Asunto de canarios
Han traído un canario a casa. Aunque la compra incluía la jaula, los $125 son mucho dinero. El ave no es de familia de alcurnia: manchas negras en las alas denotan el turbio origen. Sabemos que no se acostumbrará a nuestra casa perfectamente pues sus uñas son largas, signo de edad. Su canto carece de atractivo. Los canarios color zanahoria y los profundamente amarillos de pura raza improvisan los más sutiles gorjeos. Pero Luisito, nuestro canario, canta rudamente: echa una serie de gritos sin despliegue melódico, como pequeña ametralladora. Todo en él es sin gracia ya que no sólo consume cantidades exageradas de jibia y vaina, también esparce el alpiste sobre el suelo, lo cual es un gasto adicional. Debo decir que un día se enfermó y tuvimos que pagarle veterinario, cosa muy imprevista.
Con su dudosa procedencia de verdines y gorriones, ninguna persona lo ha aceptado para casarlo con sus pajaritas de buena familia, y eso representaría algún dinero. Además, el tiempo que nos toma su aseo cotidiano es incontable.
He recordado con nostalgia el pájaro de cuerda de mi tía Rosa. Lo trajo de Italia. La jaula, un primor que ella lustraba con sustancias especiales, estaba sobre el aparador de las copas. Solamente le daba cuerda en la sobremesa, cuando había invitados. Se movía rítmicamente al trinar, y aunque no volara, parecía vivo. Unas gotas de aceite bastaban para varios meses y su canto duraba dos o tres minutos. Aunque caro en un principio, fue gasto de una sola vez. Cuando dejó de servir el mecanismo, siguió siendo un lindo adorno del comedor.
Pero Luisito es otra cosa... Sin embargo, no nos atrevemos a echar a volar los $125 pues sería una crueldad dejarlo morir de hambre, ya que no sabe, ni nunca ha sabido, ganarse la vida en modo alguno.
Zoofilia
Por la mañana vi al canario en la jaula prendida a la ventana roja. Toño se asomó para decirme hola y habló un rato con el canario.
Al día siguiente, Toño apareció con su gato negro, sacó del bolsillo del pantalón un cordel grueso y probó dos nudos corredizos. Con los ojos fijos, estrechando su muñeca, Lili preguntó:
—Toño, ¿qué haces?
—Nada. ¡Lárgate!
Lili se llevó las manos a la cara y luego hizo una mueca de llanto. Dejamos de jugar. Sostuve la pelota y volví la cabeza. Los muchachos permanecieron de pie. Toño dio un tirón al cordel grueso y un maullido rechinante nos pasmó. El gato anudado de las patas traseras daba vueltas en el aire, retorciéndose, con un sollozo lento por inacabable, y él apretaba con más fuerza el cordel que le ponía roja la mano, luego morada, y en una voltereta, cuando el gato dilataba los ojos amarillos y circulares, él lo soltó, y sobre la piedra de granito se azotó el bulto negro y dio una maroma sobre los escalones del edificio. Toño se frotó la mano y de nuevo enredó el cordel, dio varios tirones, e impulsándose con una breve carrera, el gato volvió a levantarse del suelo y a girar con el persistente maullido.
—Déjalo. ¿Para qué lo matas? —grité.
—Mira, no lo vas a matar: tiene siete vidas —gritó Quique.
—Las siete se las quito, una por una.
Toño golpeó al gato tantas veces que ya estábamos angustiados de que siguiera viviendo. Las niñas habían corrido a sus casas, pero Lili, sola, miraba. Y una señora salió a la puerta, con los brazos rígidos, y extendió las manos sobre el vestido.
Cuando por fin Toño puso al gato en un rincón, vivo todavía, tembloroso, un quejido mostró los colmillos blancos y afilados.
—Déjalo, no lo mates. Siquiera que se muera solo.
Un silencio total, azul de lado a lado de la calle, nos encogió en el asombro. Polo fue a su casa y trajo corriendo unas hojas de papel periódico y cubrió el rincón, y encima le echó más periódico. Pepe y Juan dijeron vámonos y Carlos agarró la pelota y nos fuimos a otra calle. No escuchamos cuando regañaban a Toño, que ya lo acusarían con su madre cuando viniera del trabajo, que ya vería: eso no lo oímos.
