El sol comenzaba a calentar mi cabeza, pero preferí permanecer alerta en medio del alboroto vespertino de la plaza principal de Oaxaca. Sin embargo, no las pude reconocer a primera vista por una sencilla razón, había personas y cosas más llamativas entre ese bullicio. ¿Quién prestaría atención a un par de mujeres camufladas en sus menudos y morenos cuerpos? Ni siquiera yo que llevaba las precisas instrucciones de buscar a “mi tía y su amiga en la entrada de la catedral”. Así que fueron ellas las que me encontraron parada frente a la puerta principal de aquella mole que tienen los oaxaqueños por catedral. Durante ese primer contacto con Arabela y Lucila, no me percaté de la finísima percepción desarrollada por esas dos mujeres que caminaron directamente hacia mí apenas llegaron al punto de reunión y que llevaban unas instrucciones tan concretas como las que debían orientar mi búsqueda: “encontrarán a mi amiga en la entrada de la catedral, es la amiga con quien trabajo”. Más tarde el recuerdo de ese santo y seña nos haría reír a costa de la autora: Janis, sobrina de Lucila. Realmente yo confiaba en que fueran ellas quienes me reconocieran porque mi lógica dictaba que debía ser fácil advertir a una chica que, aunque Janis no se los haya aclarado, suponen mexicana y que anda de vacaciones en periodo no vacacional. Si aquí los únicos enmochilados son esa raza a la que llamamos turistas y que tienen un aspecto tan peculiar que ya forman parte de la geografía folklórica de Oaxaca.
Al parecer no les costó ningún esfuerzo distinguirme, pero no fue por la mochila o mi faz morena, fue según Arabela “por esa carita de orfandad que ponen los que no saben si esa noche dormirán entre gente amigable o entre alacranes”, aparte de la melena revuelta que anunciaba las cinco horas de autobús desde la Ciudad de México.
Esa tarde lo primero que me sorprendió de ellas fue la coordinación tan metódica que entre ambas manejaban, conscientes de la perplejidad del prójimo. Después de las presentaciones y saludos, Arabela, con una espontaneidad inusitada, levantó mi mochila y se la echó al hombro, y Lucila tomó la chamarra que yo sujetaba con una mano. Apenas iba a abrir la boca para decirle a Arabela que yo podía hacerme cargo de la pesadísima mochila, Lucila se adelantó a la palabra sugiriendo que yo debía estar hambrienta y preguntó si antes de partir de la ciudad quería comer algo. Sin darme tiempo a decir nada Arabela inició la marcha. Realmente no tenía un hambre devoradora pero acepté con gusto caminar hacia el mercado Benito Juárez y empacarme la mitad de una clayuda con asiento y cecina que compartí con Lucila, una jicarita de tejate y rematar con una nieve de tuna y leche quemada en el puesto de Chagüita. Durante la comida ambas se mostraron platicadoras y atentas, cada una a su muy especial manera, claro; Arabela era quien más me provocaba observarla, aunque era de estatura más baja que la mía (1.55 metros más o menos) tenía un cuerpo robusto y vigoroso. De hecho todo en ella causaba una impresión de fortaleza: su rostro, su voz, su trato, emanaba un aura de tal invulnerabilidad que me incitaba a abandonar mis más elementales estrategias de sobrevivencia. Caí en la cuenta de que mi contemplación estaba siendo evidente, así que volví el rostro hacia Lucila y me concentré en su voz que en ese momento repasaba anécdotas de una Janis-niña. Tal vez era el sopor que provocaba Oaxaca en mi cuerpo, porque una vez enfocada mi vista y atención en Lucila, no pude despegar la mirada de ella el resto de la tarde. Lucila era la antítesis de Arabela; ella era toda fragilidad, cada movimiento de sus livianos miembros parecía estar sostenido no por músculos y huesos, sino por el aire mismo que le impregnaba una cadencia que desafiaba las leyes físicas de la gravedad, tenía el don de aparentar un retraso de reacción de unos cuantos segundos. Parecía una reproducción de mujer a escala, hasta el hilo que tenía por voz corría el riesgo de romperse en cualquier insospechado momento, también son como largos hilos sus cabellos que no alcanzaron a ser del todo oscuros. Mi absorbente caracterización mental se vio interrumpida por la voz de Arabela que señaló la hora y la conveniencia de encaminarnos al transporte; a eso de las seis con el estómago hinchado de comida nos dirigimos a la parada de taxis colectivos que van a Suchimilco, un pequeño pueblo alejado unos quince minutos de la ciudad de Oaxaca. La comida, un naciente cansancio, la calidez y debo reconocerlo, la curiosidad que me producían Arabela y Lucila, me relajaron a tal punto que casi olvidaba el motivo de mis forzadas vacaciones. Justo antes de