Visiones
Uno no se ilumina imaginándose figuras de luz,
sino tornando la oscuridad consciente.
C. G. Jung
1
¿Por qué razón, en la cúspide de su carrera como policía judicial, Carlos el Vaquero Vázquez, apenas unos días antes de ser ascendido a comandante, decidió abandonarlo todo, mandar al carajo a la corporación y dedicarse a representar conjuntos musicales en el ya de por sí competido mercado norteño? ¿Por qué razón, con similar estrella, decidió también abandonar esta carrera apenas un par de días antes de que el grupo de jóvenes intérpretes de country (quienes él personalmente había sacado de la nada, había formado, dado un atuendo y una identidad) firmara un jugoso contrato con la televisora nacional, contrato que le hubiera redituado un diez por ciento de ganancias netas, inimaginable entre los representantes de la época?
El Vaquero, de entrada, no parecía una de esas personas destinadas al fracaso, o de aquella peor subespecie humana que fácilmente se confunde con los primeros: los hombres timoratos que huyen del éxito, esos descastados del mundo moderno. No. Todo en Carlos Vázquez inspiraba lo contrario. Aunque era de estatura promedio y más bien barrigón, su presencia se sentía como la de alguien que había nacido para triunfar. Tenía una voz afable y grave, propia para el compañerismo de hombres de su talante, concebida para abrirle puertas en el mundo. Un bigote poblado y viril le adornaba el rostro bonachón y le ganaba admiraciones secretas de algunos hombres y de muchas mujeres, bigote del cual nunca hacía ostentación y parecía siempre como dejado caer por accidente sobre su fino y casi invisible labio superior.
De sobra es conocida la decadencia de la agrupación policiaca a la que Carlos dedicó su juventud, los escándalos provocados por la ineptitud de sus investigadores, quienes con alma de prosistas menores hicieron de fabricar culpables un nuevo género literario; los tiroteos con corporaciones policiacas de otros niveles de gobierno, el cambio de nombre y final desmantelamiento a manos de algún político entrante al que resultaba incómodo lidiar con las corruptelas del pasado, buscando espacio para las nuevas corruptelas; el sino que acompañó a aquellos otrora poderosos agentes, confinados ahora a la pasiva y humillante actividad de dirigir el tráfico, desde el más bajo pelagatos hasta el mando de más alto rango que no hubiera alcanzado a retirarse.
De sobra es conocida la triste historia de las fugaces estrellas de country Caballo Azabache, el veto televisivo que borró a aquellos muchachitos del mapa mediático, ese aplastante y poderoso decreto que los sacó del aire de la noche a la mañana. También es conocida la inusitada saña del dueño de la más grande compañía de telecomunicaciones del país, furia inexplicable contra un cuarteto de sombrerudos toca violines, recién salidos de la adolescencia, cuyo único crimen fue dar una entrevista al canal de la competencia. Las ganancias se desplomaron y el vocalista se suicidó después de entregarse a una corta pero efectiva carrera de drogas y alcohol. Para entonces el Vaquero ya estaba muy lejos de ahí, contando sus pequeñas pero estables ganancias, contento de no tener nada que ver con astros en decadencia, quienes en su luciferina caída arrastraron al mánager que había remplazado a nuestro protagonista, creyendo que tenía entre las manos el negocio de su vida.
Entonces, ¿podía ver Carlos Vázquez algo que los demás no podían ver? ¿Acaso tenía una comprensión diferente del tiempo, del entramado de la realidad? En la Taberna del Rey, la destartalada cantinita del centro de la ciudad de Chihuahua que también de manera inexplicable el Vaquero escogiera como segundo hogar, los parroquianos murmuraban y asentían orgullosos sobre las sabías decisiones de Carlos, quien había logrado evitar con éxito el borde de un abismo que parecía constantemente abrirse ante sus pies. Existía el rumor de que aquel hombre podía ver el futuro.
2
Al Vaquero nunca se le pasaban las copas. Se le podía ver durante horas, incólume, bebiendo cerveza al por mayor en su idiosincrático banquito a la derecha de la barra del bar. Pero esa noche desde que llegó había un brillo diferente en su mirada. En la calle comenzó a soplar un viento frío, cargado de oscuridad, y los parroquianos sintieron cosquillas en la nuca, como un mal presentimiento, mientras contemplaban cómo se iba deteriorando el estado de Carlos Vázquez conforme ingería más y más alcohol. La noche cayó pesada y engañosa sobre los presentes, el humo asfixiaba el lugar; la usual atmósfera de camaradería en la Taberna del Rey de pronto se encontraba empañada y ominosa. Fue entonces cuando Carlos comenzó a contar su historia, y la voz que de él emanaba, usualmente atronadora y segura, era ahora más parecida a un sollozo largo, un susurro que escapara del pecho después de muchos años de contenerse.
