¡Mamá! La vida no es tal como la conocemos; en realidad venimos de un trozo de zanahoria escupido por un conejo y ahora vamos en un viaje intraespacial hacia el techo del universo. Mi gato es la reencarnación de algún dios oriental, las manchas de su pelaje son el mapa de un misterioso lenguaje que encierra el destino de una lejana estrella. ¡Mira! Mira a través de sus ojos, verás la historia del polvo.
Mamá, escucha. Shh. Shh. Escucha. Ahí está. Es el tiempo que susurra. ¡Está clarísimo! No vamos al futuro. ¡Venimos del futuro! Lo entendemos todo mal. Esto que vivimos y lo que viviremos ya ha sucedido, lo que creemos que ha pasado todavía pasará. La célula, la primera célula, ése es el futuro, la nada interrumpida por la aguda astilla de la vida.
Mamá, no llores, te digo la verdad. Las aguas del mar se volcarán al cielo, nuestras plantas pegadas a la tierra tocarán el fondo y no encontraremos tesoros ni sirenas, sino grandes astros chocando entre ellos, algo así como el sueño de Van Gogh. Y la Atlántida, ¡violines para la Atlántida! Que ha sido el sueño de un niño que aturdido por los cantos de las olas vio la miniatura de una ciudad engrandecida por la sal.
Mamá, ponme atención, debemos descifrar el mapa estelar que se encuentra en los recónditos naufragios de corsarios del siglo xvi, sólo así podremos llegar al techo en un infinito, pero lineal descenso. Mamá, te dictaré las coordenadas para descubrir en las alas de las moscas las volutas de loas que nos llevarán al principio de la espiral…
Mientras tanto la cama de hospital-nave intraespacial ardía en fiebre. La madre del profeta lloraba al escuchar los delirios de su hijo, pero no entendía nada, pues claro, el niño hablaba en la antigua lengua de los constructores de la Torre de Babel que en nuestros tiempos ya ninguna madre entiende.
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