Afuera hay lluvia. Ellos la ven desde la ventana. Quisieran mojarse, pero hay pereza en los cuerpos. Salir a la calle no es una posibilidad, aunque exista el deseo. En la televisión también llueve. Varios canales de noticias muestran cómo. Ellos ven la lluvia en la televisión, en la ventana. Están empapados de ideas. Es la vista la que da la idea de una tormenta, no es la tormenta misma. Ella no está bien. Él está desnudo, aunque entre ellos no haya pasado nada. Se abrazan, se preservan, y en la hornalla hierve un agua.
Piensa en la infinidad de posibilidades de abarcarle el cuerpo. Quizá hasta podría metérsele adentro dormido. Ella quiere poseerlo y esto es curioso; está convencida de que, en general, el mecanismo es el inverso: el hombre como fiera se come a la mujercita que tiene más cerca. Genera el encuentro, para lamerle después las comisuras y los huecos. El hueco que genera la unión entre el brazo y el torso. Sobre todo esa parte, es visto bueno llegar a esa parte. No todos lo logran. Está presente el logro en la lamida a una mujer. Eso que sucede es un hecho superior, el acto sexual se concreta. Es bueno lamer. Es bueno andar, después, libre de ideas.
Ese chico es tan buen mozo que hay que robarle los gestos. Oficiarle de espectadora.
Hubo una vez un hombre que tuvo un mayor acercamiento: la tuvo en brazos. Ella ahí dejó todo su peso, toda su confianza. Todavía no sabía hablar. Babeaba como si fuese loca y su tamaño equivalía a una zapatilla. Pero el primer hombre la sostenía y la llevaba por acá, por allá. La metía debajo de la lluvia para ver cómo reaccionaba; una miniatura recién mojada por la naturaleza. Y era bueno eso. Tenía un buen resultado, que las cosas que lo exceden al hombre estuvieran cayéndole encima a uno que recién llegaba. Al recién humanito en la tierra. Hubo una vez un hombre que la vio indefensa y la paseó por el living de un departamento inmenso. La vio sentir calor y frío. Entonces la envolvió en algo espeso, pero no la dejó en suelo estable. Cerca del suelo. No permitió la gravedad el primer hombre porque la beba no yacía en el suelo; es decir, no iba hacia abajo. Se quedaba estrecha, quieta casi cuerpo muerto, sobre sus brazos. El primer hombre no podía deshacerse de alguien que todavía no conocía la palabra.
Así anduvieron meses. Ninguno de los dos se conocía, no había necesidad de conocerse. Se miraban. Por los ojos todo. El diálogo estaba dado por las sustancias, los objetos. La reacción del cuerpo mínimo a los estímulos de cosas duras, estrechas. Un mueble cerca de la cabeza, rozándola, haciéndole una caricia de moretones típicos. O incluso más, agua tibia en los pies suciecitos de la vida. Con mugre del andar, del aire nomás, del roce de los días y los climas. Eso también estaba. Eso también era elemento del vínculo entre ellos dos. Pero resulta que un día, sí, hubo un día: siempre lo hay. Hubo un primer día en que llegó el sonido concreto. El que transmite. Hubo pánico en la primera palabra de la diminuta. Entonces, el primer hombre, por efecto, dejó el cuerpo tibio sobre algo quieto, sin vida, y se dedicó a otras cosas. El primer hombre empezó a tener otras ocupaciones y adoptó como forma de olvido la posibilidad de convertirse en un padre. Es que la palabra se hace grande y es tarde cuando uno ya está convertido en fantasma.
En general, los bebés cuando están en soledad tienden a poner caras extrañas. Como si vieran cosas que allí no están. O cosas que los otros, los vivos, no podemos ver con ojos de carne. Hay quienes hablan del don de percepción de los bebés, tan abiertos por la reciente abertura de una madrecita que perciben en vida —quizá— a los muertos inexpertos. Medio sonsos los muertos, que se quedan. No se dan cuenta de que no yéndose del todo son fantasmas y de que ese oficio no tiene nada de ventajoso. Porque no son ni lo uno ni lo otro. No están ni están siendo. Si todo esto fuera cierto, podría decirse que los bebés cargan con un encanto que no es solamente decorativo. Hay que confiar en las miniaturas. Hay que empezar a estudiarlas. Hay que empezar a dejar de rendirles culto bobo.
A esta beba, que crecía para ponerse dura, aseguran haberla espiado en silencio. Aseguran que este cuerpo pequeñito vio un fantasma. La visión del cuerpo ausente le provocaba un brillo especial en los ojos. Algo del color verde. Por eso, casi siempre la vestían dentro de esa gama de colores. Soleros, vestidos y gorritos haciendo juego. Para seguir adulándola. La vista verde, aunque no eran sus ojos, sino que la muerte, le duró para siempre. Siempre fue también después, cuando se puso grande. Adulta. Se volvió dura, después, la beba que nació de la madre. Pocas cosas podía ver, más allá de un fantasma venido a menos.