que el taxi avanzara sobre el camino de terracería comenzaron las advertencias de lo que me esperaba, entonces Arabela y Lucila se descosieron en una lista de: —Aquí no hay tubería, el baño es a mentadas de madre, a jicarazos —aclaró Lucila, el agua se saca de un pozo, los víveres se tienen que comprar hasta Oaxaca, los tendajos no tienen nada y lo poco que ofrecen lo elevan tanto de precio que no merece la pena comprarlo, la gente solía ser muy chismosa y medio mañosa así que yo pasaría por una sobrina o ahijada o “lo que fuera pero que fuera de la familia”... Y antes de que continuara el listado interrumpí: —No se preocupen, Janis ya me había platicado, para mí está bien, me gusta la vida sencilla. Apenas terminé la frase cuando Arabela con su natural voz de mando ordenó al chofer: —Pasando las vías por favor. Llegamos más rápido de lo que yo suponía, habrían transcurrido unos escasos quince minutos desde que salimos por completo de la ciudad de Oaxaca hasta ese momento. El carro se paró frente a un portón negro. —Aquí es —comentó Lucila. Mientras Arabela pagaba el trayecto, Lucila y yo bajamos del taxi. Fue Arabela quien hizo girar el cerrojo, empujó la puerta y me cedió el paso hacia un amplio patio descubierto. Allí adentro no había más luz que la de las estrellas.
—No hay luz otra vez —dijo Lucila. Entramos a la construcción que yo distinguía como uno de dos cuartos hechos con ladrillo gris y me sorprendió escuchar una voz infantil. La vocecita dijo: —Ya llegaron. Y otra que a manera de respuesta exclamó: —¿Sí trajeron a la muchacha? Voz que Lucila aplacó con un —No se pregunta eso, primero se saluda, “buenas noches”, se dice. —Buenas noches. Escuché sin reconocer los rostros en esa penumbra, sin más dije: —Hola, buenas noches. Al tiempo que mis pupilas se adaptaban a la semi oscuridad, fui reconociendo el lugar: un sillón al fondo, junto, una mesita repleta de muñequitos de porcelana tosca, una canasta enorme copeteada con ropa, mochilas tiradas, dos sillas completamente diferentes y los niños: una niña envuelta en una sábana descolorida y un niño que nadaba en un short verde brillante (la prenda perteneció a Arabela cuando jugaba futbol femenil). —Pues ésta es la casa, acomódate, puedes dormirte en la cama —dijo Lucila. —Gracias —respondí y agregué: —Espero no causar muchas molestias. —No, ¿cómo crees? —dijo en un tono dulce Lucila, totalmente dueña de su “amacasés”. Creo que en ese momento cobré de nuevo el sentido de mi realidad, o sea, el sentimiento de angustia, culpa y ansiedad me abrazó completa. Allí, en el umbral de la puerta de la casa de un par de mujeres que sin deberla ni temerla, en la más absoluta inocencia me ofrecían su cama y su seguridad.
Después de dos horas más de plática alumbradas por la flama de un gastado quinqué, nos fuimos a acostar. Creo que yo pasé más de tres horas en vela, pensando y tratando de decidir, bueno, aparte de que definitivamente ir a la cama a eso de las nueve y media no era muy usual para mi organismo. ¿Por cuánto tiempo podría permanecer oculta en esta casa sin parecer fugitiva, paranoica o peor, una mentirosa? Algo era definitivo, no le diría a este par de mujeres la causa exacta de mi presencia en su casa. Sonaba bastante macabro pero no quedaba de otra. Además, ¿qué podría decirles que se oyera, razonable? “Estoy haciéndome la desaparecida, pero no tengo claro de qué o de quién”. O “alguien a quien quería mucho posiblemente me haya metido en un gran lío, aún no lo sé”. No. primero debía ordenar mis ideas. Organizar mis odios y amores, activar mi sistema de supervivencia que hasta ese día había dejado mucho que desear.
Al despertar, mi cuerpo anunciaba un descanso profundo, pero la inquietud continuaba picándome la cabeza. No había nadie más en la habitación, ni niños, ni mujeres. El sol parecía agarrar vuelo a través de la ventana. Me desperecé y caminé hacia la puerta. Reconocí el olor a leña. —¡Ah, el campo! —exclamé. —Sí, aquí hay bastante —una voz apenas familiar me respondió. Era Arabela. —Buenos días. ¿Qué hora es, ya es muy tarde? —dije. —Tarde, tarde no, serán como las ocho, ocho y media—contestó Arabela. —Ah —dije. —Vente, ya está el desayuno —dijo Arabela, quien se encontraba enfundada en un short y una playerota. Caminamos hacia una palapa hecha de carrizos con techo de paja, estaba en medio del terreno amplio y polvoriento, también pude observar por vez primera el pozo. En la palapa, que funcionaba como cocina, estaba Lucila con ambas manos ocupadas en “tortear”, tortillas, por supuesto. —¿Qué tal dormiste? —preguntó en cuanto me vio. —Muy bien, gracias —respondí. —¿No pasaste frío? —No, para nada.
