siendo más grande empecé a anotar mis peticiones desde los primeros meses del año —siempre en orden de prioridad en caso de que no lograra terminar con las doce uvas—, y muchas veces más perdí esa misma lista semanas antes de que llegara el invierno. También, en más de una ocasión, invadido por la desesperanza, olvidé masticar mis deseos y me los tragué como si fueran aspirinas para la resaca.
Mi abuelita Matilde, por otro lado, se toma el tiempo necesario, sin prisas ni presiones, para pedir cada deseo con toda sabiduría, e incluso ha llegado a dejar, junto con el año viejo, unas cinco uvas en su plato. Hay veces que, rebasada por campanadas, brindis y nietos, interrumpe su ritual y, sólo después de abrazar y felicitar a toda la familia, lo reanuda de manera indiferente. El año pasado ni siquiera se esforzó en desvelarse y se fue a la cama a las once de la noche. A la mañana siguiente, durante el desayuno, pidió sus deseos y hasta me convidó uno.
Ahora tengo la edad suficiente como para devorar de un bocado hasta dos uvas al mismo tiempo, pero he aprendido que nadie es lo suficientemente importante como para poder morir del todo satisfecho. Por otra parte, desde que ya no intento terminar mis doce uvas, no me va del todo mal. De hecho, creo que nunca en la vida me ha ido mal, pero tampoco me ha ido del todo bien. Y es que no hay otra manera de vivir: nadie puede ser verdaderamente bueno embriagado de felicidad. Vale más perder dos o tres deseos que atragantarse sin poder saborearlos o, de menos, masticarlos. De cualquier forma, ¿qué haríamos al siguiente año si éste terminamos de devorar las doce uvas antes de que suene la última campanada? ¿Qué más podríamos pedir en la plenitud de la dicha? ¿Qué razón tendríamos, pues, para levantarnos de la cama y conquistar cada primero de enero?