Dos cuentos
San Luis Potosí, 1984
Descompresión
Treinta metros sobre el nivel del mar, bajando
Sale del avión con los pulmones fríos a causa del aire acondicionado. Su primera inhalación en tierra le da un golpe de perfume: el aire húmedo es un bálsamo. Cesa la migraña, desaparecen los pellejos secos, se alisan las cutículas roídas, la piel del escroto se relaja y se extiende, bajan los testículos.
Dos metros sobre el nivel del mar
Advierte que muchas mujeres bellas caminan cerca del hotel, por la avenida que corre junto a la playa. Ninguna sola. El puerto es escaparate de tentaciones, aparcadero. Piensa en las diversas especies animales que vienen a reproducirse en la costa. Pequeños achaques aparecen tras exponer el cuerpo a este clima en principio benigno. El sol pica. Suda a chorros y comprende que falló en la elección de la ropa. No piensa ir a la playa, por lo pronto. Se descalza y camina sobre los adoquines pulidos. La presión de la atmósfera lo aligera, porque se confunde con su peso. Los pasos que da junto a unos arbustos de hoja morada son parecidos al nado.
Once metros sobre el nivel del mar
Ha recorrido a pie parte del barrio. Lo reconforta que haya una zona con mayoría de hablantes de español, sin anuncios de bares ni ofertas de tarot, masajes, reiki y la demás mercancía intangible que los turistas pagan y no tienen que llevarse en su equipaje. Entra en un restaurante instalado en un bohío que huele a palma recién cortada y pide que le traigan filete de huachinango en salsa de semilla de calabaza y cilantro. Mientras ataca el plato con su tenedor, nota que las orejas le escuecen y supuran. Mira por la ventana a los bañistas que ya no sufren los efectos del sol. Distingue un punto oscuro sobre el agua, a unos treinta metros de la playa, que puede ser la cabeza de un nadador.
Diecinueve metros sobre el nivel del mar
Al aplicarse el antialérgico, su mente deja por fin aquella ciudad donde algunos colegas suyos encanecen. Espera a que el sol baje para salir de paseo. Los callos de sus pies han empezado a desvanecerse gracias a las caminatas a la orilla del mar. Olvida sus aspiraciones y propósitos recientes, incluso otros más viejos. Aunque no logra dormir, está atento y ecuánime. Una madrugada, un sollozo marino lo embiste.
Cero metros sobre el nivel del mar
El objeto que divisó hace unos días, al salir del restaurante, sigue frente a la playa. Entra en el agua y se aproxima apenas lo suficiente para ver mejor, porque no quiere nadar sobre el sargazo, cuyo roce le molesta en los pies: se trata de una pequeña boya, seguramente anclada con una cuerda en algún punto del lecho de arena. Bajo el agua sólo alcanza a ver que la cuerda que la ancla está cubierta de algas de un verde amarillento. Logra nadar tras mucho tragar agua y ser mecido por la corriente lenta; hace piruetas, da giros con gracia de palmípedo. Utiliza la boya como referencia para no alejarse demasiado de la playa; da vueltas en torno a ella. Le ajusta encima suslip, a modo de máscara, para poder nadar desnudo; parece la cabeza de un luchador. La nombra Capitán Coco.
Dos metros sobre el nivel del mar
A una semana las orejas aún le supuran, por lo que se ha hecho el propósito de ir a nadar cuando el sol se pone y el agua todavía está tibia. La playa es fea y no atrae a muchos turistas. Su melena castaña luce visos dorados, o eso le parece. Se siente atractivo, fuerte. Sabe que en fecha próxima lo espera una reunión con la junta directiva de la firma donde trabaja, pero ahora prefiere concentrarse en el ambiente local. La gente ya no le parece tan hostil como en los primeros días. A decir verdad, son atentos y se les puede sacar conversación con algo de paciencia. Hablan deprisa y su acento recuerda el canto de los pájaros del manglar.
