Fahd es un amigo saudí de ciento cuarenta kilos que, a diferencia de su célebre rey homónimo muerto hace unos años, conoce a fondo la poesía en lengua árabe y se dedica a traducirla al alemán. Cuando no se pasaba las noches enteras revelándonos —a mí y a otro puño de amigos latinoamericanos— la melodía, los andamios poéticos y aquel “incomparable placer” de los versos de Ibn Hazm, nos recitaba moaxajas y jarchas que se regodeaban glorificando al culo, ennobleciendo a los güevos y encumbrando a la mierda. Aquella labor quevediana fue premiada el año pasado en la Universidad de Heidelberg, a donde lo acompañé para escucharlo exponer su charla titulada “Metáforas y secreciones corporales en la tradición de la poesía árabe”.
En esa tarde de premiación, el Lezama Lima nacido en Riad y perteneciente a la comunidad árabe de Bremen hizo estragos en el auditorio. Al finalizar su charla, la gente no sabía cómo destrabarse las quijadas y de la salida del auditorio brotaban agonizantes caras y cuerpos de germanistas, quienes a pesar de su tozudo estoicismo inicial, sufrieron irremediablemente las estocadas de aquella risa feroz del gordo.
Cuando salimos de aquel espacio que en un principio me intimidó profundamente debido a su penetrante olor a Hegel, Feuerbach y Habermas mezclados con el de la fragancia Daddy Yankee que compró Fahd especialmente para el evento, creo que comprendí qué fue aquello que descorchó la risa de los intelectuales allí reunidos. Fahd corporiza al erudito “escatológico y soez” que muchos pensadores (desde Diógenes de Laercio y la tradición cínica hasta Peter Sloterdijk y Slavoj Žižek) en algún momento aspiran a ser y que muy pocos, debido a un “pudor burgués”, se atreven a encarnar.
Ya instalados delante de unas cervezas, Fahd me pregunta si alguna vez en algún lado había sido testigo de un accidente humorístico como el de aquella noche; un accidente originado por un discurso con pretensiones “de erudición literaria”. Que si aquello era un signo común en México. Y yo le respondo que alguna vez nos reímos escuchando a Carlos Monsiváis, quien junto con Sergio Pitol se había impuesto la tarea de erradicar la solemnidad de la cultura mexicana. Pero de algún modo es distinto. Algunas otras voces mexicanas les hacen eco —dije—, pero dentro de la sobreproducción literaria actual, son voces desamparadas, voces de niños abandonados en la llanura (¡esas frases infames brotan siempre en medio de mi inspiración etílica!).
Y este recuerdo de Fahd y de su talento monstruoso para la risa y la poesía de la excrecencia y la brutalidad me vino hace un momento, después de alburear y ser albureado por El Verijas (uno de los poetas más inventivos y cultos que he conocido personalmente). Vende libros en el tianguis donde trama —como Bach en su Clave bien temperado— el tejido contrapuntístico alburero, la fuga de los jodidos; donde cada frase aguarda con paciencia las réplicas vocales de un albañil o un carnicero.
La globalización trae consigo de manera implícita un desprecio por lo local. Es que mostrar nuestra localidad en un mundo globalizado es un signo de degradación social. Estar arraigado en un sitio, localizarse geopolíticamente en una literatura, para los ojos de la ideología global significa ser un aldeano, significa ser el apologista de un debate moderno ya superado. Ese pensar haber llegado tarde al banquete de la civilización o de la modernidad o de la repartición de inspiración o de materia gris es el signo que marca casi toda la historia de América Latina. La del humor también. Se nos han impuesto teorías, literaturas, sensibilidades y esquemas de pensamiento europeos. Quizá sea abundar en lo obvio, pero si se quieren entender las razones del humor vegetariano y del olvido y desprecio del albur, habrá que machacar sobre el colonialismo cultural.