3
Comenzó en la primaria, Carlos y Ramón, inseparables compañeros de barrio bajo, pequeñas lacras de labios secos y enrojecidas mejillas. Juntos acosaban a las muchachas y robaban cigarrillos de las tiendas, juntos hacían enloquecer a las maestras de la primaria llevándolas al borde de las lágrimas, la renuncia y, tal vez, el convento.
De paupérrimas y numerosas familias, Ramón y Carlos crecieron como pudieron, enterrados entre la marabunta de sus respectivos hermanos. Pateaban el bote en la tarde, cazaban lagartijas, construían cohetes que ascendían al caótico alambrado de la colonia popular y arrancaban de cuajo la electricidad en los hogares. Pero fue en la secundaría donde comenzaron a distanciarse.
—Las mujeres, Charly, las benditas mujeres —dijo el Vaquero al dueño y cantinero de la Taberna del Rey, campeón de automovilismo amateur y popularmente aclamado como el mejor preparador de cocteles en la tierra y el infierno, fiel escucha de los parroquianos, consolador de afligidos y refugio de los menesterosos. Asistía también al desahogo Mayra la Güera González, enfermera obstétrico-ginecológica de profesión, mesera por necesidad.
Ramón Palafox pronto se fijó en una tal Zoraida. Muchacha tres años mayor que el par de amigos, de reputación dudosa, ambición sin par, curvas precoces y cabellera rizada como la noche más negra y traidora.
Ramón comenzó a tomar por asalto, cuando nadie le observaba y fuera de los horarios escolares, las áreas administrativas de la institución secundaria en donde estudiaban. Robaba artículos de oficina, máquinas de escribir, y alguna vez, en el colmo de la audacia, con ayuda de un viejo carrito de madera que entre ambos amigos construyeran tiempo atrás, sustrajo un pesadísimo mimeógrafo, tesoro que un director visionario había logrado adquirir con gran esfuerzo por allá de los años cincuenta. Todo esto y más iba a parar a las bodegas inescrupulosas de cierta casa de empeño (cuyo nombre omitiremos en esta historia, pues aún viven y prosperan los descendientes del dueño del local), para después transformarse en costosos regalos y cenas en las manos de aquella Zoraida, quien pronto rindió sus favores al niño que tan bien había mostrado su perseverancia. Ramón entró a un mundo diferente, tenebroso y excitante. Lo más que se podría decir de Carlos en aquel entonces es que comenzó a usar botas vaqueras en imitación de su tío predilecto, el capitán Mayorga, de la policía judicial estatal. También que a la sazón tuvo un terrible accidente mientras conducía, sin permiso de sus padres y con consentimiento de su tío, un auto patrulla policial.
4
Charles Robert Richet, el fisiólogo francés ganador del premio Nobel de Medicina 1913, es ampliamente recordado en el mundo médico como el descubridor de la anafilaxia, palabra que él mismo inventó y que se utiliza para describir la reacción inmunitaria de un organismo a ciertas sustancias. Carlos Vázquez descubrió en carne propia esta palabra después de aquel inadmisible accidente sin registro en los archivos policiacos (cortesía de la escrupulosa mano del capitán Mayorga). Con un vidrio incrustado en la parte superior del labio y buena parte de la encía, casi hasta el paladar, los doctores del Seguro Social, tras curarle con aparente prolijidad y advertirle que su aventura dejaría una indeleble cicatriz, aplicaron preventivamente algunos antibióticos y otros fármacos anestésicos, los cuales el cuerpo del adolescente rechazó en forma violenta. Carlos desarrolló en los primeros minutos una inocente urticaria, de la cual culpó al lamentable estado de las sábanas del hospital público, para después mostrar los siguientes síntomas, según el expediente médico: “En las últimas tres horas el paciente ha presentado congestión nasal, rinorrea, estornudo, edema laríngeo, broncoespasmo, aumento de la permeabilidad vascular, hipotensión y arritmia. Además se incluyen manifestaciones gastrointestinales como náuseas, vómitos, diarrea y dolor abdominal; y neurológicas, como la cefalea (no migrañosa), acúfenos, vértigos, relajación de esfínteres y pérdida de la conciencia”. Llegado este punto el personal médico tuvo claro que se trataba de una emergencia.
