Credos / No. 228
La cincóatl
Itzel Espinosa Fuentes
Aquellos días sospechábamos que algo le pasaba a la pobre Inés. La mañana en que llegó con Efraín en brazos, recién aliviada, se le notaba la felicidad de cargar a su primer hijo. Decía con orgullo que había pesado tres kilos y medio, que tenía la piel blanquita como su papá —del que siempre hablaba, pero nadie lo conocía—, y cuando alguien entraba a su cuarto para estar con el niño, insistía en que los ojos de Efraín se veían de color miel con el sol. La verdad es que el chiquillo sí estaba bonito, y en ese entonces era el único bebé que había entre nosotras, así que todas las vecinas se deshacían en cargarlo y darle algún regalo. Mi mamá le tejió una manta amarilla, Socorro le regaló una tina para que le diera sus baños, y la del tres le mandó las mamilas que había usado con su último hijo. Hasta doña Amparo, la vieja medio loca que sólo hablaba con ella misma, le regaló una planta que espantaba los males para que la pusiera en su entrada. Cada una le llevó lo que pudo al pequeño Efraín, que de tanta ofrenda que le dábamos ya parecía nuestro santito. Inés era muy agradecida, a cambio nos invitaba un café y nos dejaba quedarnos un rato viendo dormir a la bola de carne rechoncha.
Yo disfrutaba pasar de vez en cuando las tardes en su cuarto, saliendo de la secundaria técnica, hace ya muchos años. Inés era una muchacha muy limpia. Su casa siempre se veía barrida y trapeada, todos los días abría las ventanas para que corriera el aire. En cuanto entrabas te llegaba el olor a talco de bebé y aceite Mennen, nunca supe cómo le hacía para que el lugar no apestara a cebolla con jitomate después de guisar, como en los cuartos en los que vivía yo con mi mamá. Entrar ahí era como estar en otro lugar, con la calma que le daba al ambiente la presencia del bebé dormido, tan quieto que era Efraín, y nosotras hablábamos bajito para no despertarlo. Me gustaba ver a Inés sentarse en la mecedora preciosa que había conseguido con don Andrés en las chácharas al final de la calle. La acomodó en una esquina en la que entraba bonito el sol, ahí se sentaba a darle pecho al bebé y yo pensaba que se veía muy hermosa.
El asunto es que al principio el niño estaba muy sano, y su mamá andaba loca por él, muy dedicada a cuidarlo y darle amor. Recuerdo que todo empezó a ponerse raro precisamente el día en que los hijos de la del tres estaban jugando en el patio de la vecindad con un balón, y le rompieron a Inés la maceta que le dio doña Amparo. El balón rebotó en la ventana y el ruido despertó a Efraín, que dormía como angelito. Empezó a llorar tan fuerte que todas nos dimos cuenta de que algo tenía y fuimos a verlo. La del tres regañó a sus hijos, se los llevó de la oreja para su casa, le pidió perdón a Inés y le dijo que luego le llevaba un té para Efraín. “¿Qué le pasa al bebé?”, le pregunté. “Pues casi no ha podido dormir, se despierta a cada rato. Estos días ha andado muy chillón, dice Mari que a lo mejor trae algo en la panza. Mañana lo llevo a curar de empacho”.
Pero la curada no le sirvió de nada, porque en las siguientes semanas se empezó a escuchar que el Efraín lloraba y lloraba cada vez más en el día. Mi mamá le hizo un caldo de pollo a Inés, decía que a lo mejor estaba comiendo mal y su leche no llenaba al niño. Fui a dárselo y me la encontré sentada en la mecedora con el bebé envuelto en una cobija, la mujer lloraba quedito para que ninguna nos diéramos cuenta. Se le veían los ojos hundidos y la cara pálida. “¿Te pasó algo, Inés?”, le dije, me sorprendió encontrarla así de pronto. “No me está saliendo nada”, respondió ella, mirándose la blusa desabotonada. “Ay, no te preocupes. A lo mejor es que necesitas tomar más agua. Mi mamá te mandó este caldo, eso te va a ayudar. Si quieres le digo que venga para que platiques con ella”. “No, no, por favor”, me respondió angustiada. “No le vayas a decir nada a ella ni a las otras. Qué van a pensar. Luego las voy a tener aquí metidas a todas diciéndome que haga esto o lo otro, y me van a llenar de menjurjes. Creo que voy a ir al doctor para que me revise, y de paso al bebé”.