Si las penas con pan son menos, con esas tortillas recién hechas a mano y saliditas del comal, las penas ni se sienten. El desayuno consistió en tacos de “verde”, frijoles, salsa, café y un par de tabacos: alitas. Se platicaron muchas cosas, niños, escuela, carestía, remedios caseros. Platicando nos cayó el mediodía y ninguna de las dos mujeres parecía apurada por iniciar los deberes que yo solamente intuía que debían tener. Con el transcurso de los días supe que no había tales, las tareas cotidianas se realizaban durante los pequeños recesos que nos dábamos de las pláticas o de la atención de los niños cuando llegaban de la escuela. No había muchas actividades, las pocas que se sucedían las coordinaban a la perfección entre Arabela y Lucila. Arabela se encargaba de trabajos como sacar agua del pozo; apilar la leña que los niños traían por la mañana, antes de irse a la escuela; darle de comer a un burro viejo, en fin, ella hacía todas las labores digamos pesadas. Solamente algunas tardes la vi trabajar en su pequeño taller donde fundía y “planchaba” piezas de plata y cobre; ésa era la forma en que ganaba dinero para la manutención de la casa. Lucila, en cambio, se ocupaba de la cocina, lavaba los trastes, la ropa y hacía la limpieza de la casa en general. Yo mientras tanto, ayudaba y cooperaba en lo que me permitían y cuando no me encontraba platicando con ellas pasaba el tiempo con los niños. Me convirtieron en su amiga de juegos, su compañera para bañarse en el río o para ir a recoger leña en la mañana, casi madrugada. En fin, me fue fácil adaptarme a la vida de Suchimilco y para sorpresa de Arabela y Lucila evitaba por todos los medios ir a la ciudad de Oaxaca. Me les escapé un par de veces, pero la tercera no pude.
Fue precisamente en la noche del décimo tercer día desde mi llegada cuando me comencé a sentir un poquito invasora. Esa tarde Arabela regresó de Huitzo, otro pueblo cercano, se había marchado temprano a entregar unas piezas y al volver, entró triunfante con un cartón de cervezas en la mano. —¿Y eso tú? —preguntó Lucila, con tono de admiración y falsa incredulidad. —¿Qué, pues unas cervecitas, no ves? —contestó Arabela juguetona. —No, pues ciega no estoy, ¿de dónde o con motivo de qué? volvió a inquirir Lucila. —Ah, pues Don Chucho tuvo rumba anoche. Estaba bien cuetito el viejito cuando llegué. N'hombre, cuando voy entrando en su casa y lo veo, pensé chingue su madre, ahora va a salir con que se gastó lo de las piezas y que regrese otro día, bueno pues al menos le bajo las cheves de la cruda, dije yo ¿no? —Ah, entonces ora vamos a comer cheves, porque seguro te la hizo —dijo Lucila con tono de hermana mayor. —No, qué, pérate, todavía ni termino de hablar y ahí luego luego vas, ¿no te digo? —contestó Arabela. —Bueno, a ver, lo hallaste bien cuete y ¿luego? —Ah, pues luego que le digo: “Oiga Don Chucho usted ya ni arruina, apenas es jueves y ya alzando la copa, cómo será. Ah, porque de segurito ahí quedó lo de mis piezas ¿no? Nada más deje le digo a Margarita (su hija) en qué pasos anda, incumpliendo con los trabajos, y va a ver cómo se lo pone”. Y que me contesta, luego luego bien avispa: “No Arabelita, ¿cómo cree? si nomás fue una probadita anoche, no, si yo ya ni tomo. Pero fue que vinieron estos muchachos y ya ve. Mire lo de sus piezas, aquí lo tengo”. Y que se para el viejito, tú, ahí tratando de detenerse y disimular, y va y de una cajita que tú ve a saber de dónde la sacó, que agarra los billetes y me los da. Eso sí, exactito el precio, ni creas que se le fue un peso de más al cabrón. Y que le digo: “Ah