Juego / No. 219

Aprieta más los labios



"Por fin una Barbie con cabello", pensó Mirna cuando le pusieron la muñeca enfrente mientras se limpiaba las lágrimas con la mano sucia dejándose un rastro negro en la piel. En la mesa de plástico rosa había un cepillo azul con el que comenzó a peinar a la Barbie. Después de un rato, un señor risueño con un traje gris entró al cuarto de juegos.

—Hola, chula, ¿cómo te llamas?

—Mirna.

—¡Qué bonito nombre! Yo me llamo Rubén. Te veo más tranquila, qué bueno que te dieron una muñeca para que juegues, habías estado llore y llore. Pero ya estás mejor, ¿verdad?

—Sí.

—¡Eso! Mira, chula, te voy a explicar un juego, ¿okey? —Mirna, con los ojos aún hinchados de haber llorado tantas horas, asintió con la cabecita—. Mira, chula, hoy habrá aquí una fiesta. Te gustan las fiestas, ¿verdad? —Mirna volvió a asentir—. ¡Eso! Bueno, chula, cuando llegue la gente tú ya vas a estar lista, te vamos a poner un vestido nuevo, ¿qué color te gusta?

—Rosa.

—Mmm… El que tenemos es azul. Bueno, y te van a peinar, te pueden poner un moño, ¡uno gigante! Para que parezcas un regalo… Jeje. —Rubén estaba a punto de explicarle las instrucciones para el “juego” de la fiesta, pero comenzó a toser como si se le saliera el alma por entre los dientes. Mirna abrió sus ojos rasgados, espantada y preocupada por su interlocutor, quien repuesto siguió—: A ver, te decía, sobre el juego… ¡Ah, sí! ¡Está muy fácil! Seguro ya te lo han dicho tus papis: “calladita te ves más bonita”, ¿sí? Pues eso: entre más tiempo estés callada, más puntos ganas en el juego. En medio del salón hay un reloj grandote, ahí podrás ver el tiempo que pasa. Debes durar un rato callada, si lo logras… Pues no te digo qué ganas… ¡Es sorpresa! Pero te prometo que te va a ir bien. Ahora ande, váyase a que la vistan y le den algo de comer.

Una mujer de estatura baja entró al salón de juegos, sin decir nada tomó de la mano a Mirna y la llevó debajo de las escaleras hacia una cocina que olía a guisados: papas con chorizo y picadillo. La señora le dio de comer y luego la volvió a tomar de la mano, la subió por las escaleras hasta el último piso donde había varias recámaras con letreros en las puertas. Unas tenían palabras que Mirna no conocía y no pudo leerlas bien, porque eso de la lectura se le dificultaba bastante. Español era la materia que más trabajo le costaba, siempre reprobaba sus exámenes de comprensión lectora, pero en la habitación donde entraron había una palabra que sí conocía y le gustaba mucho: regalos.

La señora no la miraba a los ojos, solamente le daba instrucciones de qué hacer: "quítate los zapatos", "ahora las calcetas", "ponte esto", "siéntate aquí", "pon la cabeza dura mientras te cepillo el cabello", "¡más dura!". Por fin, después de un desfile de frases imperativas, Mirna quedó lista para el juego de la fiesta.

El moño gigante que le amarró la señora a su cola de caballo le jalaba el cabello de la raíz y la cabeza empezó a dolerle por lo apretado del peinado. El vestido azul que le pusieron era casi transparente, incluso se podían ver los dos puntos redondos y cafés de sus pezones. Cuando estuvo arreglada y lista para jugar, la señora la volvió a tomar de la mano y la llevó a una sala con muchos sillones. Vio a Rubén sentado en un sillón verde bosque, fumando un cigarro; la llamó para que se acercara y le dio más instrucciones sobre el "juego".

—A ver, chula, ¡mírate qué guapa te dejó Rosi! ¡Sí! Con ese moñote que traes en la cabeza. ¡Muy bien! A ver, entonces, recuerdas cómo son las reglas del juego, ¿verdad? Te me vas a sentar ahí, en medio de esos dos sillones. Empezarán a llegar varias personas, y se van a sentar a tu lado. Tal vez te hablen, tal vez no, pero tú no debes decir ni pío, ¿okey? Allá está el reloj que te había dicho… ¿Ya lo viste? Perfecto, ahorita son las ocho, tienes que esperarte a que en el reloj den las 12 y durante todo ese tiempo debes estar callada.