Por la tarde el mismo Toño llamó al ropavejero que pasaba, y el ropavejero levantó los periódicos y torció el cuerpo y la cabeza, con una mano y con la otra, del gato que apenas respiraba. Toño le ofreció un peso y el hombre lo rechazó.
Toda la noche estuvo colgada la jaula vacía en la ventana roja.
*****
Toño tiene mucho entusiasmo. Siempre ha sido industrioso y el negocio de gallinas es bueno: venderá huevos y pollitos. Las razones eran definitivas aunque su madre no quería convencerse.
Desde mi casa conté las veinte gallinas blancas, muy finas, muy esponjadas. Algunos meses después Toño ya no tenía dinero para alimentarlas. Las ventas eran escasas y producían poco, casi no había huevos y era difícil comprar un gallo, más bien, ya no lo compraría.
Desde la azotea de mi casa oí que su madre le dijo:
—Te lo advertí. Ya eres mayor, busca un trabajo. Yo no voy a darte un centavo para esos malditos animales.
Después les vació la basura de la cocina. Las gallinas regocijadas comenzaron a devorar los papeles aceitosos y las sobras de ensalada. A veces yo les echaba pedazos de pan, pero llegué a fastidiarme. "¡Bah, que se mueran!", pensé.
Días después las gallinas, sólo tres, estaban casi desplumadas, y de cuando en cuando se perseguían para arrancarse el pellejo. Con los huesos casi zafados, tambaleándose, tragaban la sangre de sus compañeras. Yo vi una, acurrucada, dejarse matar a picotazos por las otras dos. Y vi a las otras dos levantar el pescuezo y aletear, una junto a la pared, la otra sobre la alcantarilla, y no moverse durante la tormenta, hartas del último festín de carne.
Toño no se atrevió a regalarlas y las echó muertas, de noche, a un terreno baldío.
*****
Hace unos días se columpiaba en la ventana roja un changuito, y cuando se lo dije, Toño, enojado, respondió:
—Es una marta. Si la llevo a donde tienen criaderos se le va a poner el pelo blanco.
Vi a la marta, graciosa, de completo color marrón, y su cola se erguía haciendo interrogaciones y se prendía en los barrotes. Con su collar de cuero, rascándose la barriga, parpadeando sus ojotes negros, era tan bonita como el tití de la concesionaria de coches que está en la avenida Chapultepec.
—¿Es una marta? —pregunté—. Parece mono araña.
—Me aseguró el señor que es una marta. Es un señor muy rico, que tiene una casa grande. Cuando me la regaló, me dijo que era una marta.
—¿Qué nombre le pusiste?
—Pues, Marta, ¿no?
Toño abrazó a la marta y luego la puso en el hombro, y volvió al rato, después de un ostentoso paseo por la calle.
Toño me dijo que la marta saltaba de los restos del gallinero abajo y volvía a treparse. Le colgaba la correa rota y subía a los maderos y bajaba.
En otra ocasión me dijo:
—Fíjate que la marta se estranguló con la correa. Se desesperaba de estar en el patio. Y yo que quería verla blanca...
—Pero si sabes que no hay criaderos de martas en México... yo no sé de ninguno.
Un día su madre me dijo:
—No sé qué pájaro le chifla en el cerebro o qué mala entraña lo hace ser así. Desde que lo expulsaron del colegio anda sin dar pie con bola, y yo igual. Trabajo como burro. No quiero castigarlo: ya me duelen las manos de tantas bofetadas que le doy. Pero eso sí, en esta pocilga en que vivimos, ya no habrá más bichos: o se los mato o los regalo. Él no nació para estudiar. Esa alma de Judas... ¿La marta? No se lo digas, pero yo la vi vuelta una loca, cuando se suicidó.
Desde aquel entonces Toño ha andado de la Ceca a la Meca. Yo me cambié de casa. Ayer por azar lo encontré y me dijo, con su misma ingenuidad, que se iría a Laponia, que cruzaría el Polo hasta Alaska, y yo lo felicité, y me habló de una jornada con renos dorados y perros y trineos, y oseznos blancos y armiños.
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