bueno, pues así ni quien diga nada”. Y me estoy saliendo de su casa cuando me dice: “Oiga Arabelita, mire llévese ese cartón y ahí se lo da a su tío, yo ya no quiero estas cosas de estos muchachos aquí”. Y que me da el cartón, yo pensé que estaba vacío y que lo levanto. No, llenito hija. Pobre viejito, cuando se le baje y se dé cuenta de lo que hizo me la va a recordar. Terminó el relato Arabela. Esa tarde, Lucila cocinó pepas (cáscaras de papas fritas) y nos empacamos, sin mucho remordimiento por Don Chucho, su cartón de chelas. Como todas las noches nos fuimos a la cama temprano, los niños dormían en la parte superior de la litera, Arabela y Lucila en la inferior y yo en la cama matrimonial que estaba al lado de la litera. El efecto de las cervezas se anunció a media noche, una creciente opresión en el estómago me empujaba al baño. Estaba tan oscuro y el baño quedaba en el otro extremo del patio que la voluntad para pararme fallaba. “Bueno, a la de tres voy” pensé. Sin más me incorporé y a tientas salí de la habitación. Al regresar fue tal el alivio que, caminando bajo ese cielo oscuro y frío, me sentí casi contenta. ¡Qué fácil era sentirse bien! Una tarde como hacía mucho que no vivía, grata compañía, un buen descanso y... todo se podía ir a la mierda gracias a mí. ¿Qué estaba haciendo? ¿Flotar en una burbuja frágil que de antemano sabía temporal? ¿Involucrar a cuanto ser cruzara mi camino? ¿Aplazar lo inevitable? Tenía que pensar en algo y esta vez en serio. La ansiedad creció cuando al regresar a la habitación, vi a Lucila y Arabela arrulladas en un abrazo discreto pero contundente y sentí que yo estaba estorbando su intimidad. Al día siguiente Lucila anunció que iría a Oaxaca para traer hilos y otras cosas que necesitaba, Arabela dijo que andaba cruda y mareada, así que ofrecí mi compañía a Lucila. Ya lo tenía todo planeado, caminaríamos, seguramente pasaríamos junto a la central de camiones y yo fingiría interesarme por saber el precio del transporte a Puerto Escondido o cualquier playa, así que por la tarde anunciaría mi espontánea partida hacia alguna playa y podría irme. De otra forma no me dejarían ir hasta completar los prometidos veinte días.
Todo ocurrió más o menos según lo previsto, llegando a la ciudad Lucila se encaminó al centro y tomó una calle grande, donde está la central. Con la expresión más casual de la que fui capaz le dije: —Ah, déjame entrar a ver en cuánto está el pasaje a la playa, a lo mejor sí me alcanza y me voy unos días. Accedió rápidamente. La verdad se me hizo muy caro y poco viable para mi medrado presupuesto. —Oye, pues sí me alcanza. Que se me hace que sí me voy unos días a la playa, ¿qué te parece? —pregunté a Lucila. —Pues está bien, si puedes pues aprovecha ahora que estás jovencita y sin compromiso. Sinceramente no esperaba tal respuesta pero el cometido estaba cumplido. Dos días después, partía de Suchimilco a la ciudad de Oaxaca.
Al encontrarme parada, sola y sin haber tomado una clara decisión sobre lo que debía hacer, lo primero que se me ocurrió fue llamar a Marina, para saber qué había pasado después de mi salida de la cabaña de Ocotitlán. Aunque mejor pensado, ¿qué importancia podría tener ahora? Además me pediría una explicación que no estaba dispuesta a dar y menos vía telefónica. No, lo mejor era comprar algún periódico y enterarme de si ya había sucedido algo. No, tampoco, como él decía, “lo importante nunca lo publican, sería desnudarse gratis y en esto todos son muy putas”. Uff, huyéndote y mírame aquí, siguiendo como salmo tus palabras. Terminé comprando el periódico.