En otros círculos de distinto talante, Charles Robert Richet es también recordado por Metapsíquica, un exhaustivo trabajo de investigación en doce volúmenes en donde establece las bases científicas para el estudio de los fenómenos paranormales. Richet sostenía la existencia de una energía desconocida que atravesaba el tejido del tiempo, hacia atrás o adelante sin distinción, energía que podía ser canalizada por algunos médiums y espiritistas gracias a una especie de sexto sentido rudimentariamente desarrollado. Siempre un hombre de ciencia, descartó de inmediato la existencia de espíritus o el influjo de los astros, creencia común en su época, a todas luces absurda e insostenible.
La vida de Carlos Vásquez, inextricablemente ligada a los hallazgos de este científico francés, experimentó un vuelco fundamental. Al borde de la muerte por choque anafiláctico, obtuvo la primera de muchas visiones, o en palabras de Richet: desarrolló el sentido de la precognición. ¿Qué vio Carlos Vázquez, tendido en un camastro de hospital público, mientras su cuerpo sucio de materia fecal se convulsionaba?
Se vio a sí mismo levantarse de la cama y salir del hospital y supo, entonces, que viviría; vio crecer su cuerpo, volverse grande, robusto; vio, como a través de un microscopio, crecer cada uno de los pelos de su bigote rápidamente, como flores que se abren en un documental, ocupando cada parte posible de su labio superior, ocultando las cicatrices del vidrio y la sutura; miró el tiempo doblarse, avanzar sobre su cuerpo en cámara rápida, años que pasaban en segundos con puntilloso detalle; a su tío, el capitán Mayorga, poseído por una sombra viviente en la mirada, transformándose en jefe máximo de la policía judicial; vio a su amigo, Ramón Palafox, recibir dinero de Mayorga; lo vio pistola en mano asesinar a decenas de personas; lo miró cruzar la frontera, aprender inglés, el idioma de los negocios y la muerte, que eran la misma cosa, para cruzar de regreso, retornar al hogar y levantar en ese mismo terreno una casa gigantesca; hermanos, sobrinos, padres ancianos arrimándose a la generosidad de su mano. Contempló una edad dorada descender sobre la ciudad, automóviles seminuevos en cada cochera de la clase baja, multiplicándose como seres vivientes, edificios funcionales de maquiladoras llenando el horizonte. Luego vio a Ramón Palafox escapar de una prisión y finalmente ser ajusticiado por la mano de Mayorga. Se vio renunciar a la corporación, escuchó la música del hombre que venció al demonio tocando el violín, sintió el dinero que quemaba en las manos, la ambición de una juventud fenecer por un capricho poderoso. Y después la misma sombra otra vez, una pared de oscuridad que consumía la ciudad, grupos de hombres armados recorriendo las calles, hombres que parecían venir de otro mundo y otra época, miradas de demonios, señores de la guerra; vio la falsedad de lo construido, el ídolo de pies de barro desmoronarse y diluirse en las aguas de su propia inmundicia, los desechos de su antigua bonanza (así como su cuerpo adolescente se revolcaba en aquella cama de hospital, así la ciudad se convulsionaba en sí misma); los descastados ascendían y ríos de sangre corrían por las principales avenidas, auténticos y literales ríos de sangre que manaban de las puertas de los bares, las masacres sin sentido, niños que fumaban extrañas sustancias, jóvenes colgados de puentes peatonales, como una ciudad antigua que hubiera sido arrasada por los bárbaros; y la sombra avanzaba, y él podía ver con los ojos de la viviente sombra cubrir el cielo, cruzar la puerta de la Taberna del Rey y contemplarlo a él, Carlos Vázquez, ebrio en la barra, sollozando porque la visión lo había alcanzado.
5
—¿Quieres que te llame un taxi? —dijo Charly mientras servía otra cerveza y otro trago de tequila al Vaquero. Experto en lidiar borrachos, la repentina confidencialidad de Carlos lo asustaba, como si algo se hubiera torcido en el orden aceptado de las cosas. Pero Carlos parecía no escuchar, su monólogo seguía, atravesando las horas y los años, encarnándose la historia en aquella barra, una historia llena de lodo, sacada de un pozo profundo en la memoria, enceguecida al reconocer la luz:
—A los catorce años, unos meses después de mi accidente, Ramón se peleó con otro tipo que le sacó una navaja, apenas a la salida de la secundaria. “¿Zoraida, que andas con Zoraida? Esa vieja es una puta y tú eres un pendejo.” El otro se clavó el cuchillo casi él solo, era imposible culpar a Ramón, pero aun así lo metieron a la correccional.
—Mayra, ven a escuchar esto —interrumpió Charly, resignado. No quería ser el único confidente de un pasado enterrado. Mayra la mesera, Mayra la Güera González, ella toda dulzura, Santa Magdalena de la Taberna del Rey, reapareció desde el cuarto de servicio, inesperada y presta como reaparece en este mismo relato. Como una miel derramada se sentó junto a Carlos y extendió su brazo por la espalda del desdichado, quien no respondió al gesto, perdido como estaba en la bruma del tiempo.
