La escala zoológica
Nada sucedió como lo había imaginado. Hace tres meses, cuando me ofrecieron unas clases en una escuela particular, me negué tajantemente a aceptarlas. Hasta me reí de mi amiga cuando me contó que había pensado en mí para la chamba. La verdad es que la simple idea de estar frente a un grupo de juniors me daba asco. “Prefiero ser cajera toda mi vida, antes que volver a un salón de clases”, le dije, pero la verdad es que ni eso hacía. Llevaba más de un año sin trabajar y a todos les apuraba que dejara de ser una mantenida. Ya me tenían hasta la madre. Mis amigos, y hasta el más pendejo de la familia, se creían con el derecho de venir a mi casa a sermonearme. Según ellos, para que pudiera salir de la depresión por haber sido expulsada de la maestría. La verdad es que ni al caso: posgrado mediocre con una asesora mediocre, en una ciudad mediocre con gente buchona y mediocre. La maestría me daba lo mismo. Además, a veces pienso que trabajar para qué. Estudié dos carreras y aún así, con tal de conseguir feria hasta me rebajé a repartir volantes publicitarios para una escuela virtual. Llegué cuando ya estaba completo el equipo de maestros. Pero dejé rápido el trabajo porque me mordió un perro mientras recorría las calles de una colonia popular. Me defendí con un paraguas pero aún así me dejó dos heridas más o menos grandes en la pierna. Típico, en la entrevista te exigían un currículum brillante en tu área y además que por lo menos supieras algo de inglés, para después mandarte a las colonias. Recuerdo que hasta desconfiaron de mí cuando les dije que había abandonado la maestría, y eso es natural porque quién abandona una maestría con beca en estos tiempos y en este país, pero bueno, tampoco podía decirles la verdad. Después de eso trabajé en una escuela privada en donde tuve mi peor experiencia. Pero aún así cuál depresión: si yo no trabajaba era porque no quería. Así de fácil. Yo no iba a ser la sirvienta de ningún hijo de narco. Pero las cosas se me salieron de control… Unos días después de haber rechazado las clases, a mi madre le diagnosticaron una piedra en el riñón izquierdo. Eso bastó para que se fueran al caño mis planes. Tuve que aceptar el trabajo, que de entrada me pareció una pérdida de tiempo. Sí, una pérdida de tiempo, pero aunque el dinero no era mucho, ahora lo valía. Pues bueno, me aguanté la vergüenza y ese mismo día le regresé la llamada a mi amiga para decirle que aceptaba las horas de Literatura, y en menos de dos semanas ya estaba de mal humor porque me habían pedido, en calidad de urgente, las planeaciones. Además me exigían que fuera a una junta de seis horas todos los últimos viernes del mes. Claro, como no eran clases, no me las iban a pagar. Eso me pareció un abuso; es más, era una reverenda mamada. Me acuerdo que hasta se me retorció el estómago de coraje, pero me aguanté. No le dije nada a la directora que me veía con su sonrisa hipócrita porque no quería discutir. Me desgastan esas peleas que inician con un comentario sin importancia y que terminan siendo un conflicto. Así que mejor me callé. Ya vería cómo me quitaba esas ridículas juntas de encima. Respiré profundo. Tenía que agarrar valor para hacer la programación bimestral. Saqué la carpeta y unos libros pero no pude concentrarme. Por más que me esforzaba no podía quitarme de la cabeza la imagen de un alumno amenazándome. “La voy a matar, maestra. Le juro que la voy a matar”, me decía molesto por haberlo reprobado. Ése era uno de los muchos recuerdos de mi trabajo anterior. Y quizá eran una especie de alerta. “No vayas, Ana, no te metas en broncas.” Pero no, yo no quise reconocerla. Cada que intentaba seguir, los recuerdos empezaban a atormentarme. De pronto apareció uno lejano, de la infancia. Podía ver ante mí el rostro desencajado de un prefecto ante los insultos de un grupo de estudiantes. Estaba arrinconado en un pasillo húmedo y maloliente por los charcos que se hacían debajo de los aires acondicionados. Un lugar alejado del movimiento de los salones y aún más de la dirección. Los alumnos lo rodearon para meterle un gis entre el párpado y el lente. Saltaban a su alrededor y sólo bastó que uno lo empujara para que todos lo hicieran. Él rebotaba de un lado a otro sin la más mínima esperanza de ser escuchado. Así, en un empujón perdió los lentes, después cayó al piso y ahí, gateando entre las piernas de aquellos salvajes, empezó a buscarlos palpando a ciegas, pero lo único que recibió fue un golpe en las costillas que lo dejó tendido sobre el agua. Una punzada en el estómago me regresó a la realidad. Eran las doce de la noche. Empecé a sentir el inicio de un ataque de pánico nocturno que pensé que había desaparecido desde hacía varios años. En ese momento me di cuenta de que no era así. No lo había superado y eso me provocó un sentimiento de peligro que se fue haciendo cada vez más fuerte. Respiré profundo una, dos, tres ocasiones, y me fui a la cama. Traté de olvidar.