Dos punto siete metros bajo el nivel del mar
Su slip ondea debajo de él, casi encima de la arena, arrastrado por la corriente marina como un molusco extraviado de su concha. Debe recuperarlo para no andar desnudo por la vereda que lleva de regreso al hotel. Hace más de una hora que nada y comienza a fatigarse. Varias veces ha intentado sin éxito sumergirse. No puede contener el aliento más que unos seis segundos, y no tiene visor ni googles, pero no desiste. Por suerte, la sal del agua de mar irrita menos los ojos que el cloro de la alberca. Luego de una corta subida a la superficie, vacía todo el aire de sus pulmones y se hunde cabeza abajo, braceando con fuerza e intentando mantener la calma. Sus dedos tocan la arena. Toma el slip y lo zarandea para asegurarse de que ningún cangrejillo o medusa se le ha adherido, se lanza con prisa hacia el aire plateado que lo espera sobre el agua. Cuando su cabeza emerge, inhala violentamente y se siente entusiasmado. Su respiración se restablece sin percance. Se pone el slip, hace un saludo de marinero al Capitán Coco y sale del mar. Si se quedara a vivir en el puerto, con algo de preparación, piensa, podría buscar un empleo como instructor de natación o guía de turistas. Ya tiene algo que contar cuando vuelva al trabajo, dentro de cinco días.
Diecinueve metros sobre el nivel del mar
Llega al cuarto de hotel con una bolsa de hielo y una botella de ron cubano, satisfecho de haber encontrado al fin una tienda donde puede comprar bebida por un precio mucho más bajo que el del bar del hotel; pone todo en el lavabo y enciende la televisión, donde pasan el segundo tiempo del partido entre el Barça y otro equipo cuyo uniforme él intenta reconocer. Piensa: “Qué de la mierda está jugando el club últimamente.” Apaga el celular para disfrutar con calma el partido, pero enciende la computadora e intenta leer su correo electrónico. La señal inalámbrica no funciona. Unos veinte minutos después baja al lobby y se sienta ante una computadora de escritorio. Teclea su nombre de usuario y su contraseña, y aparece la lista de mensajes. Se le notifica que debe estar en la oficina al día siguiente, con la versión final del reporte en que ha estado trabajando; los directivos salen de viaje y es urgente resolver primero el asunto. Los documentos necesarios están adjuntos. Tendrá que trabajar durante el vuelo.
Treinta metros sobre el nivel del mar
Baja del taxi corriendo, haciendo clac clac con sus sandalias de pata de gallo. Sabe que es tarde para documentar su equipaje, porque nadie está formado frente al mostrador de la aerolínea por la que volará. Se explica ante el empleado, quien lo oye con sincera atención y manda llamar al supervisor para ver qué se puede hacer por él. Si pierde el vuelo, no estará a tiempo para la reunión y el jefe estará inconsolable. Detrás de él aparece una familia cargada con niños, carriola, maletas; los padres, desesperados, se quejan de que el personal de seguridad del aeropuerto los hizo perder el tiempo con una revisión inútil. Llega el supervisor y se engancha con ellos en una discusión que termina en un modesto regaño, en llamado a la puntualidad. Los deja abordar a todos. Mientras atraviesa el patio en dirección a la terminal de salida, se llena los pulmones de aire tropical por última vez.
Ciento veinte metros sobre el nivel del mar
Le toca sentarse en pasillo, por fortuna, lejos de las distracciones de la ventana. Conoce las estadísticas, el despegue es el momento más peligroso del vuelo, así que se tranquiliza cuando ve que el manglar empequeñece abajo, junto a la sombra del avión. Las orejas le supuran profusamente y están relucientes, como si se hubiera untado aceite bronceador. Cuando se toca, siente que la pus se pega a su dedo. La señal de seguridad en la parte frontal del fuselaje indica que ya se puede encender aparatos electrónicos. Abre su computadora. Las azafatas venden frituras y bebidas por el pasillo. Cuando llegan a su lado, pide un whisky con agua mineral. Bebe apresuradamente y se limpia las orejas con una servilleta, que queda transparente de inmediato. Con una nueva servilleta se limpia la abertura del oído, que también supura.
Mil seiscientos metros sobre el nivel del mar
Está mareado y apoya la oreja izquierda contra una pila de servilletas que sostiene con la palma de la mano para absorber la pus. Cuando ve que se han terminado, se levanta de su asiento, apoyándose en los de los vecinos, para llegar al baño, pero las azafatas obstaculizan el pasillo con el carrito de las ventas, de modo que vuelve a sentarse. Siente punzadas en ambos oídos e intenta pensar en otra cosa; en el reporte, por ejemplo. La computadora todavía tiene batería y apenas han transcurrido quince minutos de vuelo, así que debe intentar seguir trabajando. La señal del internet se interrumpe por momentos y eso lo atormenta; se imagina improvisando todo por la noche, insomne, para llegar puntual a la reunión. Sus pantalones están orinados. El niño del asiento de al lado le dice a la madre:
—Mamá, huele como en la iglesia.