—Cuando salió de la cárcel, Mayorga le dio un montón de marihuana con la consigna de repartir por la ciudad, ésos eran sus negocios juntos. Yo me hice policía al poco tiempo. Ramón tuvo alguna secreta discusión con Mayorga y decidió irse a Estados Unidos. Dicen que allá se empleó como gatillero. Volvía de vez en cuando a visitar a sus padres, porque eso sí, quería mucho a sus padres. Yo veía los automóviles de lujo que luego traía y alborotaban la colonia con sus motores estruendosos que anunciaban la visita de Ramón, después de muchos meses de ausentarse. Comenzó a levantar la casa de los padres, construyó un par de pisos extra, una cochera gigantesca con columnas griegas pintadas de dorado y después desapareció durante años.
—Recuerdo bien a Mayorga, era un hijo de puta —interrumpió Charly de nuevo. La violenta nostalgia del Vaquero se traspasaba a los presentes—. Cuando fui tesorero de la asociación de cantineros, uno de los principales problemas que teníamos era la cuota de extorsiones que Mayorga pedía a los agentes. ¿Ramón, no era aquel que se escapó de la penitenciaría, el enemigo público número uno? Vinieron a buscarlo, clausuraron tantos bares en aquel entonces… Pero Carlos, de nuevo, parecía no escuchar, seguía y seguía, como la confesión de hombre moribundo que no admite ser interrumpida:
—Ya no supe de Ramón hasta que lo encerraron aquí en la cárcel del estado, por homicidio y tráfico de drogas. Lo cogieron junto a su cómplice, un tal Lobito, por el asesinato de un taxista a las afueras de la ciudad que los periódicos siguieron con inusual insistencia, presionando a la autoridad. Todavía escucho por ahí que fue Mayorga quien le plantó evidencia y hasta testigo. Le tenía miedo a Ramón.
Vaquero hizo una pausa que parecía llena de remordimiento y continuó:
—Después pasó lo de la fuga. Yo ese día venía del pueblo de Babícora, donde me habían mandado a cumplir una requisición, cuando escuché por radio que pedían apoyo. “¿Qué está pasando aquí, tío?”, recuerdo que le pregunté a Mayorga cuando llegamos a la iglesia en la que se habían apostado los prófugos. Ya entonces nos encontrábamos distanciados por cosas del trabajo. “Es Ramón”, me dijo, “y el Lobito. No quieren soltar las armas”.
—Lo recuerdo, salió en todos los periódicos —dijo Mayra, como quien habla por decir algo. Y así era: el autor lo ha intentado, pero parece que Mayra no pudiera recuperarse de su condición accesoria en esta historia, ese vago eco de Zoraida diametralmente opuesto en el tiempo y condición, en ese lúgubre mundo masculino de adolescentes, policías y gatilleros, donde las mujeres eran sombras, decoraciones, diálogos sueltos en la nada. ¿Cómo era posible que la violencia y la muerte no entraran en ese mundo al que faltaba la mitad de su esencia?
—Pues nada, que Ramón no podía caminar. Estaba deshidratado y tenía destrozados los pies. Buscaba la salida a Ciudad Juárez para pasarse al otro lado. Te juro que Ramón iba a entregarse, lo que él quería era que le arreglaran los pies. “Quiero agua, quiero agua y que me arreglen los pies”, gritaba desde un vitral roto.
Me acerque a él, tiró la escopeta y salió del recinto al reconocerme. Apenas vi que sonrió cuando ya estaba en el piso, muerto de un balazo. Lo había matado un francotirador, un hombre de Mayorga. No había nada que hacer. Los periódicos dijeron que murió en un fuego cruzado y yo renuncié a la judicial pasada una semana. Después vino lo que tú ya sabes: la música, las giras, tuve dinero, pero nada de eso era importante.
—¿Es verdad —preguntó Mayra— que puedes ver el futuro? ¿No pudiste prever la muerte de tu amigo? ¿El suicidio de aquel hombre que representabas?
Pero Carlos Vázquez no contestó, dejó un par de billetes en la barra y se dispuso a salir del bar, al encuentro de la noche. Allá afuera la sombra lo esperaba, dispuesto a devorarlo a él, a toda la ciudad y a todo el país. La misma sombra que devoró a Ramón Palafox y poco después al capitán Mayorga, muerto por el arbitrario número de veintisiete balazos, arrojado en una zanja a las afueras de la ciudad, con el amputado dedo índice introducido en la boca. Detrás de esa sombra, Carlos Vázquez ya no podía ver el futuro.