Por cincuenta pesos la noche, el Hostess ofrecía una amplia habitación llena de literas y la garantía de que, si alguien intentaba acribillarme a media noche, de menos se tendría que escamuchar a unos veinte extranjeros. Me gustó la idea. Mentira. No encontré un lugar más económico. Dejé la mochila en la que sería mi cama y subí al intento de restaurante, no tenía hambre ni sed ni sueño, quería estar entre gente y allí mismo había una televisión en la que todo el tiempo exhibían películas (todas en inglés) y era centro de atención de varias personas. ¡Qué ajena me sentí! Puros rostros extranacionales, era como dar un vistazo a la carta de bebidas importadas. Largas mujeres pálidas que intentaban llenar con cerveza cada uno de sus kilométricos miembros, hombres igualmente incoloros de voces rasposas casi insultantes o a lo mejor en verdad se estaban insultando. Algo incómoda y definitivamente desarmónica con tal fauna, me hice de un buen lugar sobre una poltrona. Al terminar la segunda película que vi, comenzaron los noticieros. También eran de una cadena gringa, así que tomé el National Geographic y no presté mucha atención hasta escuchar, “...se presume que formaban parte del cártel de Juárez...” Esas palabras se me incrustaron en el pecho y sentí una pesadez tremenda en la cabeza cuando la imagen que ofrecía la televisión era la de unas camionetas negras. Empecé a no comprender nada de lo que hablaba la reportera y por puro instinto me levanté de un salto. ¡Crissh! El agudo sonido de la porcelana estrellándose en el piso me devolvió al intento de restaurante. —Oh Dieu —escuché. —Lo siento, perdón. No me fijé —articulé, sin darme cuenta qué carajos se había roto. —No, no problem —dijo un tipo, más extranjero que todos los demás extranjeros que se encontraban allí. Parecía de verdad no importarle el asunto y me sonreía apaciblemente. ¿De dónde habrá salido éste? pensé, eso sí, en la escala del extranjerismo, del uno al diez éste se llevaba el once. Observé que comenzaba a levantar los trozos de algo y me dispuse a ayudarle. Creo que me había volado su taza de café. Bueno, se solucionaría invitándole otro. —Don’t worry. I’t’s o.k. —dijo, pasando de su inicial francés a un extraño inglés. —O.k. I’ll invite you another —mascullé en un inglés casi olvidado por mí. —Oh no, it's o.k., really... —habló y no le entendí la mitad. Se dirigió a la barrita de servicio y le seguí con la firme convicción de reparar el daño pidiéndole otro café, pero al llegar nos topamos con que el servicio había finalizado. Él se rió. —I promess, tomorrow I’m going to invite you a coffee. O.k.? —le dije. —Oh, o.k. I agree… —soltó y rió. En tanto a mí se me iban las ganas de hacer conversación y antes de que él pudiera decir algo a lo que yo no supiera qué responder, le extendí la mano y dije: —So long. —See you —respondió simplemente, dándome un firme apretón de mano. Esa noche dormí bastante mal, repasé mentalmente cuánto dinero me quedaba y era muy poco, pagando cincuenta pesos la noche pronto acabaría durmiendo a las afueras de la catedral. Sin contar que debía guardar dinero para el regreso, o ¿cuál regreso? Lo primero que tenía que hacer por la mañana era llamar a Janis, necesitaba saber qué estaba pasando. A lo mejor ya lo habían agarrado. Entonces ahí sí la cosa se ponía fea. De alguna manera tenía que avisarle a Marina en Tepoz, para lo cual tendría que ir hacia allá y deshacerme de las condenadas cuentas de banco. ¡Ay, cómo soy güey! Cómo se me fue a ocurrir aceptarle esas cuentas. ¡Ahora sí me había enredado hasta el cuello! ¿Y si aún andaba libre? Que era lo más seguro, o quién sabe. Lo buscaban por ambas partes. Narcóticos y narcos. Bueno, si estuviera libre, ni para qué seguirle huyendo, ése no se cansaría de buscarme. Además ¡a dónde jijos me iría! No me quedaba más que esperar a que todo se enfriara para dejarme encontrar. ¡Chale! Ahora sí la había hecho buena. Y ni a quién pedirle ayuda, ya suficiente era implicar a Janis. Esa noche soñé: dos perros me cerraban el paso, intentaba llegar a mi casa. Uno era enorme, negro, era el más feroz, apretaba los dientes y parecía dispuesto a saltarme, el otro era blanco, peludo y más pequeño, no ladraba ni emitía ningún sonido pero sabía que en cuanto avanzara un paso más me soltaría una rabiosa mordida. No me atrevía a correr pues seguramente me seguirían y el ataque sería más furioso, los animales sí guardan el código de valentía. Si huía me sabrían una víctima cobarde, no me darían la mínima oportunidad de defensa, me encajarían los dientes no sólo con saña sino con la violencia que desata el desprecio hacia lo que nos muestra nuestras propias debilidades. De pronto, el cielo nublado de mi sueño se abría y daba paso a una luz muy brillante. Desperté. Tomé un baño y me dirigí al teléfono que quedaba justo en la esquina del Hostess.