Los vendedores del tianguis se han vuelto cinéfilos porque no les quedan opciones, y pasan las horas mirando películas que les prestan sus amigos de otros puestos. Me he quedado abstraído junto con otras personas frente a la tele de la pollería. Venía a comprar pellejos para Verónica, mi gata, y me he quedado cuarenta minutos mirando una película que interpreta Cameron Díaz. El ánimo chocarrero de los vendedores les dice que deben reír frente a la pantalla y entonces ríen, aunque no comprendan un carajo los “chistes”, aunque no se sientan aludidos por aquel sentido del humor postizo. Yo intento una risa también, y si alguien nos mirara desde un helicóptero vería a un grupillo cautivo en un mercado mexicano, incorporando a sus prácticas casi medievales —con sus pollos degollados colgando de cualquier sitio— la risa de las peripecias de unos vacacionistas en Las Vegas o las “divertidísimas desgracias” de unos jóvenes cool de Wall Street. ¿Podremos ser también nosotros como esos jóvenes cool y reírnos de nuestros salarios mínimos y de nuestros pollos degollados, de nuestra clase política marrana y de muchos de nuestros espacios para el arte —antes autónomos— cooptados por la lógica del marketing?
Pienso que la imagen que la televisión nos muestra sobre nuestro humor nacional es siempre falsa. ¿Por qué? Posiblemente porque no se quiere canonizar las prácticas de una clase a la que sería mejor borrar del mapa social. Si antes fue el meco y luego el pelado, ahora es el naco. Sólo hay que catalogar éstos u otros términos con gracia y jugar a reproducir su discurso de manera light. Si bien los actores que representan a los nacos adoptan el “cantadito” de las clases populares, reproducen los nahuatlismos, las inflexiones discursivas, los errores gramaticales y arcaísmos (dijistes, fuistes, etcétera), no piensan desde su ethos y desde la violencia de su “humor propio de nacos”.
El albur es odioso no porque diga vulgaridades y sandeces, sino por su posición marginal dentro de la ciudad letrada; porque aquel discurso, aun cuando accidentalmente legitima por su oposición a las clases dominantes, expone aquella cara jodida que se ha buscado esconder desde la conquista: por un lado, el lenguaje del “indio ladino”, y por el otro, el humor homosexual reprimido.
Tiene razón Octavio Paz al hablar de batallas verbales e ingeniosas combinaciones lingüísticas, pero habría que pensar en que para los albureros, la dimensión lúdica es el elemento primordial que inspira la práctica. Habría que ver más allá de la inversión en las relaciones de poder del albur, de aquel chingar y ser chingado por el otro que piensa Paz. Sin embargo, en mi mente, Octavio Paz no puede quedar bien parado en el concurso nacional de albures de Pachuca frente al bicampeón Pablo Melgarejo. ¿Serviría de algo la habilidad de improvisación poética de Paz? Posiblemente no, porque un pudor le evitaría contestar, porque si bien ha reflexionado a fondo sobre la cultura popular mexicana, también ha seguido el mandato de la buena conciencia del Manual de urbanidad y buenas costumbres, que dice que:
Tampoco están admitidos en la buena sociedad los refranes y dichos vulgares, las palabras y frases anfibológicas, y toda expresión cuyo sentido sea oscuro y pueda conducir a los oyentes a diversas aplicaciones y conjeturas. El hombre culto apenas se permite uno que otro donaire, uno que otro equívoco presentado con gracia, oportunidad y discreción, y cuya ambigüedad no haga fluctuar un solo instante el juicio de sus oyentes; aunque jamás, cuando se encuentra en círculos de etiqueta, o donde hay alguna persona con quien no tenga ninguna confianza.
¿A quién sino a Carreño se le hubiera ocurrido la genialidad de vincular hermetismo y mal gusto? ¿Dónde podría ubicarse la poesía de Góngora o de Lezama? El albur es oscuridad porque en él reina la anfibología, la indeterminación y el juego del doble sentido.
Para el experto en retórica Heinrich Lausberg, el calembour es el juego verbal que se basa en palabras que se asemejan por el sonido y que difieren en el sentido. El calembour es el hermano decente del albur y una de las figuras retóricas más importantes que lo constituyen. Cuando Góngora, en una especie de paronomasia, con respecto a Lope dice “A este Lopico lo pico” está sentando las bases para que el discurso popular alburero formule la respuesta a la pregunta:
—¿Y los frijoles?
—Se los ha comido usted.
