El sol está por ocultarse, la ciudad se mueve presurosa y nadie se preocupa por el vetusto edificio de quince pisos. En la azotea un hombre mira el cielo sentado en el pretil con los pies colgando al vacío.
—No tengo por qué hacerlo —se repite por sexta vez, —en realidad no existe un motivo... siempre ha sido así y estoy harto. Hace poco soñé que atropellaban a mi hermano... debí impedir que saliera a comprar material a esa hora... lo sabía y no le dije nada. Cuando salí tres minutos después, él yacía en el piso rodeado por varias personas, lloraba y maldecía al estúpido auto que lo arrolló. No me acerqué. Llamé a una ambulancia y subí al despacho para continuar con el trabajo. Yo sabía que tendría fracturas en ambas piernas y que fuera de eso no había peligro. Enciende un cigarrillo y continúa el soliloquio: —Toda mi vida, desde que tengo uso de razón, sueño la víspera lo que pasará: cuando murió mi padre, cuando mi madre ganó la lotería, cuando me corrieron de la escuela, cuando me casé... pero hoy —fuma—, hoy será diferente.
Cabizbajo mira pasar a la gente durante algunos minutos. El sol se ha ocultado, pero aún no oscurece.
—¡Dios mío, ayúdame! —grita. Apaga el cigarro y se jala el pelo con las dos manos. —Siempre suceden las cosas tal cual las sueño... pude haber evitado muchas tragedias, o hasta me pude hacer rico; cuando iba al hipódromo siempre sabía cuáles eran los caballos ganadores, pero al igual que en el sueño, rara vez le apostaba a éstos. No sé, retaba al destino... más bien al sueño. Nunca le pude ganar.
Se levanta despacio, al tiempo que las luces de la metrópoli se encienden.
—No lo voy a hacer —se dice. Sabe que es la última vez que pronuncia esta frase. Mira la hora en su reloj. Abajo una muchedumbre comienza a gritar. Se persigna, se besa las manos y se lanza.
Mientras cae recuerda su vida. Cada décima de segundo es una evocación; desde que tenía cuatro años y estaba de pie en un pasillo entre sus dos hermanas, hasta el momento en que se arrojó. Abre los ojos, faltan varios metros para que su cuerpo se impacte contra la banqueta, entonces observa su futuro inmediato: su cuerpo deshecho, su esposa y sus hijos llorando, su velorio y su entierro.
Un segundo antes de estrellarse dice sus últimas palabras: —Ya-no-im-por-ta. Después todo rojo, luego blanco, luego gris y al final negro. Empieza a llorar.
Despierta sollozando. —¿Qué tienes? —le pregunta asustada su mujer. Él la abraza fuertemente y le susurra al oído: —Hoy voy a morir.
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