—¿Janis? —pregunté esperando respuesta al otro lado de la línea telefónica. —¡Mujercita! ¿Ya estás en la playa? —fue la respuesta de Janis. —¿En la playa? Olvidé por un momento la conexión entre Lucila y Janis. —Sí o no. Hablé ayer con Lucila y pues eso me dijo, que te habías ido a la playa —explicó Janis. —Ah, sí, sí. Aquí ando —respondí en automático y dije: —¿Qué onda? ¿Has sabido algo? —Ariel me llamó ayer por la tarde —contestó Janis. Una especie de sudor me subió por la espalda y pregunté: —¿Qué dijo? —Pues preguntó dónde estabas. —Y ¿qué le dijiste? —Pues que no sabía, pero no me creyó. —¿Por qué no te creyó, qué más dijo? —Pues porque estuvo muy insistente. Yo digo que no tarda en llamar otra vez. —Chíngale, y ¿cómo lo escuchaste? —Pues nerviosón, preocupado, sacado de onda más bien. —Oye, si vuelve a llamar pregúntale que... no, mejor no le preguntes nada. No le digas nada, Janis. Por favor, no le digas que hablamos —insistí. —No, ¿cómo crees? —fue todo lo que respondió Janis. —Ya me voy, luego te llamo. Bye colgué.
Entré al Hostess, me encaminé a la habitación cuando un hey! llamó mi atención. —Hello. How are you? Era el tipo de mi deuda. —Hola, fine thanks. How are you? —respondí. —I’m good, I’m waiting for my coffee —dijo, supuse más como broma que como real reclamo. —Oh sure —dije. —Oh no, sorry, it’s a joke, it’s o.k., sorry —se apresuró a decir. Si bien no me complacía demasiado la idea de socializar, sí tenía la firme convicción de pagar los platos rotos, literalmente. —No, no, really, I told you. Would you like to take it now? —pregunté. —Oh, sure, would be nice —dijo muy sonriente. Nos sentamos en las mesas del patio, se acercó el encargado y pedimos dos cafés. —Where do you come from? —pregunté, más por hacer plática que por real interés. Últimamente todo lo hacía de esa manera, por la simple acción de hacer, sin alguna segunda intención. —From Australia… Otra vez perdí el mensaje completo. —Oh, so far away, Australia —dije, sin darle mayor importancia a lo demás que no había entendido. En este medio entendimiento mutuo pasamos el día entero, caminando por las oaxaqueñas calles, me sirvió de distracción. Para la noche, sentados frente a un par de cervezas nos simpatizábamos, quizá yo más a él que él a mí, era agradable, tranquilo, muy tranquilo y eso sujetaba mis nervios. El día terminó con un par de películas en la tele del Hostess. Igual que el día anterior, a la mañana siguiente me di un baño rápido y me dirigí al teléfono.
—¿Janis? —pregunté. —Oye, Ariel está aquí —respondió Janis con voz alarmada. —¿Allí en la oficina, contigo? De súbito, el estómago se me contrajo. —Afuera, estacionado, todavía no baja o quién sabe si vaya a bajar. Escuché su voz algo temerosa. —Ay Janis, no quiero meterte en esto. Me preocupé por ella. —No, pues metida ya estoy. ¿A qué habrá venido? —preguntó. —No sé. Tal vez quiere hablar contigo personalmente. No sé. —¿Qué le digo? —Lo mismo. Tú dile que no sabes nada de mí, que estás preocupada. No sé. —Bueno. Yo me sigo manteniendo en que no sé nada. —Sí, yo te marco de nuevo, hoy, como a las tres. —Órale bye.
—Hello! Me sorprendió justo en la puerta del Hostess. —¡Hola! How are you? —I’m pretty fine. What about you? —Fine, I think. —Have you taken breakfast? —Not still. —Hmm, maybe we can go together, sorry I… Y antes de que dijera algo incomprensible me apresuré a contestar con un efusivo —Sí. Yes, yes, sure. Tuvimos un gran desayuno y alcanzó a percibir mi ansiedad, hizo preguntas vagas y respondí vagamente, mencioné mi escasez económica, terminó pagando el desayuno. Ese día visitamos Monte Albán. La firmeza de esas piedras y la vista completa del valle de Oaxaca me hicieron sentir lo ridículo de mi ansiedad, lo inútil que resultaba atender a medias el presente por no echar a un lado los tropezones pasados. Me sentí fuerte, creo que a mi acompañante le ocurrió lo mismo. Regresamos al centro de Oaxaca dispuestos a marchamos a la playa y vivir.
—¡Ay güey! ¿Qué hora es? —pensé en voz altia. —Sorry, poquito español, what? —dijo sorprendido. —Ah, no, nothhig. Nada contigo güero. Already I need a telephone —dije. Casi había olvidado a Janis. ¡Híjole qué despistada! Eran cuarto para las seis. Compré una tarjeta y me prendí del primer teléfono que encontré, creo que este arrebato dejó algo pasmado a mi compañero de vagancia.
