Cuando la vieja entró en la sala de espera, un horrible olor a barbacoa invadió el consultorio. El tufo de la mujer me provocó náuseas y empeoró mi dolor de cabeza. Me preguntaba por qué algunas personas lograban expedir con tal destreza humores asquerosos tan temprano en la mañana. Y una vez más, cómo me convenció mi prima de ir con ese ginecólogo que tenía fama más bien de curandero. Para colmo, su consultorio estaba en un lugar horrible del centro de la ciudad que yo ni conocía; simplemente no eran mis rumbos. Al ver entrar a la anciana y sentir su hedor, tuve claro que me encontraba en el lugar equivocado y que debía partir lo antes posible.
La sala de espera era un cuarto pequeño donde, además de un escritorio que hacía las veces de recepción, sólo había un par de sillas baratas de plástico, un viejo sillón de mimbre y una palmera de plástico quemada casi por completo por los rayos del sol. Un par de diagramas sobre el ciclo menstrual que colgaban de la pared y un buró con revistas completaban la escena.
La mujer avanzó lentamente hasta el sillón ubicado justo bajo la ventana que daba a la calle. Yo estaba en una de las sillas leyendo sin interés un folleto sobre las píldoras anticonceptivas mientras veía de reojo a la vieja. Desde que entró, ella me había observado, pero no me dirigió la palabra hasta que estuvo sentada y se acomodó la falda. Con fuerza y con una voz que me pareció amarga y violenta me dijo: ¡Buenas! Yo no respondí, simplemente me quedé callada. Yo no tenía ganas de conversar con ella, llevaba esperando al doctor más de diez minutos, no me sentía bien y lo único que quería era irme. ¡Qué asco de veras!, pensé. ¡Aish, gente mugrienta!
La mujer no me quitaba los ojos de encima, y ni el doctor ni la recepcionista se habían aparecido. A mí me estaba entrando la desesperación, y aunque no sabía qué hacer, abrí mi bolsa y eché los cigarros, las llaves y el celular, para estar lista e irme en cualquier momento. Faltaban nueve minutos para las 10:00 y decidí esperar hasta esa hora para tomar una decisión. La verdad era que sí me urgía ver al doctor para salir de dudas. Ya había llegado hasta ahí y quizá lo mejor era aguantarme.
Mi cabeza estaba aún elucubrando argumentos que me hicieran soportar el olor y ser paciente, cuando escuché de nuevo su voz.
—¿Eres de Cadereyta, verdad m’ija? —preguntó.
La inesperada pregunta, al igual que la confiancita con la que me habló me irritaron. —¡Claro que no! —respondí a secas y comencé a hojear una revista TVyNovelas. Pero la mujer insistió como queriendo hacer plática. —¿Segura que no eres de Caderyeta? A mí se me hace que sí.
—¡Ya le dije que no soy de Cadereyta. Yo soy de aquí de Monterrey! —le respondí así medio fuerte, como para que ya no me preguntara nada—. ¡Yo ni conozco!
Pero lejos de lograr mi objetivo, la vieja se acercó a la parte del sillón que estaba justo a mi lado y dijo:
—Pues deberías, chula, Cadereyta es un pueblito precioso. Yo vivía ahí.
Yo me ataqué de la risa y ahora sí, de manera grosera, le respondí: —¡Ay Señora, por favor! ¡En Cadereyta no hay nada, nadie sabe dónde está ese pueblo! Lo único que se conoce de Cadereyta es la caseta de cobro de la autopista que va a Texas, esa que debemos tomar cuando vamos de chopin al Otro Lado.
La vieja decidió no continuar con la conversación y la sala se quedó casi en silencio durante unos minutos. Detrás de la puerta que conducía al consultorio se escuchaban ruidos que no esperaba, como si movieran los muebles de un lado al otro. Yo estaba histérica. La peste y la discusión me habían puesto de muy mal humor y lo menos que se me antojaba era irme a trepar a un aparato y abrir las piernas para enseñarle mi sexo a un pinche viejo loco que ni conocía. Le dicen el valiente, me había dicho mi prima cuando me lo recomendó, pero no quise saber por qué. ¡Valiente quizá, pensé, pero puntual, ni madres!
Saqué un cigarro y aunque había un letrero de No Fumar, lo encendí. Inmediatamente la mujer me fijó la mirada de nuevo y cuando pensé que me pediría apagarlo, dijo:—¡Usted es lo que mi amiga María Chuya llamaba la típica güerquilla del gorrito!— Y luego añadió una frase absurda e incoherente que me dejó perpleja: —La carta número 13. Ponle su gorrito a la nena, no se nos vaya a enfermar.