El juego inició cuando los invitados llegaron. La mayoría eran señores gordos y feos. Algunos se sentaban junto a ella después de que Rubén la señalara y les dijera algunas cosas. Uno de ellos se parecía a su abuelito: tenía un bigote blanco con algunos pelos negros pero su piel no se veía arrugada, le puso la mano en su piernita de pollo y Mirna se quedó congelada durante unos momentos.

Hace menos de seis horas, Mirna jugaba al avioncito —su juego preferido— afuera de la tienda de abarrotes de su tía, con su uniforme gris, zapatos negros de charol y una barriga con hambre. Lo jugaba sola pero le divertía que ella fuera su mayor rival: se retaba a sí misma a saltar sobre un solo pie de manera ágil y rápida a pesar de tener los pies chuecos, metidos hacia adentro porque su mamá nunca pudo comprarle los zapatos ortopédicos. Saltaba como un jaguar sin cola que aún hace hazañas de equilibrio en una rama floja. Fue mientras su piececito talla 19 iba saltando de cuadro en cuadro dibujado con gis en el cemento caliente: "¡uno!" —salto—, "¡dos!" —salto—, "¡tres!", cuando alguien la jaló hacia arriba, la trepó en una camioneta de carga blanca y se la llevó a una casa gigante en donde ahora se encontraba jugando en una fiesta con su pierna prisionera de un señor parecido a su abuelo.

—¿Así que no puedes hablar? ¿Es cierto? ¿O nada más te dijeron que te quedaras calladita? —Mirna recordó las reglas del juego y apretó fuerte los labios—. Bueno, pues aunque eres morenita eres una niña bastante bonita. —Él no le quitaba la mano de la pierna—. Hagamos una prueba a ver si es cierto. —Subió su mano gruesa y rasposa hacia la entrepierna de Mirna. Sintió una vergüenza extraña que le subía por la cara, pero se mantuvo como una jugadora excepcional, con la boca cerrada—. A ver, ¿qué hay por aquí? —Mirna sintió cómo un dedo con una larga uña rascaba por debajo de su calzón y tuvo una sensación extraña de humedad. "Me hice pis", pensó, pero siguió callada y quieta. Rubén no le dijo que se tenía que quedar quieta, pero su cuerpo no se quería mover—. ¿Tan rápido te mojaste, chamaca muda? —dijo el señor mientras sacaba la mano pegajosa de sus calzones. En eso llegó Rubén muy risueño con un caballito en la mano. A Mirna le llamó la atención el vasito, pues le encantaban las cosas en miniatura. Siempre había querido una cocinita para jugar que tuviera minifrutas y miniverduras, pero su mamá le dijo que no podía comprársela: "pídesela a los Reyes, a ver si te la traen". El seis de enero pasado no se la trajeron. —¿Tons qué, Tony? ¿Cómo la ves?

—Muy bien, me llama la atención que no hable.

—Bueno, en sí, no es que sea muda, muda; más bien es sorda, puede hacer algunos ruiditos. Pero casi no los hace, es muy calladita. —Mirna lo miró y sonrió suavemente para que viera lo bien que jugaba el juego y se diera cuenta de que ni con los nervios ni con la pena de haberse hecho pis había dicho una sola palabra; su sonrisa era como un "mírame, voy ganando". Y eso es lo que más quería Mirna: ganar. Esperaba que el premio fuese volver a la calle afuera de la tienda de abarrotes de su tía.

—Me dijiste en la otra fiesta que en 200.

—¿Qué? ¿200? No mames, pinche Tony, ni la gasolina que ocupé para traerla.

—Pero eso me habías dicho.

—Pues sí, pero esta chula no habla. Eso está raro y conveniente, ¿no? La neta no pueden ser menos de 800.

—¿800 una escuincla? ¡Ja, ja! Estás pero si bien pendejo, en una fiesta de la semana pasada había una que me la dejaban a 100. Te lo juro que 100 baros costaba la pinche chamaca. Mira, te cuesta más mantenerla en tu casa a que me la lleve, ¿o no, cabrón? Además, muy calladita y lo que quieras pero está bien prieta.

—¡Ora! ¿De dónde te viste los ojos azules o qué? Pinche Tony.

—Rubén, quedamos que 200.

Mientras los escuchaba muy atenta, Mirna entendió mejor el juego: consistía en intentar valer más que 200 pesos. Así que miró fijo el reloj y apretó más los labios.