Xochimilco es un lago de fuego
Es sábado. Son las primeras horas de la madrugada en Xochimilco. Sobre el lago puede verse a Julieta avanzar con lentitud. A unos metros, tras ella, la siguen Carmen, María y Gloria. Aunque semeja una procesión, se trata en realidad de un viaje en el que, abordadas por noctívagos, estas trajineras se internan por el enorme canal hasta perderse entre la noche líquida.
Sucesoras de las canoas prehispánicas, las trajineras siguen siendo el principal atractivo para los visitantes del lago de Xochimilco y sus más de 189 kilómetros navegables.
Estas vías acuáticas han sido testigos silenciosos de visitantes diversos: por estas aguas surcaron las naves de Hernán Cortés buscando conquistar las poblaciones cercanas a Tenochtitlán; Alexander von Humboldt, al navegar por este canal, tuvo el privilegio de perderse mientras, seguramente, disfrutaba de la sorprendente vista que los ahuejotes, el ajolote o la ninfa salmonada brindaban a su incansable curiosidad.
En la actualidad son otros personajes los que surcan por estas rutas acuosas. Familias enteras, numerosos jóvenes, parejas y turistas nacionales y extranjeros abordan diariamente una de las más de dos mil trajineras que, repartidas entre los ocho embarcaderos de Xochimilco, realizan paseos por este canal tradicional.
Dispuestos a escapar del monstruo citadino, los pasajeros de estas coloridas naves parten buscando el esparcimiento en la celebración pantagruélica, en la expedición etílica, en el devaneo amoroso e, incluso, en la extrañeza que produce visitar la isla de las muñecas, ínsula en la que numerosas muñecas mutiladas cuelgan de los árboles.
Regido por la ley de la oferta y la demanda, el costo por llevar a cabo el periplo varía dependiendo de las horas que uno decida pasar a bordo de estas embarcaciones. Aunque la tarifa por hora que aparece en la página electrónica de la delegación Xochimilco es de quinientos pesos por trajinera, se termina ajustando el precio mediante el regateo que, como se sabe, es ganado por la labia más afilada. El pago se hace de contado al encargado de las trajineras, quien recomienda la renta de al menos dos horas pues, desde su óptica, ése es el tiempo mínimo para disfrutar con calma del paisaje de los canales. Si se prefiere puede pagarse en los sitios electrónicos que algunos embarcaderos ofrecen, con la posibilidad de elegir paquetes de hasta cinco horas y media que rondan los dos mil pesos.
Si por alguna razón el bolsillo del viajero no se encuentra condescendiente, o de plano considera abusivo el importe, pero insiste en cruzar los canales, existe la opción de abordar en el embarcadero Salitre las lanchas colectivas que cobran treinta pesos por persona el viaje sencillo y sesenta el redondo.
Zanjado el asunto de los dineros, los xochinautas se acomodan a lo largo de las veinte sillas que tiene cada trajinera, cuyo costo, si se desea comprar nueva y lista para la navegación comercial, oscila entre los ochenta y los cien mil pesos (mismos que cubren los permisos expedidos por las autoridades para poder brindar servicio).
Si han sido precavidos, los pasajeros llevarán alimentos y bebidas adquiridos en el mercado de comida; si no, no habrá problema pues en el transcurso del viaje se acercarán canoas ofreciendo barbacoa, chicharrón, guacamole, quesadillas, elotes, esquites, dulces típicos, refrescos y cervezas.
Sin embargo, no siempre fue así. A principios del siglo XX las aguas del canal eran poco visitadas; las canoas eran angostas y la gente que subía a ellas tenía que permanecer de pie a lo largo del viaje. Conforme pasó el tiempo y el canal de la Viga fue clausurado, Xochimilco se convirtió en el principal sitio de esparcimiento lacustre y comenzaron a surgir fondas y restaurantes a las orillas del lago. El paisaje cambió y las trajineras con él: de tener pocos centímetros crecieron hasta alcanzar el uno punto ocho metros de ancho por siete de largo, y una altura de brazos de sesenta y cinco centímetros.
Sobre el fondo de las embarcaciones se acomodaron mesas y sillas. Se agregó un techo, primero de tela y luego de lámina para cubrirse de las inclemencias del tiempo, así como una media luna de flores naturales que formaban un nombre femenino. Después de ser bautizadas, quedaban listas para la travesía.
Así, un ejército de Marías, Juanas, Candelarias, Teresas, Adrianas y Guadalupes se adueñaba de las entonces transparentes aguas de aquel paraíso. En la actualidad, algunos de esos nombres han sido desplazados por otros en inglés, e incluso, por el nombre de la operadora de turismo que las renta. Desde entonces conservan su colorido, con la excepción de que ahora sus nombres van teñidos con una pintura acrílica que resulta más barata y duradera que las flores.