Dos mil doscientos metros sobre el nivel del mar
Una azafata se pone a su lado e intenta reconfortarlo; cuando le roza el cabello, se le impregna de pus la manga blanca. Inhala y se concentra en no hacer muecas ni ruidos de asco. El hombre mira con ojos implorantes y se hace ovillo sobre el asiento, las manos sobre las orejas, la computadora encendida sobre sus piernas.
—¿Le ocurre algo, señor? ¿Se siente bien?
—No hay señal, tengo que…
Lo que masculla deja de entenderse. De su garganta escapa un ruido grave y seco, como el de un pájaro arrollado por una llanta.
Publicado en Lados B. Narrativa de alto riesgo (Nitro/Press-Ponciano Arriaga, 2015), así como en la Antología de letras, dramaturgia, guión cinematográfico y lenguas indígenas. Jóvenes creadores del Fonca (Conaculta, 2013).
Para que una mujer conciba
Ernst me recibió a la entrada del mercado con un apretón de manos muy efusivo. Iba bien peinado, como habitualmente, y casi sentí pena porque su aroma de musgo y maderas iba a viciarse en la abigarrada nube de olores que prodigaba el comercio: el detergente con que friegan el piso los vendedores, el tufo de vísceras crudas del puesto de pollos junto a la fragancia escandalosa de las gardenias, el sudor de un enano que cantaba una cumbia. Los curanderos ofrecían cerca de ahí hierbas para curar el mareo y el susto.
Me indicó una mesa desocupada en la esquina de una fonda. Yo le pedí a la mesera un café endulzado con piloncillo; él, agua de jamaica. Lo ayudé a empezar.
—¿Qué te hizo México esta vez, Ernst?
—Es Chayo. Anoche me volvió a reñir.
—¿Por insensible y calculador, eh?
Noté que unas uñas, probablemente las de ella, le habían arañado una sien. Como no quería oír que la justificara, no le pregunté al respecto. Él la amaba sin objeciones, pero lo asaltó la confusión desde que se aventuraron a vivir en la misma casa: quería comprenderla entera. Ante cada crisis recurría a mí, el único amigo que tenían en común. Ernst se había enfrentado a contiendas mortíferas que sólo se apaciguaban con su dimisión.
—Supongo que es por mi forma de cocinar. Estábamos preparando juntos la cena. Chayo asaba chile y tomate verde para hacer la salsa. Ella puede coger las cosas directamente del sartén caliente, pero yo no; me quemo los dedos. Lo tuve que hacer con la punta del cuchillo. De pronto me golpeó en la cabeza y me gritó que nunca, nunca volviera a poner un cuchillo sobre su comal.
Me conmovía la emoción que se adivinaba tras el hablar sereno de Ernst. Su vocabulario y su gramática estaban pulidísimos, pero en su prosodia aún se imponía el ritmo de su alemán natal, a contratiempo.
—¿Hay una razón para apreciar tanto los comales?
—Se usaban desde la época prehispánica, y se usan ahora, para calentar las tortillas. ¡Las tortillas! Aquí todo pasa en torno al comal, Ernst.
Tú sabes que los mexicanos no utilizan los hornos de sus casas para hacer pan; los retacan de cacharros que sólo sacan una vez al año para meter el pavo de Navidad. Entre los otros utensilios del hogar, el comal tiene un valor que se acerca un tanto al que tiene para los europeos el horno.
—Pero a mí no me importaría que ella rayara mi horno. Ella sabe.
—No se trata de la rayadura, sino del simbolismo. Eso la lastima. Un buen comal pasa de generación en generación. Tal vez Chayo heredó ese comal de su tatarabuela…
Ernst bebía su agua de jamaica a tragos pequeños mientras se perdía en interpretaciones psicológicas acerca del horno y el comal. Pensaba que este último encarnaba el orgullo de un pueblo que comía tortillas antes que pan. Yo no estuve de acuerdo, ya que me venían a la mente los variados panes azucarados que en todo el país acompañan los desayunos o el chocolate. Ambos, tras mucho especular, coincidimos más tarde en que el horno y el comal eran asociables a arquetipos un tanto dispares de la maternidad: el horno, por su constitución casi uterina, su calor que, como la feminidad, puede matar a quien caiga adentro, y el comal, por su abierta y generosa redondez.