La primera clase fue como la había imaginado: al entrar al salón escuché una expresión de rechazo. No pude evitar reprocharme el estar ahí. Nadie más que yo tenía la culpa de enfrentar una situación tan humillante. Apretando los dientes caminé hasta el escritorio. Quise reponerme pensando en hacer una presentación de la materia pero todo esfuerzo era inútil. Lo único que me daba fuerzas era pensar en el dinero. “Soy su maestra de Literatura”, dije alzando la voz para que todos escucharan pero ni siquiera voltearon a verme. Entonces me detuve frente al espectáculo: un grupo de alumnos rociaba desodorante al aire para después hacer una flama con un encendedor. Reían y festejaban su estupidez. Dos filas más adelante una muchacha golpeaba a otra con un libro, mientras que los de atrás, la mayoría, se concentraban en el celular. La sangre me hervía y luego una fuerza, una acumulación de rabia por todo mi cuerpo explotó en la mandíbula con la fricción de los dientes. “Son unos animales”, pensé, pero de mi boca sólo salió un “Cálmense, muchachos”. Apenas terminé la frase sentí lástima por mí. “Guarden silencio, por favor”, supliqué, pero volví a fracasar en el intento. Quise controlarme pero los ejercicios de respiración no fueron suficientes, entonces recordé la mirada retadora de mi padre advirtiéndome que si estudiaba Letras no pasaría de dar clases. Y, precisamente, dar clases era lo más lejos que había llegado. Pensé también en mi madre quejándose de un dolor intenso, luego recordé el precio de las medicinas y la cuenta del hospital. No me quedó de otra más que tragarme el coraje y seguir hablando sola. Escribí la rúbrica en el pizarrón y enlisté los objetivos de acuerdo con las competencias que no entendía y que en realidad no me importaban. Después, para hacer tiempo, hablé de los griegos. Nadie preguntó nada. Nadie se dio cuenta de que en el pizarrón había dos faltas de ortografía que había escrito a propósito. Tampoco vieron que la suma del total de los criterios no llegaba al cien. Pero mientras les veía la jeta a cada uno de los alumnos los imaginaba suplicando por un seis. Eso era lo único que me mantenía en pie: el dinero y verlos suplicar, llorar, hincarse ante mí pidiéndome perdón. Los maldije mil veces y en silencio fui tejiendo mi venganza.
Así siguieron las semanas hasta que empezaron a retarme. Se levantaban de sus lugares para empujarse y platicaban incluso cuando les pedía que pusieran atención. No había día que no sintiera su desprecio, su indiferencia, y de pronto, como una ventosa succionándome el cerebro: una sensación de asfixia, el coraje de perder el tiempo. Recorría el salón con la mirada: las butacas de enfrente estaban vacías; en la esquina, a mi derecha, dos muchachos sacaban la baraja acomodándola con calma sobre la mesa; atrás de ellos, Leslie hojeaba una revista y su compañera se retocaba el maquillaje, y ahí, al fondo, a la sombra de la última fila, un muchacho besaba a su novia. Arturo. Se llamaba Arturo. Por Dios que quise ignorar la escena, pero algo, una pulsión interna, una especie de presentimiento, me hizo regresar la vista hacia él. “Hacia ellos”, pensé al momento de la reflexión, pero caí en cuenta de que aunque la muchacha era atractiva, era él a quien buscaba. Así fue como lo descubrí: en medio del caos, del agolpamiento. Él, buscando con terquedad las piernas de ella, que al principio huían pero que después se abandonaban al placer, un placer contenido y por eso mucho más fuerte. Después, sin que sus compañeros pudieran notarlo, ella deslizó la mano hasta su entrepierna para aprisionar el miembro que la esperaba: listo: erguido. Por los riñones de mi madre que tuve un sobresalto. Sentí cómo una oleada de sensaciones me sofocaba el pecho, pero seguí hablando de la importancia de la coma y de los puntos suspensivos. “Los puntos suspensivos son tres, no dos, ni cuatro. Son tres”, amenacé con la voz entrecortada a los únicos dos muchachos que voltearon a verme con indiferencia. Tragué saliva y la boca me supo amarga. De nuevo volví la vista hacia la pareja que en ningún momento había dejado de tocarse. En ese instante él le rodeaba la cintura y olía su cuello. Respiré con un dejo de cansancio y deseo que nunca pensé compatibles y que en ese justo momento descubría. Entonces, cuando más disfrutaba de aquella escena, sonó el timbre del receso. Empezaron los gritos, el alboroto. Los alumnos se levantaron en estampida y yo me quedé ahí sentada sin poder creer lo que había visto.