Me dio mucha pena verla así, de verdad parecía muy angustiada. Quién sabe desde cuándo había dejado de darle leche. Me acerqué a ella para abrazarla y acariciar el cachete del bebé, entonces me di cuenta de que estaba más flaco, ya no parecía el mismo rollito botijón de antes, y también yo sentí la preocupación. “Sí, ve al doctor, Inés. Me cuentas lo que te diga de Efraín”. Quería quedarme con ella esa tarde, pero sentí que a lo mejor necesitaba descansar y yo nada más estaba de metiche, así que me fui a mi casa y estuve pensando qué sería lo que les estaba pasando. Me imaginé que a lo mejor tenía que ver con el supuesto papá de Efraín, se habrían peleado o se habría enterado de que andaba con otra, y por eso nunca se aparecía por aquí.
Al otro día le dije a mi mamá que no quería ir a la secundaria porque me dolía la garganta, pero fue puro pretexto para poder quedarme en la casa y ver a qué hora salía Inés para el consultorio del doctor. Me asomaba a cada rato a la ventana para ir a su cuarto en cuanto volviera. Se fue temprano, y regresó como a eso de las 11. Dejé los frijoles que me encargó mi mamá en la estufa y corrí a verla. “Pues me revisó de todo y me dijo que yo no tenía nada. Efraín sí está más flaco de lo que debería un bebé de cinco meses, le mandó unos sueros, y que con eso se va a reponer. Me dio dieta para mí”, explicó Inés un poco más calmada. Me tranquilizó saber que no era nada malo, seguro ella andaba decaída por alguna razón, y era cuestión de tiempo que mejoraran los dos. Le dije que si quería le ayudaba a cuidar al bebé para que ella se durmiera un rato, y aceptó. Me puse contenta, lo cargué para arrullarlo, pero luego me acordé de que había dejado los frijoles en la estufa, así que se lo volví a dar. “¡Ahorita regreso, mi mamá me va a matar!”, le dije a Inés y me fui. Rápido apagué la lumbre y aproveché para cambiarme de blusa, me puse una de flores moradas porque quería sentarme en la mecedora con Efraín un rato y pensé que ésa me haría ver bonita, así como su mamá.
Cuando entré otra vez, Inés estaba tratando de darle de comer al bebé, pero él la rechazaba. Me inquietó ver que la piel alrededor de su pezón estaba muy morada. Ella me vio entrar y se subió en seguida el corpiño. “¡Avisa antes de entrar, escuincla!”, me gritó enojada. “Sí, perdóname. No lo vuelvo a hacer”. Me senté en la orilla de la cama en silencio. “Discúlpame, Leti. Ando muy irritada. Pero ven, carga al bebé un rato, se ve que quiere estar contigo”. Ya no dije nada más, y durante varias tardes dejé de ir, sentí que ella necesitaba estar a solas. En la noche, antes de irme a acostar, me estuve preguntando si el doctor le habría visto esos moretones. No me imaginé que descubriríamos el horror poco después de ese día.