—¿Me comunicas con Janis? —Sí, ahorita te la paso —me respondió una voz masculina al otro lado de la línea. —¿Bueno? —Janis, soy yo. —¿No que a las tres? —Ay, perdón se me fue el tiempo. —No, pues estando en la playa seguro. —¿Qué pasó, eh? —Pues vino, después de que llamaste se fue y como a las dos horas y media regresó. Yo estaba arriba en la oficina. Pili le abrió y preguntó por mí, ya bajé, me saludó: “Hola Janis, ya te imaginas a qué vengo” —dijo. Y yo cómo que me hice la extrañada: “¿a ver si ya habló?” —le dije. “A que me digas dónde está” —y pues me reí. Oye, está cabrón... Lo dijo con tanta seguridad que yo pensé “uta a lo mejor de alguna manera se enteró y...” Tuve que interrumpir a Janis: —Ay, Janis al grano, se me va a acabar la tarjeta y ya no traigo mucha lana. —Ah bueno, no, pues me dijo que por favor le dijera dónde estabas, que estaba muy preocupado, yo le dije lo mismo ¿no? que no sabía de ti, que no me habías llamado, pero no, no se la cree y bueno, al final me dijo que quedábamos en lo mismo, que en cuanto llamaras, porque él estaba seguro de que me ibas a llamar, que le avisara, me dejó dos números de celular y el de un radiolocalizador. Fue todo. ¡Úchala! te va a seguir fregando. —Es que mientras yo no sepa qué carajos pasó no me late verlo, además las cuentas... Me arrepentí de lo que iba a decir, seguí: —Mira Janis, yo te marco mañana en la noche, en cuanto pueda. —Las ¿qué? ¿qué ibas a decir? A Janis no se le había pasado en blanco. —Janis, ya no me queda mucho en la tarjeta. Te llamo mañana en cuanto pueda ¿sí? Gracias por todo. —Bueno, te espero. —Sí, gracias. —Bye.
Llegamos al Hostess a come-renda-cenar. Digamos que si no era mi favorito era el único lugar que vendía las cervezas casi al costo y en el que mi acompañante confiaba respecto a la higiene. Había casa llena, apenas encontramos un par de lugares en medio de una larga mesa. Ambos compartimos la ensalada y el club sandwich vegetariano pero la cerveza fue individual y abundante. Él estaba de lo más amigable y sonriente, entabló conversación con otros chicos, era la primera vez que lo veía así, yo solamente intercambiaba un par de frases simples, con mi simple inglés. De todas formas, por lo que alcancé a escuchar, nada memorable se decía entre aquella gente. Noté que una mujer de cabellos negros y un confuso tatuaje en los hombros me observaba. Hasta ahora, ella se había dirigido solamente a un par de chicos que hablaban fuerte y agitaban mucho las manos. Llamé al mesero y pedí otro par de cervezas. La mujer se acercó a mí. —¡Joder, pero si vos sois mexicana! Su expresión me sorprendió un poco. —Sí, soy mexicana. Y tú, española ¿no? —dije a manera de respuesta. —Catalana, tía, que no es lo mismo —dijo sonriente y acercó su silla a mi lugar. —Oye, no sabéis qué alivio topar con alguien que hable la misma jodida lengua que yo, estos hijoeputas hablan de todo menos la lengua cristiana —dijo en medio de una continua risa. —¿Vienes con ellos? —pregunté señalando a los otros dos tipos. Y al tiempo que encendía un cigarro dijo: —Seguro. ¿Que te ha gustao alguno? Mira yo te lo llamo, pero antes haced un poco de conversación conmigo que toda la tarde me la he pasao sin soltar más que media palabra. Con lo que me quema a mí conversar. ¡Chale! ¡Qué tipa! Además, ¡gustarme alguno de esos desteñidos! —No me gusta ninguno. —Como solamente te he visto hablar con ellos, por eso preguntaba. Tranquila. Mira, el del paliacate liao en la cabeza es mi hermano, el otro es su amigo pero los dos son unos gilipollas completos. Buenas personas pero ahora nada más andan viendo dónde la meten, ¿comprendes? —Sí, comprendo.