Volvieron a acostarse en la cama y él desnudo. La piel oscura, un indio contemporáneo que la viene mirando desde hace tiempo. Ella está vestida y no pide explicaciones. Ese día también llueve, es que es clima de lluvias justo esa época. El departamento está cálido, igualmente, porque es tormenta de verano. Es de tarde y lo único que oyen son los ruidos de los autos. Él respira fuerte. Es joven y fuerte. Entre ellos no pasó nada. Hay un ventilador también, pero las cosas que están adentro no se oyen. Solamente lo de afuera. Los autos. Es que eso pudo más. Él tiene un gato enorme, gordo. Los pelos del gato están desplegados sobre la ropa de ella. Es lo único que se despliega esa tarde. El gato está ensañado con ella. Quiere estarle encima. La huele. Baja hacia la parte baja de ella y la huele. Le hunde el hocico rosado entre las piernas. Ella sonríe. Él lo saca.
Todavía no adulta, chica pero no tanto, mira puntos fijos en la pared para dejar de ver. Pero sigue viendo. Persiste el cuerpo ausente, medio muerto y verde, en los ojos de una nena que se puso bonita. Se parece un poco a la madre, eso la embellece. Si no se pareciera, tendría mala pata. Casi todos dicen eso. A los siete años, la niña bonita se pasa la mayoría de las tardes mirando la pared. A la madre le gusta espiarla. Cuando puede charlar algo con su hija, la mira a los ojos. Y así también la madre, si pudiera, se pasaría las tardes. Ahí dentro puede verlo a él. Dentro de los ojos de su única hija está hundido el primer hombre.
La niña joven no puede bañarse sola. Anuncia que tiene miedo. Que la están mirando, ¿es necesario que vuelva a anunciar que, ahí afuera, se contonea el fantasma? Es que así, con este anuncio, no es solamente un ausente el que la espía mientras desnuda se baña, sino que logra que su madre no la deje sola. El baño no le pertenece. Casi nada le. La compañía es toda entera. Una mujer adulta baña —acompaña— a su hija. Es bastante común que el eco que hacen los azulejos en el baño venga bien porque ayuda a que rebote acústico el llanto de la nena. Casi siempre se le mezclan los líquidos a la nena. El llanto y la ducha. Es que nunca se dio cuenta de que éstas son dos cosas que no se hacen juntas. Si se baña, se limpia. Si llora, se pone salada.
Quizá sea la última vez que se encuentren. Ella está vestida. Él no. Él se quitó la ropa para hacer de cuenta, pero no, la verdad es que otra vez no quiso abarcarla. No tuvo ganas. No sabe bien por qué. No es que ella no le guste, no es eso, porque ella le gusta tanto que se le duerme la cara. Es más bien algo que no puede explicar. El gato está acostado sobre las piernas vestidas de ella, otra vez. Otra vez llueve. Parece chiste ya, esto del balcón mojado. Pasan un tiempo así, en silencio. Al techo hay que mirarlo, porque están acostados en la cama y no hablan, así que miran. Él estira los brazos, se tuerce, se acerca lo más que puede a ella. Lo único que vive, para él, es el abrazo. Así se duermen, por última vez. Es ahí entonces que ella también llora. Aunque esté acompañada, pena, hay un deseo que no le está puesto. El pelo le vuela en la almohada. El chico, tan joven como ella, quiere enamorarse. Pero no sirve.
Él sigue siendo un indio, él es terriblemente bello. Terriblemente. Es que terrible le gana a bello. Eso que la está abrazando es aterrador.
Cuando ella abraza, no siente nada. Lo único que persiste es lo que ve. En la noche, dentro del departamento, una luz verde se refleja en una de las paredes. El gato se sobresalta, se estampa, casi que no duerme. Son los ojos de ella que permanecen abiertos.
Cuando era chica, ya no beba, la madre se empeñaba en provocarle sentimientos. Vérselos. Abrazaba a su hija todas las noches llenándole los oídos de palabras calmas. Conmovedoras. Que la hicieran reflexionar acerca de estar solas, crecer juntas, convivir con aires de mujeres nuevas. Sobre lo bueno que era mantener la casa limpia ellas solas, juntas. Que las paredes siguieran en pie. Que todo afuera estuviese chiflado y que nada de eso dependiera de ellas. La mujer adulta se inmutaba con su monólogo, la nena no. Terminaba su relato y abría un libro. Adentro, algunos cuentos. El favorito de la jovencita hablaba de un indio firme como un mueble, que se trepaba a los árboles para encontrar algo. Eso era todo. Se lamentaba la mujer, ni siquiera alcanzaba con eso. La madre abrazaba a su hija y, ahí, nada.
Una vez dormida, a la joven los ojos se le cerraban y la vista verde desaparecía. Lo que se volvía sueños nada tenía que ver con el cuerpo ausente, sino todo lo contrario, lo soñado se volvía preciso y ahí dentro una nena joven apaleaba pasiones.
El primer hombre, de ahí en más, se sentía satisfecho; porque tenía una hija para ser visto.
Un abrazo es un fantasma porque solamente a él le pertenece. Todos los demás no serán nada.
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