Era de madrugada, hacía frío y estábamos dormidas, cuando de pronto escuchamos golpes secos en el cuarto de Inés, seguidos de gritos. Nos levantamos al instante para ver qué estaba pasando, mi mamá y yo con los pelos despeinados, Socorro jalándose el suéter para envolverse bien, y la del tres en short y sandalias. En la puerta de Inés estaba doña Amparo azotando una escoba contra el suelo, como tratando de aplastar algo. “Ratas”, pensé. Y mejor me quedé a un lado, porque a mí me dan mucho asco los roedores. Supongo que todas nos imaginamos lo mismo, estábamos ahí quietas, esperando ver que no hubieran mordido a Efraín o algo así. Para nuestra sorpresa no era un simple ratón. Junto a los pies de Amparo pasó una serpiente larga y gruesa con manchas negras. Socorro se desmayó al ver al animal, mi mamá pegó un grito de aquéllos, y la del tres se echó a correr directo a su casa. Yo sentí las manos frías y se me revolvió la panza. La serpiente era rápida, cruzó el patio mientras nosotras estábamos como mensas haciendo un show. Doña Amparo fue detrás de ella dando escobazos, pero la serpiente salió por un hoyo que había debajo del zaguán y desapareció. “¡Inés, dios mío!”, gritó mi mamá para continuar con su concierto de alaridos. Todas entramos a ver cómo estaba. La muchacha seguía recostada a mitad de la cama, inconsciente, mientras Efraín, a su lado, con los ojos bien abiertos, movía las manos flaquitas.
Amparo nos lo dijo: “Era la cincóatl”. “¿La cinqué?”, pregunté yo. “No puede ser”, soltó mi mamá, y se tocó el pecho. “Imposible”, murmuró Socorro, tapándose la boca del susto. “¿De qué hablan?”, volví a preguntar porque nadie me decía. “¡Muévanla para que despierte!”. “¡Tráiganle un pan!”. “¡Que no tome agua ahorita!”. Todas empezaron a decir y hacer cosas para ayudar a Inés. Ella despertó a los pocos minutos, confundida, sin tener ni idea de lo que acabábamos de ver.
Inés se fue de la vecindad dos días después. Su mamá y su papá vinieron por ella desde el pueblo de Querétaro en el que vivían. El marido nunca apareció para ayudarla, realmente no supimos si de verdad existía, cuando ella llegó ya estaba embarazada, y el tipo jamás se dio una vuelta para verla o conocer a su hijo. Yo me puse muy triste cuando me enteré de que se irían, sólo me despedí de lejos porque doña Amparo se quedó a su cuidado después de que apareció la serpiente, no dejaba que nadie se le acercara, ni siquiera pude darle un beso de despedida al bebé.
Doña Amparo nos contó luego que esa madrugada escuchó un ruido extraño afuera de su puerta. Ella renta en el cuarto que está más cerca de la entrada, y llevaba varias noches despertándose con ese sonido como de algo que se arrastraba y una voz “que trataba de decir sí, pero no podía, se quedaba en la ese”. Salió con escoba en mano para ver qué era, pero no había nada en el patio. Recorrió las puertas hasta llegar a la de Inés, y la vio medio abierta. Se asomó para asegurarse de que estuviera bien y ahí halló a la serpiente que todas vimos segundos después. Estaba subiendo a la cama de la muchacha, que parecía profundamente dormida. Fue entonces que se decidió a darle de escobazos, el resto lo observamos con nuestros propios ojos.
Según doña Amparo, esa serpiente era nada más y nada menos que la cincóatl, una víbora que se mete a las casas de las mujeres que amamantan a sus hijos para robarles la leche. El animal visita por las noches a las madres y suelta un veneno o hedor que las adormece para poder quitarles el líquido hasta dejarlas sin nada. En su pueblo se dice que incluso han visto casos en que la cincóatl deja que los niños jueguen con su cola mientras ella bebe la leche. Mi mamá conocía la historia, y al parecer las otras vecinas también la habían escuchado alguna vez. Yo no supe qué creer en ese entonces, pero después de lo que ocurrió, todas pusieron en su entrada una planta que les dio doña Amparo, igual a la que le rompieron a Inés. Hasta hoy no puedo explicarme qué fue lo que ocurrió. Ahora que yo misma espero a mi primer hijo me aterra que algo así pueda pasarme. Todavía me pregunto qué habrá sido de Inés y Efraín, cómo estarán los dos; extraño esos días en que podía verlos contentos, sonriéndose en esa mecedora de la esquina.