No es divertido explicar la mecánica del albur, porque, si bien es posible hacer un análisis retórico, filológico y lingüístico, éste debe vivirse en su performatividad. Performatividad para detectar las inflexiones de voz, los gestos y pausas que ayudan a distinguir la malicia de alguien que se ofrece a “dispararte unos ostiones en el centro”, o a autodenominarse “el chico temido” o “Aquiles Zacarías Blanco de la Vega” o a hacer alusión al “camote en barras de calabaza”. Se requiere práctica cotidiana para responder con agilidad —el ritmo dialógico es fundamental, pues el que se demora pierde— a los embates verbales, al reproche que te hace el otro cuando tienes suerte:
—¡No seas cagón!
—No me gustan los apodos, pero te dejo que me pongas el cagón.
—Te pongo el cagón, rojo de la vergüenza que me da.
—Vergüenza la mía… (etcétera).
El albur, a primera vista, parecería un acto absolutamente inmaduro, con esos adultos echando mano de juegos verbales infantiles como si intentaran regresar a aquella edad niña en la que comenzaron a descubrir el lenguaje y a unir palabras y a asociar ideas descabelladas. Pero, ¿no surge la poesía del mismo modo? ¿No resulta ésta de un ejercicio lúdico infantil? Por eso el albur tiene que vivirse como un juego. Pero como un juego que puede adquirir dimensiones de una complejidad y abstracción casi metafísicas. El gran filólogo Antonio Alatorre, en su comentario al ya clásico libro Picardía mexicana recuerda una batalla singular:
En contraste con mi pueril ¡Sacudo por no barrer!, recuerdo, por ejemplo, una charla que oí en Tampico —¿una charla?, ¡un duelo a muerte!— entre dos denodados campeones del albur. Eran como dos expertísimos payadores frente a frente, forjando metáforas y más metáforas, improvisando alusiones sutilísimas, arrojándose con vertiginosa rapidez una pelota cada vez más irreal y etérea y remontándose hasta no sé qué sublimes esferas metafísicas.
Algo de barroco mexicano hay en esa fragua incesante de metáforas, como enjambres de imágenes creciendo por aglomeración, agresivas y desbocadas, que tienen como tarea una apropiación cognoscitiva del mundo; no reflejando a éste de manera racional ni dirigiéndose al entendimiento sino a la inmediatez de la experiencia sensorial: poesía pura cuando se hace bien. El poeta Montes de Oca, Alfonso Reyes y Miguel Ángel Asturias, prologuistas de la Picardía mexicana, parecen anticiparse a los Cultural Studies ingleses y sugerir que no existe “alta cultura” sin la vena popular, como podríamos comprobar con Montaigne, Rabelais, Borges e incluso George Steiner. Pensar en Andrés Henestrosa y Alí Chumacero como grandes albureros me da un poco de alivio ante toda la presión del mausoleico canon literario mexicano. Hallar escritores que tiendan a “lo bajo” y al “grotesco inteligente” me llena los pulmones, pues mi gusto por la literatura y las palabras no surgió con la lectura de Rabelais o Cervantes o Gombrowicz o Quevedo, sino a partir de la chacota con albañiles y carpinteros. Un espíritu albañilesco se apoderó de mí en la pubertad y ha hecho del albur mi referencia inmediata para el pensamiento abstracto; mi poética y mi arma contra El Verijas.
El albur es la esgrima de la invectiva y constituye una de las pocas oportunidades que tiene el mexicano barriobajero para ejercitar su capacidad de asociación, su agilidad mental y el uso creativo del lenguaje. El albur es el jazz de los nacos. No es una impromptu clásica sino una jam session para macuarros y verduleros. Pero no sólo la ñerada lo comprende. Si bien, en lo general, el mito dice que “la clase alta” no practica el albur tanto ni tan bien como “la clase baja”, existe un código compartido, delimitado y comprensible desde la aristocracia mexicana (Carlos Slim) hasta la perrada de las vecindades. El problema del albur no es social sino generacional, problema de mutilación de una importante práctica social por parte de los empresarios del proyecto homogenizador y que se promueve como “globalizador”. Las nuevas generaciones (incluso muchos lumpen proletarios), a lo más que llegan ahora, grosso modo, es a la comprensión de un doble sentido light debido a que el albur ha trascendido las gestas verbales de los albañiles en las pulquerías y se establece en las oficinas de publicidad como doble sentido amable y ligero para vender mejor algún producto.