Yo me le quedé viendo esperando una explicación. Ella en cambio agachó la cabeza y comenzó a buscar algo dentro de su bolsa. De repente, sacó de un frasco blanco un par de chochitos homeopáticos que se tragó con una facilidad envidiable. Abriendo la puerta del consultorio, el doctor interrumpió mis reflexiones.
—Buenos días —dijo.
—Buenas —respondimos ambas.
Sorprendido, supongo que por el olor a cigarro y a barbacoa que había invadido la sala de espera, titubeó un poco antes de explicarnos que tendría que retrasar las consultas veinte minutos más. Según él, una fuga de agua había contaminado algunos de sus instrumentos y esterilizarlos tardaría más de un cuarto de hora. Sin darnos tiempo a réplicas o preguntas, el médico desapareció de nuevo detrás de la puerta.
Al escuchar eso, me sentí completamente ridícula. No sólo tenía que aguantarme la peste y las loqueras de la vieja; no sólo me había levantado más temprano para estar como mensa esperando a que un puto doctorsucho me meta el dedo en la puchi; sino que además, ahora tenía que rezar para que el cabrón no me fuera a infectar con un pinche virus proveniente de la cañería.
Me dieron ganas de llorar y en verdad estaba a punto de irme, cuando la señora comenzó a hablar: —Un día al pasar otro 13 como tú, un gorrito, obtuve un viaje a Monterrey que cambió mi vida para siempre—. Yo estaba convencida de que a la viejilla le faltaba un tornillo; sin embargo, había algo en esa historia de gorros y treces que me intrigaba, y por qué decía que yo encajaba en esas categorías. Pensé que a lo mejor tenía que ver con lo de mi horóscopo y que la señora de la peste era en realidad una adivina de esas raras que hay en los ranchos. Ya me conoces, soy una curiosa Escorpión, y por eso me quedé.
—A ver, explíqueme cómo está eso de los gorros, porque no le entiendo nada—dije así como que no me interesaba mucho el asunto.
La vieja se enderezó un poco y me sonrió enseñándome su dentadura amarillenta.Me miraba con ojitos de no que no querías saber nada y se inclinó hacia mí, como queriéndome contar un secreto. Inmediatamente saqué de mi bolsa unas pastillas contra el mal aliento y me eché una a la boca con la esperanza de que ella siguiera mi ejemplo. Para mi fortuna, ella aceptó agradecida.
Mientras esperábamos al doctor, me contó que era originaria del centro del país, pero que en los años ochenta se fue al pueblo ése de Cadereyta en busca de trabajo. Como el país atravesaba por una de las tantas crisis económicas, los familiares que vivían ahí le prometieron ayudarla.
—Era una época difícil —decía—, por eso no me quedó más remedio que ponerme a vender nopalitos a los automovilistas que pasaban por la caseta de cobro de la entonces nueva autopista Monterrey-Reynosa.
Trabajando en esta caseta conoció a María Jesusa, una de las primeras empleadas de la caseta de cobro. La Chuyita, como le decían en el pueblo, no era ni muy bonita ni muy inteligente, pero era hábil para las cuentas.—Desde niña había trabajado en comercios y mercerías, y eso la había hecho buena para los números—, me explicaba la vieja.
A Chuyita su trabajo le parecía simplemente una porquería. Se quejaba de que los coches se detenían tan poco tiempo en la caseta, que no tenía oportunidad de conversar con los conductores. Además, la mayoría de ellos o iban de mal genio por tener que pagar o apresurados y molestos por haber sido detenidos. Muchas veces ni los Buenos días le correspondían.
Era un trabajo duro y aburrido —me decía la señora—, ni siquiera con los compañeros podía ella establecer una verdadera amistad, pues se la pasaban en su cabinita concentrados cobrando el peaje y haciendo cuentas. Además, cuando no eran horas pico, pues simplemente cerraban algunas casetas y los colegas regresaban a sus casas. La Chuyita quería dejar el puesto, pero su mamá estaba enferma y las medicinas eran muy caras, por lo que no podía darse el lujo de quedarse sin trabajo. Conmigo —decía la señora como excusándose— sólo platicaba durante los 45 minutos que tenía pa’comer.