— El mesero llegó con las dos cervezas, tomé una. —¿Puedo? o la habéis encargado para tu novio, mira yo enseguida le encargo otra ¿te parece? Cuando terminó la frase, aludiendo al australiano, ya estaba recargando los labios en la botella. —Sí, no, no es mía. Sí puedes, con la cerveza no hay problema pero él no es mi novio. —Ale, ya comprendo. Lo habéis conocido por aquí. —Sí, aquí mismo lo conocí, después de tirarle el café. —¡Coño! ¿Lo conocisteis después de derramarle el café o después de conocerle le habéis derramado el café? Me causó gracia ese interés tan específico. Reí de buena gana. —Pues, una noche viendo tele me levanté bruscamente, escuché que algo se rompió y resulta que tiré su taza, entonces le ayudé a levantar los pedazos. ¿Por qué? Al finalizar mi explicación ella tenía muy abiertos los ojos. —¡Pssst! Joder, tía eso es malísimo, tú primero le vacías la taza y encima la quebráis. Dime ¿por qué te habéis levantao tan torpemente? Bueno, era el colmo con ésta. Estoy de acuerdo, fui torpe, pero que ésta se atreva a aventármelo así a la jeta, es otra cosa. —¡Coño!, si te lo pregunto no es por meterme donde no me la pelan. Sucede que soy medio húngara ¿ah? ¿Vos sabéis lo del húngaro? —No. —Ahí está. Lo de ser húngara me viene de una tía abuela ¿sabéis? La vieja tenía algo parecido a un don, proyectaba cosas ¿ah? Y ahora vos me decís que al conocer a este chico le habéis volcado la taza y encima, la habéis roto. Eso no puede traer nada grato. Ahora sí me reí con ganas. Tanto razonamiento absurdo, encima hablaba chistosísimo. —Ay, perdón pero… No me dejó terminar: —¿Qué es la gracia? Si te lo digo es porque me habéis caído a la madre, no creáis que ando por ahí soltándole proyecciones a cualquier hijoeputa. —Hey, sorry, you have a new friendo I see. —Nos salvó el australiano, se acercó. Y con un encanto desconocido por mí, nos rescató, a la húngaro-catalana de continuar haciendo proyecciones y a mí de seguir desternillándome de risa en su cara. Como pudo, él se disculpó un par de docenas de veces por haber interrumpido mi plática con esa mujer, pero dijo que tenía algo muy importante que preguntarme. ¡Híjole! Ya lo veía venir, más valía haberle puesto atención a las proyecciones de la húngaro-catalana. En fin, lo urgentísimo resultó ser si aceptaba cambiar nuestros planes de viajar directamente a la playa por el plan de viajar primero a un lugar en las montañas llamado San José del Pacífico y luego a la playa. Iríamos con tres tipos más, un holandés y otros dos australianos. ¡Más australianos! Pensé que tenía la exclusiva. Partiríamos mañana a eso de las nueve para alcanzar el autobús de las diez. —Yes? —Sí.
¿Sí? ¿Por qué carajos dije sí? ¿De dónde salió el sí? En tal caso, ¿por qué tendría que decir no? Sí, no. ¿Qué más da? La cosa era irse ¿no? Además, según Janis, yo ya debía tener más que un par de días en la playa ¿no? Así que recuperaría un poco mi autocredibilidad viajando a la playa. ¡Uta! Creo que ya empecé a razonar como la húngara.
No la iba a hacer. La noche anterior había dilapidado mi capital. Aunque renunciara a la montaña y a la playa, necesitaría dinero. No podía regresar con Lucila y Arabela, no ahora que solamente precisaba de tiempo para calmar las cosas con Ariel. ¡Era paradójico! No, sinceramente era ¡estúpido! A mi nombre había más de doscientos mil billetes repartidos en cuatro cuentas y adentro de mi mochila los papeles necesarios para mirar, cambiar o en pocas palabras hacer lo que se me diera la gana. Es más, podría, si quisiera, irme del país. Claro, como beneficiario único, él podría ir al banco y saber dónde y cuándo había hecho cualquier movimiento, inclusive con la cuenta del cajero. Sería una forma explícita de decirle dónde me encontraba. Claro, aparte de delatarme, el karma que me aventaba, dinero del meritito narco.
Una señora gorda y un señor trajeado eran las dos personas que, delante de mí, esperaban turno en la línea del banco. Sentí un remolino recorriendo mi estómago, me dieron ganas de orinar y las manos me sudaban. Las insistentes miradas del guardia y de un par de empleados me hacían poner cara de fastidio.
Más valía atacar que ser atacable. Nueve y veinte, llevaba cinco minutos formada y en cualquier momento sería mi turno. Era la primera vez que notaba lo torturante y vulgar de la voz automática del “pase a la caja cuatro”, “pase a la caja dos”. Avancé inhalando hondamente, nueve veintidós. ¡Qué me mira! pensé. ¿Habrá algún botoncito que las cajeras puedan apretar en caso de sospecha? Sí, seguro. ¿Para qué carajos me pregunta en qué denominación quiero el dinero si de antemano sabía que me daría únicamente de quinientos? A lo mejor para ganar tiempo. Nueve veinticinco, tenía el tiempo justísimo para regresar al Hostess. —¿Podría cambiarme al menos uno de quinientos por cinco de cien? Gracias.
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