1
Más rápido, te lo ruego, más rápido.
Haz que llego rápido. Rapidísimo.
Ayúdame.
Te lo ruego, niño Jesús.
Cuando el sol arriba está, hasta el mal no existe ya
con la luna y la oscuridad mi miedo al fin se va.
Todo el mal por fin se va, vuela alto vuela allá,
y feliz yo estaré hasta cuando lo querré.
Hasta cuando lo querré, lo querré,
hasta cuando lo querré.
2
Pietro se percató de la presencia de Nino cuando aún le quemaban las manos. Escuchó que se acercaba por la tos que anticipaba su barba gris y su overol verde lleno de hoyos. Fue entonces, cuando su panza grande le rozó la espalda, que él volvió a mirar fijamente hacia el muro. La lagartija todavía estaba allí, inmóvil y suspendida.
Envolvió nuevamente con las palmas y los dedos la madera del mango, luego apretó y empujó hacia arriba, hasta que los dientes del rastrillo rascaron un blanco cualquiera de la pared y cayeron sobre su cabeza. Sintió el cansancio y la lagartija permaneció arriba, inalcanzable.
No miró al viejo, pero dejó que desde atrás levantara ese instrumento en su lugar. Que aquél tocara la lagartija tanto como fuera necesario. Entonces ella cayó entre la tierra y el polvo, y él se le fue inmediatamente encima, amasando aire y hierba. Luego aprisionó aquellos movimientos desesperados en un frasco de vidrio. Tomó la pequeña navaja y la abrió.
Ahora ya no había nadie. Nino y su rastrillo ya estaban lejos.
Puso aquel cuerpo nervioso sobre la tabla que el viejo le había pulido. Lo inmovilizó, deslizando la hoja de la navaja contra la carne. Apretó fuerte, hasta que sintió la madera que le detenía la mano.
Luego la lagartija escapó más allá de esos dedos que la habían dejado incompleta. Más allá de aquellos ojos brillantes que la habían mirado fijamente.
Pietro tomó con las puntas de los dedos la parte amputada. La encerró en el recipiente y regresó al muro blanco ya oscuro. Pensó en la lagartija que se había vuelto suya, en cuán grande era. Pensó en el momento en que la acomodaría en el frasco con las otras.
Pero de repente, por atrás, unas manos le cayeron encima. Su cabeza fue golpeada y sacudida, golpeada y sacudida. Todo daba vueltas, las piernas cedieron. Se desplomó justo allí, en donde ella había caído la primera vez. Y allí, nuevamente, sintió unas piernas que lo pisaban sobre los hombros y sobre el estómago. Se detenían y luego regresaban una y otra vez. Comenzó a llorar, no por el dolor o el miedo, sino porque sabía que no iba a volver a ver esa cola perdida en la hierba. Nunca más. Estaba seguro.
Es mía. Haz que la cola es sólo mía y ya. También la mesa de madera y el frasco son míos, están allá afuera, papá no me dejó tomarlos y ahora tal vez me los roben.
No sabía que era tarde, no lo sabía para nada y ahora está el rosa de la piel que se va y se vuelve negro y si me toco duele. Y después también. Los moretones siempre duelen. Pero dentro de poco pasa, lo dijo mamá. Dijo “No te preocupes, amor, que pasa. Basta que te estés quieto y cierres los ojos”. Lo dijo quedito quedito y también me prometió que cuando papá vea a la señorita, me traerá el quesito con el pan. El de la niña feliz en el papel plateado.
Cuando lo hago enojar papá dice que soy malo y me pega. En cambio cuando soy bueno también él es bueno y se ríe. Pero antes papá era siempre bueno y todas las veces que capturaba las colas decía que yo era el cazador más grande del mundo. Ahora ya no lo dice y me habla poco.
Haz que nadie roba mi cola y mis cosas, haz que los hombres de la reja no dejan entrar a nadie. Te ruego Niño Jesús, haz que están en la reja que ven todo.
3
“¡Come!”
Lo difícil era romper la pared del caparazón. Pietro lo logró un momento antes de que el tenedor se le resbalara de los dedos, cayéndose sin hacer ruido sobre el gajo de limón en el borde del plato.
Los ojos que tenía en frente apenas se alzaron.
Si hubiera hecho caso al vacío de su estómago, Pietro se hubiera tragado el caparazón entero. En cambio lo que hizo fue abrirlo poco a poco.
Puesto que las pinzas también podían dispararse de improviso, miró con atención las esquinas peligrosas de las dos palancas y decidió empezar por la mitad, donde no se arriesgaba nada. Así, golpeó con el cuchillo contra la parte alta del caparazón que permaneció inmóvil, cerrado como una armadura. Pietro golpeó y golpeó, hasta que un líquido amarillento brotó entre las burbujas minúsculas de una crepa invisible. Observó el reguero chorreando en el plato hasta el centro, en un pequeño pantano denso y opaco. Intentó no verla, pero esa baba de animal ocupaba casi todo su plato. Aplastó lo más que pudo la punta del tenedor adentro del hoyo negro. El caparazón se desfondó bajo su fuerza volviendo a sacar más líquido oscuro, más denso y pegajoso que antes. El tenedor se atascó: cuando trató de salvarlo ya estaba rociado de filamentos largos y pegajosos.