La “generación posmoderna”, en general, ha dejado de lado la paradoja del lenguaje alburero con connotaciones sexuales. Lenguaje que se arraiga tanto en una tradición náhuatl como en una tradición hispánica; lenguaje culterano y conceptista; expresiones y sensibilidades indígenas que convergen, como dice Beristáin, en un significado único: “simbólicamente te penetro (te venzo y te degrado)”.
Por otro lado, si bien el doble sentido no es una característica única y propia del albur mexicano, es el carácter generalmente ambiguo de muchas de las formas de comunicación de la cultura mexicana lo que propicia la génesis del discurso alburero. El antecedente del albur moderno se encuentra en muchas de las prácticas y cantos religiosos prehispánicos, como los cihuacuícatl (“cantos de mujeres”) o los cuecuechcuícatl (“canto travieso”). En ambos casos, se utiliza el lenguaje en doble sentido y hay claras referencias a lo sexual. En ambos hay una doble función que puede ser ambigua: los primeros son ridiculizaciones sobre el sexo de los nobles, cantados por damas y dirigidos hacia ellos. Estos cantos buscaban tanto causar la risa de los espectadores, como ofender a los aludidos. En el Canto de las mujeres de Chalco (véase León Portilla), pero en especial en el cuecuechcuícatl, los cantantes buscaban tanto fecundar las plantas, como provocar la risa del público. En ambos, el carácter sexual y el erotismo estaban siempre presentes de una manera ambigua y cómica.
Nuestra retórica del humor ahora es la de la imagen. No la imagen crítica del caricaturista, sino la del pastelazo y la cachetada, la de la zancadilla y el tropezón. Y a veces ni siquiera eso. A veces es sólo la risa nerviosa ante el silencio, la risa ante el vacío o ante la incomprensión. Nuestra risa que es desatada por la risa ajena (de una procedencia misteriosa). Adal Ramones, la risa enlatada. Lo que quiere la gente no es el discurso verbal, sino esa imagen familiar. Regla de oro de Televisa o de Coca-Cola: haz a tus súbditos sentirse como en casa; hazlos seguir “trabajando” (produciendo capital) en su tiempo libre mientras ven la tele.
Extraño las películas de ficheras, las películas de leperadas, de mecánicos, de albañiles y de cabareteras. Lamento sonar a ese defensor “posmoderno” de las películas de Santo contra las mujeres vampiro. Sin embargo, creo que una de estas chatarras de los años ochenta vale más que todos nuestros melodramas juntos y que muchos de los éxitos de nuestro a veces dudoso “cine de oro”. No vindico la técnica en la dirección, en el argumento y en la producción de las películas de ficheras. Está claro que en tal rubro estas películas eran nulas. Técnica la de los directores y fotógrafos de los años cincuenta (Figueroa y el Indio Fernández como ejemplos). Pero dicha técnica estaba generalmente al servicio de un guión y una historia normalmente bochornosos, plagados de diálogos de gran artificialidad, lacrimógenos y risibles. Las películas de cabareteras y albañiles normalmente adolecen de peores defectos a nivel técnico. Si bien están llenas de historias inverosímiles, de efectos especiales rancios y de actuaciones pavorosas, son fieles al espíritu del albur y la chacota del barriobajero. En los diálogos cómicos y en los juegos verbales de estas películas jamás hay artificialidad (lo cual no se le debe a la capacidad del guionista, sino a la fácil comprensión del espíritu alburero en muchos sectores de la población, incluidos guionistas y actores). Se retoma además la tradición picaresca y la de los donjuanes, y sobre todo, se retoma un tono que ha hecho falta en el cine mexicano durante mucho tiempo. Una película de albures no acepta la tragedia en ningún momento. Cuando parece que la narración caerá en lo melodramático, hay siempre un albur que recupera el tono chacotero.
Comienza a llover, pero ya estoy llegando a la casa. La calle está en silencio. No hay nadie en mi barrio porque es la hora de una serie gringa comiquísima por el canal 5. Casi se me mojan los pellejos de mi Verónica; los sebitos, la carnita grasienta, los cueros fofos que le hacen salivar y chupetearse los colmillos y quizá soñar con todo ello, como le ocurría a Fahd en sus alucinaciones poéticas, en las que quedaba atrapado entre montañas de carne, retazo con hueso, chuletas y pescuezos de pollo. Prendo la luz y saco la carne; Caro Victrix.
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