María Jesusa era mucho más joven que yo—decía la doñita—, tendría hoy unos veinticinco o veintisiete años, yo creo que así como tú más o menos. Al oír esta comparación, la viejilla comenzó a simpatizarme; me había quitado unos cuantos añitos de encima, y pues, aunque oliera feo, al menos era alivianada.
—Ella era…¿cómo te explico?—decía—, ¡sí, como Tatiana! ¡Ándale, como Tatiana!
—¿Cómo Tatiana, la cantante? —le pregunté.
—Sí, haz de cuenta como ella, una persona buena, muy sencilla, que sonreía todo el tiempo y que tenía amigos y eso, pero por dentro era una joven triste, solitaria. La Chuyita sufría por dentro.
En ese momento, la señora me dio ternura, porque luego me comentó:—Ella quería ser alguien importante, salir lejos, aMonterrey, por ejemplo. Uno de sus sueños era convertirse en la jefa del área de perfumería en la tienda Liverpool o trabajar como recepcionista en uno de esos grandes hoteles de lujo del sur de la ciudad—. ¡Cositas, qué tierna, pobrecita!
Ya habían pasado los veinte minutos prometidos, y el doctor ni sus luces. Seguíamos solas en la sala de espera, y el olor de la mujer iba desapareciendo o quizá era yo la que ya ni olía nada. Eran casi las 10:30, encendí un segundo cigarro y antes de que yo pudiera decir algo, la mujer continuó hablando.
Un día, mientras trabajaba en la caseta de cobro, Chuyita escuchó en la radio que el cosmos se regía por fórmulas secretas que determinaban nuestro futuro. Estas fórmulas no podían ser modificadas, pero si se hacía un esfuerzo serio y constante, sí podían ser identificadas. Y lo mejor, según dijeron en el programa dedicado a la astrología, era que todos teníamos a nuestro alrededor las herramientas para descubrir estos códigos secretos que nos gobernaban.
La Chuya era una mujer creyente; desde hacía varios años asistía cada domingo a misa y pedía al Señor un milagro para que cambiara su suerte y poder salir de Cadereyta. Pero el Señor parecía estar ocupado y Jesusa perdía la paciencia. Por eso, al escuchar a la astróloga en la radio, decidió tomar al toro por los cuernos e intentar descifrar el códice oculto que le revelaría su destino.
La vieja me contó que durante dos meses, María Jesusa anduvo investigando discretamente sobre las técnicas de adivinación y brujería que se conocían en el pueblo. Resultó que una señora del barrio utilizaba la lotería para descubrir las intenciones del corazón.
—¿La que se compra cada semana?—pregunté dudosa.
—No, m’ija, la lotería tradicional, con sus cincuenta y cuatro cartas que el gritón va cantando y vas marcando en la tarjeta, hasta que haces una línea de cuatro imágenes y ganas.
—Ah, claro—me dije, y recordé que hacía tiempo que no había visto siquiera ese juego de mis primeros años.
La vecina—siguió la doña—estaba convencida de que cada imagen había sido asociada por nuestros ancestros con un conjunto de cualidades humanas, y si se tenía el “don” de la adivinación, las cartas podían ser reveladoras. La señora decía que todos los elegidos recibían una señal divina en un momento dado, y en el caso de la Chuya, ésta había llegado a través de la radio. Por eso la veía como una digna sucesora de su arte adivinatorio y animó a Chuyita a usar las cartas de la lotería para crear su propio sistema para conocer el futuro. Eso sí, para no equivocarse en la interpretación, le recomendó encomendarse siempre a la Virgencita de Guadalupe. Tras varias semanas de meditación, María Jesusa logró desarrollar un complicado sistema para entender la realidad y el porvenir a través de las cartas de la lotería.
Mira, m’ija, te voy explicar el método de la Chuya, pon mucha atención—me decía la vieja—. Cada mañana barajaba muy bien el mazo de cartas y al azar, pero con cuidado, sacaba cuatro de ellas y las acomodaba en orden frente a ella. Estas cuatro constituían una especie de combinación mágica que la Chuyita comparaba con los automovilistas que pasaban por su caseta, obteniendo una fórmula que le ayudaba a predecir su futuro. Según ella, y siguiendo las enseñanzas de la ve- cina, cada uno de los conductores que pasaba por el peaje podía ser clasificado con alguna de las 54 cartas.
