No recuerdo por qué Diana no había ido al café ese día, pero decidí sentarme en la mesa que compartíamos a diario, la mesa en que nos conocimos. Cualquiera diría que me senté ahí para recordarla; tal vez para no olvidarla. Lo cierto es que el afecto hacia esa mesa iba más allá de ella: la luz que había era suficientemente brillante para leer, y suficientemente tenue para no lastimarse la mirada. Ese fenómeno óptico —que a su vez era un segundo motivo de afecto por la mesa— se debía al árbol al que siempre le tomaba fotos Diana.
El mesero me pasó el café mientras yo abría el libro correspondiente al jueves. Comencé a leer. Página 68 y la nostalgia se apoderó dos líneas abajo del café en que ese día no estaba Diana. Prendí un cigarro. Primer sorbo; jueves sin azúcar, sin ella. Al fondo se escuchaba la voz del mesero anunciando mi llegada para que Alejandra cambiara la música. “Siempre Bach”, hubiese dicho Diana de haber estado ahí, “dos semanas lo pedimos y ahora nunca lo quitan”. Siempre tan ella, refutando todo, pero esta vez hubiera tenido razón. Alcé la mano derecha mientras la otra dejaba el libro y me acercaba el cigarro a la boca.
—¿Desea algo más, señor?
—La música, Alberto, quiero que la cambies.
—Oh, ¿será jueves de Beethoven, señor?
—No, hoy tampoco quiero a Beethoven—, le dije mientras le daba otro beso al cigarro, ¿sólo tienen música clásica? ¿No hay algo de Sabina, Alberto?
—Parece que sí, ahora mismo le diré a Ale que lo ponga.
Al fondo se escuchaba la música de Sabina mientras comenzaba a sentir cómo el café perdía su calor en mi garganta. Tomé nuevamente el libro y la nostalgia regresó con la frase “deja ya de leer, tonto, vienes conmigo” que sonó en mi mente con la voz de Diana, que se ausentaba más en la página 73. “Carajo, déjame leer” le hubiese dicho, “debería empezar a venir solo”. “A ver quién te besa, cabrón” hubiese dicho ella. A dos mesas se sentó un señor con un periódico y no tardó más de dos minutos en levantarse y pedirme cortésmente que le encendiera su cigarro. “¡Cómo se atreve la gente a venir a un café sin encendedor!”, hubiese dicho Diana, “hay unos que hasta sin cigarros vienen. La gente está loca”. Página 76 y perdí el texto con la música de Sabina que sollozaba la inexistencia de Diana en estos momentos.
Vivo en el número 7, calle melancolía,
quiero mudarme hace tiempo al barrio
de la alegría.
Regresé al libro y tomé la taza de café que mostró la misma ausencia de Diana. Prendí un tercer cigarro (¿en qué momento prendí el segundo?). Levanté la mano para pedir más café. Dejé el libro, no quería leer. Tomé el libro de nuevo, esta vez sólo para ver si en algún momento se aparecía Diana diciendo “Deja ya de leer, tonto, vienes conmigo”. Seguí la lectura con el cigarro en su punto. El señor del periódico se levantó y volvió a pedirme el encendedor mientras Sabina mitificaba el primer jueves de abril sin una Diana que se robara aquellas letras de la página 82, pero con mi Diana robando presencia en la silla que esperaba que se hincara y comenzara a tomar fotos al árbol que dejaba caer sus hojas en abril.
—¿Más café, señor?
—Carajo, esta cosa se vacía sola —dije mientras agitaba la taza vacía—, sí, más café, por favor.
Volví a dejar el libro y prendí otro cigarro. El señor de la otra mesa se fue luego de pagar su cuenta y pasar diciéndome “muchas gracias por el encendedor, caballero”. Tercera taza de café y aún no había azúcar que reemplazara la ausencia de Diana. El volumen de la música parecía bajar (tal vez por el cambio de canción), el árbol seguía tirando hojas en abril mientras Sabina continuaba su canto:
Desde que salgo con la pálida dama
ando más muerto que vivo,
pero dormir el sueño eterno en su cama
me parece excesivo.
Terminó la canción con un café más espeso que de costumbre. Las hojas seguían cayendo. El sol a espaldas del árbol dibujaba la silueta de una Diana hincada tomando fotos, mientras su figura de hojas caía y yo me preguntaba: “¿cuántas fotos podría tomar Diana antes de que su figura se deshoje por completo?” Abrí de nuevo el libro y prendí un cigarro en la página 85. Dejé de leer y observé cómo Diana se deshojaba, a la vez que se hacía gigante por el sol que al ocultarse levantaba hasta el cielo su figura, que seguía cayendo. No pude evitar derramar la primera lágrima al ver derrumbarse su silueta así, tan tranquila, como si no tuviese prisa a la vez que no dejaba de tomar fotos, como si no fuera a volver y quisiera capturar toda la vida del árbol; cada hoja que cae, cada estación. El árbol no dejaba de deshojarse y parecía morir en la sombra de Diana que capturaba toda su vida, y luego capturó toda su muerte. La taza de café se acabó; el árbol culminó la puesta de sol en el exacto momento en que ella se deshojaba en la silla. Tomé el libro y fingí leer. Carajo, Diana, cuánto más debía leer para que aparecieras diciendo “deja ya de leer, tonto, estoy contigo”.
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