Pagó la cuenta. Lo seguí por un corredor lateral del mercado. A petición suya entramos en la tienda de utensilios de cocina. Sobre los muros se exhibían escobetas de fibras vegetales, cubetas de peltre, palanganas de plástico en todos los colores. Se plantó ante los comales: examinaba, como quien se afana en una investigación de campo, esos útiles sencillos dispuestos en hileras, mediadores entre los alimentos y la intensidad del fuego, pero colgados y fríos, inertes. Le mostré los comales enormes que usan los vendedores callejeros de comida muy frita, como las enchiladas, con una depresión que concentra la manteca o el aceite. Los otros eran casi todos comales ordinarios de hierro o de aluminio. Apuntó a un comal modelado en barro.
—Así es el de Chayo.
—No creo que sea un recuerdo de su familia. Esos comales no duran mucho. Se despostillan.
—Me gustaría que lo vieras. ¿Por qué no vienes a cenar hoy con nosotros?
También yo quería averiguar por qué Chayo no soportaba que él cortara alimentos sobre el comal, hecho para romperse, al cabo, en vez de servirse de la tabla. Acordamos la hora y nos despedimos. Apenas pude concentrarme el resto de la tarde en algo que no fuera lo que yo consideraba una represión más del pobre Ernst a manos de su novia caprichosa, aunque, esta vez, no tan cruel como irracional. Llegué con un paquete de cerveza oscura bajo el brazo, unos diez minutos tarde, el lapso exacto para no sorprenderla desprevenida a ella y para no decepcionar la puntualidad de él. Chayo me abrió la puerta con su sonrisa algo felina, de rasgos indígenas, aunque reblandecidos por la vida en la ciudad y la escasa luz solar. Cuando pasábamos junto a la cocina, miré de reojo su comal. Era de barro, pero más grande que el que me señaló Ernst en el mercado, del diámetro de la barriga de una mujer encinta. Me dijo que Ernst volvería pronto de la tienda y me condujo a la pequeña terraza, donde me ofreció un trago de tequila. Es hospitalaria y gentil. Eso lo supe desde que la conocí hace años, pero no toma a la ligera que un hombre trasgreda su dominio.
—Estoy cansada. Que el hombre se ocupe de la cena.
—De cualquier forma él hace casi todo, ¿o no, Chayo?
—Se sentiría orgulloso si te oyera. Eres el único de mis amigos que le cae bien.
Entré en materia: el desconcierto de Ernst.
—Me contó que lo reñiste por un tonto comal.
—Ese tonto comal es parte de un ritual mágico.
—¿Y el ritual se anula si maltratas al comal?
Chayo asintió con gravedad. Entró en su habitación y, al volver, me mostró una hoja impresa: “Para que una mujer conciba y dé a luz felizmente, tomará cada noche el puchero o la sartén de su cocina y lo pondrá bajo su lecho. Antes de dormir repetirá: Teneo arcanum foci. Durante el día se servirá de él, guardándose de romperlo o dañarlo.”
La cuestioné: si el comal en función mágica era tan importante, no tenía caso que lo siguiera usando en la cocina. Ella negó con su cabeza; tenía que usarlo, según aclaraba luego el texto, para transferir así el calor de la cocina a su vientre.
Ernst llegó y se anunció desde la planta baja. Lo oímos trajinar, abrir el refrigerador, poner música. Chayo aprovechó esa distracción para abandonar el tema. Intercambiamos consejos para el cuidado de las plantas de la terraza. La colección de cactáceas que cuidaba amorosamente lucía perfecta, con excepción de su peyote, que el gato había perforado cuando intentaba defecar en la maceta. Me contaba esto con una genuina pesadumbre de jardinera dedicada. Regañaba al gato como si fuera un niño y él, ignorándola, castañeteaba los dientes al ver a los pájaros que venían a cazar insectos.
De pronto se sostuvo del barandal de la terraza para no desplomarse y apretó las mandíbulas, como si contuviera un alarido; bajo la camisa azul que cubría su vientre aparecieron dos rayas de sangre. Corrí escalera abajo, no sé si buscando ayuda o una explicación. Inexpresivo como un asesino experto, empuñando un cuchillo y un tenedor, Ernst contemplaba el comal, donde se calentaba una quesadilla grande, cortada en cuatro.
Del libro Grimorio (Ediciones Sin Nombre, 2009).