Por ejemplo —decía la vieja—, imagínate que en una de ésas se barajan y salen las cartas 23-41-21-4, es decir, las que tienen las figuras: luna-rosa-manocatrín, ella anotaba los números en orden en un papelito y se los llevaba a la caseta. Durante todo el día se la pasaba observando a los automovilistas y esperaba a que un luna, que siguiendo su código era un chofer adormilado, pasara por ahí. Al identificar a este luna, se ponía atenta, porque si el siguiente conductor era una chica joven pero humilde, es decir, una rosa, que aparece en la carta número 41, el cosmos le dejaba entrever ya un poco de su destino. Imaginemos que el conductor siguiente fuera una rosa y el tercero un mano larga, como le decía a los narcotraficantes que pasaban por ahí en sus camionetotas con vidrios ahumados. Entonces, Chuyita se ponía toda nerviosa pues ya sólo le faltaba la cuarta carta que era, al fin de cuentas, la más importante. Si el catrín pasaba conduciendo el siguiente vehículo, la serie de cuatro se había cumplido y eso significaba que esta última carta traía un mensaje secreto que marcaría su destino. En este caso querría decir que un hombre guapo y atento se cruzaría en su camino.
Pero si la última carta hubiera sido una araña y efectivamente una mujer pretenciosa y grosera pasaba la caseta, intentando pagarle menos, eso significaría que en un futuro habría una mujer en su vida que le traería grandes males.
Como verás, su estrategia no era sencilla—decía la señora—, pero la Chuya estaba convencida de que su sistema funcionaba.
—¿Eso quiere decir que tenía un código para cada uno de los conductores que pasaba?—, le pregunté de una manera que parecía burla, pero en realidad yo estaba medio atarantada con tanta fórmula.
—Sí, mira, fíjate, si pasaba alguien que no dejaba de platicar con su copiloto, era la carta 24, es decir el cotorro.
—¿Y si pasaba un señor del pueblo, un ranchero cualquiera?
—¡Pues el apache, con pantalón y huarache!
—¿Y si fuera una señora vieja?
—¿Una vieja vieja así como yo? Entonces sería el arpa, no ves que: l’arpa vieja de mi suegra, ya no sirve pa’tocar. Pero si fuera hombre sería el tambor: no te arrugues cuero viejo que te quiero pa’tambor.
En lugar de limitarse a contestar mis preguntas, la ñorita se echaba la cancioncita que normalmente se usa en el juego de lotería cada vez que se saca una baraja.
A mí me hacía gracia, pero me desesperaba.
—¿Y si fuera un artista? —pregunté.
—Estrellita marinera, no dejes de brillar.
—¿Y qué tal que pasara un niño fresa o un maricón?
—El pino: fresco, oloroso y en todo tiempo hermoso.
—¿Y si fuera el chofer de una ambulancia?, dije medio desesperada.
—¡Ah, esa es una difícil! Chuyita decía que los enfermeros, rescatistas, bomberos y todos los que trabajan en los servicios de urgencias estaban ligados con la imagen de la Calavera. Al pasar por el panteón, me encontré a la calavera.
—¡Bueno, ya, a ver! Y si pasaba un pinche gordote narco y maricón, manejando un tráiler, ¿qué?
—Mira, la Chuyita decía que el destino era canijo y no siempre se dejaba espiar, por eso a veces las señales eran claras y, a veces, más difíciles de descifrar. De todas maneras, ella decía que cada quién debía crear su propia lógica al clasificar a las personas, pero siempre siguiendo las 54 cartas. La cuarta carta era la más importante, por lo que tenía que ser interpretada con mucho cuidado. La clave de todo, decía, estaba en ser coherente y constante y echarse un padre nuestro y un avemaría antes y después de barajar las cartas cada mañana.
La vieja hizo una breve pausa, se tragó los restos del dulce que acababa de morder y continuó su charla:
Como yo vi bien convencida a la Chuya, empecé a hacer lo mismo con los clientes que se paraban a comprar nopalitos. Ella y yo competíamos a ver a quién le salía primero la formulita de cuatro. Un día me salió una que terminaba con la carta del pájaro, la número 20, que según el código que desarrollé con la ayuda de la Chuya, eso significaba un viaje para mí o para alguno de mis familiares. Yo estaba muy nerviosa, pues la carta anterior había sido un gorrito como tú, y mientras yo estaba con una chica de Monterrey, así media finolis, un hombre con una maleta se acercó a comprarme dos bolsitas de nopales y me comentó que se iba de vacaciones. Pajarito si te vas, no me olvides atrás, repetí en mi cabeza. Las dos estábamos contentísimas; sabíamos que el código de cuatro se había cumplido y que dentro de poco mi vida o la de la gente que me rodeaba cambiaría. Tres días después, mi hermano consiguió un puesto de conserje en una escuela técnica en Monterrey y nos vinimos todos para acá.