Instalado en el transporte, el viajante de estas aguas tiene la posibilidad de escuchar música en las grabadoras o bocinas que se rentan en las tiendas o vinaterías de los alrededores, o bien, si sus posibilidades lo permiten, puede contratar a los músicos que, a bordo de otra trajinera, interpretarán desde música para marimba hasta mariachi y música norteña.
Si lo prefiere, puede conversar con sus acompañantes o, mejor, con el remero de su embarcación, y de paso enterarse de las estampas más extravagantes o ridículas suscitadas en la historia reciente de este lago.
Ártico Jiménez, remador de treinta y ocho años y oriundo del barrio de San Francisco Caltongo, relata: “Desde los 11 años aprendí a remar, es más de maña que de fuerza”, dice mientras sumerge el remo de cuatro metros sin dificultad. Cuenta cómo el paisaje ha cambiado. “Hace muchos años, mi abuelo sacaba del lago pescado, ’ora nomás sacas basura, botellas de vidrio y plástico.”
Y es que el descuido y la contaminación del lago han puesto en peligro el nombramiento de Patrimonio Cultural de la Humanidad que la UNESCO otorgó a Xochimilco en 1987. Por ello, se evita que se comercialicen las chinampas en negocios ajenos al turismo ecológico.
“Se nos capacita para tratar al visitante pero a veces no se puede; cuando suben puros muchachos se embriagan y luego no se esperan y quieren orinar en el lago”, relata Ártico mientras sacude enérgico el brazo izquierdo.
Sin embargo, los viajes tienen también su lado amable. Con un vaso de tequila que le han ofrecido, la lengua del remero empieza a aflojarse: “Claro que me ha tocado de todo, algunos me invitan comida y chupe, como ahorita; aunque otros de plano ni agua, eh, no creas… Sí, como te decía, hay días, o más bien noches, en que se sacan hasta dos mil pesos, con todo y propina. En la semana está pesado porque casi no hay gente, pero cuando hay, se arma la machaca. Además puedo escuchar mariachis, que es lo que a mí me gusta. A veces ha pasado que hasta me invitan a darme las tres, pero les digo que no, si no imagínate, nos pasa como el chavo ese que se ahogó.”
Se refiere al año de 2014, cuando cuatrocientos estudiantes de entre dieciocho y veintiséis años de edad alquilaron veintitrés trajineras en el barrio de Nativitas. Con la finalidad de ir al mismo paso, amarraron cinco trajineras y una se fracturó debido al sobrecupo que llevaba; más de cien estudiantes cayeron al agua y, según reportes de la Secretaría de Seguridad Pública, sólo un estudiante de veinte años murió.
“Por eso ves que ahora está la policía ribereña patrullando en sus botes. Pero ni así… Acá entre nos, dice mientras se empuja su tercer trago, la banda sigue echando desmadre. Es más, te voy a hablar al chile: desde el mismo embarcadero se mueve la venta de droga, ahí se les acercan, sobre todo a los morros, para venderles y luego ya en las trajineras… la pura fiesta, papá.”
Respecto a la venta de droga, el jefe delegacional, Avelino Méndez Rangel, ha declarado a los medios que se ha detectado la comercialización de sustancias prohibidas en los embarcaderos de Nativitas y Caltongo. Reconoce también que la mitad de la población xochimilquense se ve afectada por la venta de droga, la cual es manejada por el cártel de Tláhuac.
“Es como todo, cuando vas con familias está tranquilo, los llevas a las chinampas, a sus invernaderos, al Museo del Ajolote o, si son más valientes, a la isla de las muñecas, que te digo una cosa: si vas a gastar para ver algo bueno, así cultural, mejor espérate a noviembre, cuando se hacen las procesiones y se puede ver La leyenda de La Llorona. Se pone muy concurrido. Más cuando oscurece. Todas las trajineras llevan sus veladoras encendidas. Todo el lago se ilumina, hasta parece de fuego.”
Antes de bajar de la trajinera y terminarnos los tragos, Ártico me cuenta la ocasión en que, una madrugada, cierta pareja le pidió que los llevara a un sitio lejano y silencioso. “En cuanto vieron que estábamos lo suficientemente lejos de los demás se abalanzaron: agarraron de hotel la trajinera sin importar que yo estuviera viéndolos desde una chinampa y a tan sólo unos metros. Andaban bien calientes.”
Héctor Ríos González (Ciudad de México, 1974). Escritor y editor. Licenciado en Letras Hispánicas, especialista en literatura mexicana del siglo XX por la Universidad Autónoma Metropolitana. Fue becario de FOCAEM (2013). Es docente investigador de literatura en el Instituto de Educación Media Superior. Dirige la revista ¡Emergencia! Narrativas Inestables.