Si bien es cierto que en el panorama de la poesía actual de México —considérense, digamos, los últimos cinco años— impera la dispersión no sólo entre los creadores, sino dentro de la obra misma de cada uno de ellos —propiciando, en consecuencia, un escenario inconsistente y débil para la creación y difusión del trabajo más reciente de las letras nacionales—, también es cierto y oportuno señalar los aciertos alcanzados por algunos poetas en este breve periodo.
Iniciamos con El cristal, obra de impecable factura, de Jorge Fernández Granados (1965) que en el año 2000 apareció bajo el sello de la editorial Era. Aquí, Fernández Granados, a la vez que define su propia voz —limpia, en un medio tono que ocasionalmente se exalta, pero sin perder la mesura—, revitaliza la poesía mexicana escrita en prosa otorgándole diáfanas e inteligentes imágenes, así como un lenguaje más rico y elaborado, al mismo tiempo que claro y fluido, ajeno de asperezas y ambiciones pedantes. El acierto de El cristal se halla en la luz que mana, despacio, conforme la respiración avanza, con cada una de sus palabras sobre la realidad entrevista, develada por el poeta: “Lo que pasa y lo que alumbra, abuela, el peso de una piedra entre las manos, la herida que nos hace transparentes.”
Dos años más tarde —y diez respecto a su anterior trabajo, De lunes todo el año— la misma casa editorial publica Alguien de lava, de Fabio Morábito (1955). La templanza y la llanura son, quizá, las mejores condiciones que definen la obra poética de Morábito; habitada por el apacible ritmo del paseante o el sencillo y elocuente vuelo de un ave, los versos se hilvanan en la elevación justa del monólogo, en la quietud que se logra —nos dice el autor— cuando se está a la escucha. Y tal vez es ésa la belleza de Alguien de lava: urdirse en silencio mientras el mundo duerme y es ella, la escritura, la única lámpara encendida en medio de la noche.
Participando del gusto —al igual que Jorge Fernández Granados y Fabio Morábito— por las palabras justas, libres de afectaciones, luminiscentes, Coral Bracho (1951) fragua en Ese espacio, ese jardín (Era, 2003) una delicada red de música y cálida luz (rojos, sepias, lilas) para aprehender el breve momento en que la vida le muestra su secreto; y aún más, el acto mismo de reconocerlo verdadero, inevitable: “Esa quietud que se ahonda entre las cosas, esa embriaguez. / Ese meollo asible de hacinada ternura, / ese delgado / envés. / Los muertos vuelven también allí. / De allí nos miran; nos reflejan. Nos orillan / a ver.” Ese espacio, ese jardín: amorosa estancia en que la voz poética funde y permanece.
También es cierto y oportuno —decía— señalar los aciertos obtenidos recientemente. Y lo más cercano es, sin duda, Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005) de María Rivera (1971). Obra galardonada en 2005 con el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes y que ahora merece detenernos más que brevemente, porque Hay batallas representa —como veremos adelante—, junto a El cristal, Alguien de lava y Ese espacio, ese jardín, la última posición seria y comprometida con la escritura poética de la literatura mexicana.
En Hölderlin y la esencia de la poesía, Martin Heidegger presenta la tesis según la cual es poéticamente como el hombre habita esta tierra y consigue el reposo infinito en ella (se ha consultado la traducción que Samuel Ramos hizo al español de este texto y que el Fondo de Cultura Económica publicara —junto con otro ensayo del mismo autor, El origen de la obra de arte— en 1958 con el título de Arte y poesía). Y este habitar poéticamente el mundo —dice Heidegger— es ser tocado por la esencia de las cosas, ser presencia en medio de ellas entendiéndolas, poseyéndolas. Para lo cual el diálogo —la poesía— es el acontecimiento que dispone la más alta posibilidad de lograrlo, instaurando no solamente la existencia del hombre, sino garantizando que éste pueda ser histórico, permanente. Sin embargo, sólo hasta que el tiempo irrumpe en presente, pasado y futuro —que es decir: hasta que el tiempo es— hay la oportunidad de unificarse en algo permanente. Pero, ¿quién —pregunta Heidegger— capta en el tiempo que se desgarra algo permanente y lo detiene en una palabra? Seguramente aquel que puede decir, como María Rivera en Traslación de dominio —su primer libro—: “miro la flor de la memoria, / indestructible, / crecer en mí cada noche.”
Porque Rivera sabe que los nombres de las cosas, que las palabras que poseen lo más puro y oculto de ellas están perdidos en algún lugar, es que realiza la vital empresa de buscar y crear desde los límites vacíos del lenguaje “la escritura que la vida / debió emprender para salvarnos del olvido”. Porque sabe lo profundo y severo que es el olvido, es que lleva a la palabra la esencia de las cosas, que funda lo permanente en el tiempo; y porque sabe que la poesía es la más alta posibilidad de ser hombre y habitar el mundo, es que instaura la memoria.
Si en Traslación de dominio (FETA, 2000) la memoria es una fuga, una huida aterrada ante la insoportable falsedad de la realidad, es en Hay batallas que las preguntas y los atisbos del anterior trabajo encuentran una relación firme y estable para ser develados. Así, la voz de Rivera —depurada, sincera— en un acto casi artesanal, ordena los nombres y llama a las cosas, al mundo, por primera vez por lo que son. Entonces la memoria es una generosa flor de luz, un pequeño árbol de cristal incandescente que nace sobre la frente del poeta cada vez que éste nombra lo más puro y oculto de esta tierra: de sí mismo. Aquí, un ejemplo bellamente logrado en pos de lo dicho: “…herida, la palabra herida trastabilla. El petirrojo de / su corazón, al posarse sobre la página, desprende una / roja polvareda, un aleteo púrpura de ruinas.”
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