La Chuyita estaba más entusiasmada que nunca, ahora tenía la prueba de que su método funcionaba y lo único que necesitaba era tener paciencia y esperar que el cosmos le revelara su destino. El día que me fui, nos despedimos casi llorando pero contentas, y prometimos que nos escribiríamos de vez en cuando.
Durante las semanas siguientes a mi partida, yo le escribí un par de veces e incluso pasé por la caseta en una ocasión y aproveché para saludarla. Unos meses después recibí una carta de la Chuya donde me decía que estaba triste y preocupada pues sabía que iba a morir. Las cartas estaban echadas y la número 40, el alacrán, le había ya revelado su destino. Las dos sabíamos que esta carta, junto con la calavera y la muerte, eran señales claras de que pronto se haría un viaje al cementerio, sólo que la número 40 era también símbolo de mucho dolor y sufrimiento.
¡La viejita tenía los ojos inundados, con las lágrimas a punto de salírsele! Y pues ya te imaginarás yo, con lo llorona que soy, pues también casi chillando, cuando escuché al doctor antes de verlo:—Señorita Rosales —me dijo—, por favor, acompáñeme.
¡Ay, no mames! ¡Estaba con los nervios de punta! Te juro que con la muerte de la Chuya y mi descubrimiento de poder de la chalupa y el pescado, no tenía absolutamente nada de ganas de ir a platicarle al pinche valiente ése los problemas que tenía entre mis piernas.
Mientras me levantaba de la silla, entró corriendo una mujer a la sala de espera, venía sudando y agitada. Tras saludar con un Buenos días carrereado, pidió disculpas al médico por el retraso excusando un problema de tráfico.
—Buenos días, no se preocupe, tuvimos un problema de drenaje en el consultorio y apenas voy a pasar a la señorita Rosales —dijo el doctor y, dirigiéndose a la viejita, añadió: —Señora Hernández, aproveche que ya está aquí la enfermera para que le tome sus datos, que siguen incompletos en nuestro registro.
Unos segundos después, como desfasada, la vieja dijo con una voz seca y profunda: ¡Lotería! De súbito, me pareció ver que su rostro se desfiguraba en una mueca, con angustia me pregunté si en cualquier momento se pondría a gritar. Su miedo, casi pavor, me entró en el cuerpo, y no me atreví a decir nada más. Caminé entonces tras el doctor hacia la puerta del consultorio.
—¡Gorrito!—la escuché gritar detrás de mí—, me llamo Jobita Hernández, cuando quieras ven a saludarme. Vendo barbacoa en las mañanas aquí a dos cuadras, y en las noches tacos de trompo nomás enfrente.
Yo me volví a verla, estaba de pie y un par de lágrimas habían comenzado a caer por sus mejillas. Sonreí asintiendo y avancé hacia la oficina del médico.—Pero ve pronto—insistió—, porque como todos los días hoy he echado de nuevo las suertes y parece ser que otra vez alguien se irá de viaje. Hoy saqué un 53-13-12-42.
La inspección del médico fue relativamente rápida. Revisó mi útero y vagina. Estaba embarazada desde hacía dos meses, pero pronosticaba serias complicaciones. Yo repetía y repetía en la mente los números que la viejita me había dictado intentando recordar las figuras de la lotería que correspondían a cada uno de ellos. Temía que la información del médico coincidiera con las cartas y con la premonición de la vieja. Me preguntó acerca del padre y le dije que te habías ido, que no volverías y que nada sabrías de esto. El médico me recomendó volver muy pronto con una decisión clara. Él podría ayudarme pero los riesgos eran altos. No logré recordar ninguna de las imágenes de la lotería.
Al salir, constaté que Jobita había partido. La enfermera, que era también la recepcionista, me dijo que la señora había cambiado de parecer y prefirió no consultar al médico. Mis sospechas se confirmaron, la angustia se apoderó de mí.
Salí corriendo al coche y comencé a circular lentamente por las calles del centro de la ciudad, buscando una mercería o algún otro lugar donde pudiera comprar un juego de lotería. Encontré una tienda abierta, me detuve en doble fila y bajé corriendo a comprar el juego de cartas.
Ya en el coche, de manera impaciente repetí la fórmula: 53-13-12-42 y busqué las imágenes: arpa-gorrito- valiente-calavera.
—¡Lotería!—pensé y comencé a llorar, a llorar lo simple que era el destino.
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