Lo alcanzó un olor dulzón.
Pietro alzó la mirada. Y las vio delante de él, a aquellas bocas ávidas, masticar cada parte empapada. Sintió la pulpa gritar entre aquellos dientes, resbalarse grasienta contra los cachetes y entre las encías hasta callar en aquellas gargantas palpitantes.
Con la punta del cubierto rompió el caparazón que sacó de inmediato sus interiores blancos.
Se detuvo. Luego, resignado, clavó el tenedor en un pedazo de esa carne mojada. Se la llevó a la boca, tragó, pero los sabores no llegaban, sofocados por la nariz tapada. Lo blandito se deslizó sobre su lengua, en cada rincón posible. Se mezclaba con la saliva pesada y ácida.
Su vientre se cerró, mientras el monstruo que había ingerido se resbalaba hasta el estómago.
Respiró lento.
Ensartó de nuevo.
Primero un bocado. Luego otro, respetando las reglas: la espalda derecha, las piernas quietas. Los codos abajo.
Pietro comió y comió.
Volteó y vació el caparazón, los ojos cosidos lo miraron fijamente y él los miró a ellos. Descubrió el último pedazo en una esquina de la coraza: un trozo pequeño, repleto de esa agua sucia. Lo aplastó contra la única parte intacta. Lo encajó donde no podía ser descubierto. Luego se llevó rápido a la boca el tenedor vacío.
En el plato quedaron sólo los cascajos relucientes.
“¡Entonces, no cenar ayuda! ¿Viste, María? Mira a tu hijo. Mira cómo es feliz por comérselo. Quiere decir que de hoy en adelante comerá cangrejo cada vez que no haya cenado el día anterior.”
Pietro puso sus pequeñas manos atrás de la espalda. Y se quedó mirando el plato.
Se sentía extenuado. La humedad bajo el brazo se escurría por los flancos.
De improviso, insistentes y malvados, los dientes de un nuevo tenedor lo buscaban. Una, dos, tres veces empujaron contra sus labios cerrados.
“¿No quieres más? ¿Eh? ¿No quieres más?”, dijo su padre alargando el brazo.
Los aguijones lo picaron de nuevo. Entraron en su boca llenándola de otra pulpa blanducha. El sabor dulzón y áspero lo invadió inmediatamente. Pietro permaneció por un momento con los cachetes inflados observando aquellos ojos azules y angostos que lo miraban con seriedad. Y a un lado otros ojos, tristes e impotentes.
Luego escupió todo, salía desde las entrañas. Le dieron ganas de toser una, dos, tres veces. No logró resistirse más, descargó el ácido de su estómago sobre el bordado blanco del mantel. Pequeños estertores desesperados desordenaron para siempre la habitación.
“Basta, por favor. Se siente mal…”, dijo su madre con una voz muy bajita.
Un puño golpeó contra la mesa. Platos, vasos, cubiertos saltaron todos.
“Luego vienes conmigo.” La voz de su padre salió calmada y quieta.
Escuchó esa orden aun antes de lograr respirar, aun antes de entender qué era esa cosa que lo estaba mordiendo por dentro. Le faltó el aire. Alzó la cabeza y permaneció así, quieto en su espasmo. Mientras tanto, su padre ya se había volteado, había tirado la silla y había salido del comedor.
Su madre corrió a abrazarlo. Lo apretó fuerte, pero el temblor no desaparecía. Le secó la boca mojada con la servilleta y cuando las sirvientas se apresuraron hacia la mesa, susurró: “Mi marido sólo está un poco nervioso.”
El mantel del domingo se ensució todo por mi culpa. Yo no quería que se ensuciaba pero el cangrejo se movía y ya no quería estar en mi panza, subió hasta la boca y no se quedaba quieto. Y allí estaban todos que me miraban y mamá estaba triste.
A papá le gusta mucho el pescado, sobre todo los grandes con los ojos redondísimos y todos blancos. Y también los pulpos negros y los cangrejos.
A mí no, parece que se mueven en el plato y se les sale toda la saliva negra de la boca.
La puerta del estudio se cerró tras él. Un ruido seco lo separó de todo aquel humo y de aquella voz.
“En tres días vas con Carmine, ¿lo harás por tu papá?” Pietro se lo estaba repitiendo en el pasillo. Cuando entró, su padre lo había hecho acomodarse inmediatamente en el sillón con patas de perro, aquél en donde nunca se sentaba nadie. Luego le ofreció un chocolate de menta que estaba en la copa de plata. “Para limpiarte el sabor de boca”, sonrió. Él también tomó uno y, acariciando su cabeza, le dijo: “En tres días vas con Carmine, ¿lo harás por tu papá?”
Pietro cerró los ojos y cuando los volvió a abrir se encontró frente al péndulo de madera oscura que cadenciaba sus toques regulares. Caminó en la oscuridad entre los viejos cuadros que le miraban desde la pared, hasta que el pasillo lo llevó a su habitación. Allí apoyó la mochila en la cama y se cambió de prisa el suéter mojado.
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