Por la noche, mientras esperaba que los medicamentos para el dolor hicieran efecto y mi madre por fin dejara de lamentarse en la cama del hospital, no pude evitar pensar en las clases. Había estado buscando diferentes estrategias para llamar su atención, pero tenía la seguridad de que nada de lo que hiciera daría resultado. Además, la verdad es que en este punto ya me daba lo mismo que esos juniors aprendieran o no. Me acosté en el pequeño e incómodo sofá que estaba a un lado de la cama de mi madre. Como que los medicamentos empezaron a hacerle efecto rápido, porque dejó de sollozar. Fue entonces cuando mi preocupación quedó opacada por el recuerdo de Arturo. Pero esta vez no era su novia sino yo a quien él acariciaba. Yo era quien recibía aquella mano entre las piernas y, por supuesto, quien sostenía su miembro erecto. Sí, me sentí extraña al principio, pero la sola idea de llevarlo a la realidad me hizo experimentar esa alegría asfixiante que desde hacía mucho había desaparecido. Y fue precisamente esa sensación la que me obligó a imaginar esa y otras variantes de la escena: sus manos grandes y fuertes avanzaban por mi cuerpo y se detenían en la cadera para después subir a mi cintura. Si cerraba los ojos las podía sentir suaves, anchas, volviéndose dueñas de cada rincón. Pensando en él, en su cuerpo, me quedé dormida.
A las seis de la mañana me interrumpió una enfermera para checar la presión y cambiar la bolsita que era alimentada por la sonda. Vaciaba la orina en un recipiente de plástico y después la tiraba al escusado. En cuanto sintió la presencia de la enfermera, mi madre empezó a quejarse: que me duele el estómago, que me duele mucho la cabeza, que tengo calor, que este lugar no está bien ventilado. Lo único que pude hacer por ella fue acercarle un vaso de agua para ver si se le pasaba el ardor en el estómago que le provocaban los medicamentos. Me acuerdo que después de eso me metí a bañar sin hacer un esfuerzo por consolarla. Por un momento me sentí culpable, pero recordé que tenía mucho por hacer y eso me ayudó a calmar el remordimiento. Necesitaba ir a dar clases, después al banco por el dinero y regresar para pagar la cuenta y esperar a que la dieran de alta. Mientras me desvestía y me organizaba mentalmente, sentí un dolor agudo en la espalda. Maldije el incómodo sillón en el que había dormido. Estiré los brazos, las piernas y así fui recobrando el movimiento natural de mi cuerpo. Pensé en la tortura del salón de clases, pero me acordé de cuánto necesitaba el dinero.
En el colegio me encontré en la entrada a la directora. Parecía que estaba de cacería, porque en cuanto me vio se me acercó para decirme que necesitaba hablar conmigo en privado.
—¿Cómo le ha ido con los muchachos? —me preguntó con una mirada retadora.
—Me sigue costando hacer que participen, pero vamos bien con el programa —mentí para sentirme menos estúpida.
—Hay muchas quejas de los alumnos. Dicen que usted es muy exigente y que no saben qué esperar para las evaluaciones. Incluso varios ya han amenazado con traer a sus padres.
Sus palabras tomaron un aire de amenaza. No dije nada. Me acomodé en la silla pensando en qué podía contestar y lo único que salió de mi boca fue un:
—¿Y usted qué me aconseja? —fingiendo humildad, pero sobre todo, para probar el terreno en el que me encontraba.
—Enseñar no es sólo tener los conocimientos. Llame de alguna forma su atención. No hay de otra. ¡No es fácil ser maestro!
Nos despedimos de inmediato y, asintiendo repetidas veces con la cabeza, abandoné la oficina para entrar a la clase. “No es fácil ser maestro”, pensé mientras saludaba como de costumbre, pero, también como de costumbre, no obtuve respuesta. Acomodé las cosas en el escritorio como lo había hecho desde hacía un mes y tuve la sensación de estar viendo pasar mi vida por el orificio de una cerradura: Ana suspendida, flotando frente a un grupo de simios indomables. La animalización. Recordé entonces el inicio de El apando: “…con sus pasos de extremo a extremo, detenidos pero en movimiento, atrapados por la escala zoológica como si alguien, los demás, la humanidad, impiadosamente ya no quisiera ocuparse de su asunto, de ese asunto de ser monos”, y no era exageración. Estuve un rato ahí, parada al frente, abstraída, hasta que me encontré de nuevo con Arturo. Se acercaba a su novia, la tomaba de la cintura y le metía, intentando pasar desapercibido, la mano por debajo de la falda. Tuve de pronto una agitación involuntaria. Intenté voltear hacia otro lado, pero no soporté la idea de perderme la escena. Su novia lo dejaba hacer, al principio con un esfuerzo evidente por concentrarse en la clase y en los apuntes que había que copiar del pizarrón, pero poco a poco se olvidaba de las notas para concentrarse en el momento: las piernas abiertas, el cabello ligeramente alborotado por la cercanía de los cuerpos y las bocas que siempre terminaban por encontrarse debajo del suéter con el que se cubrían hasta la cabeza para alejarse, para sumergirse en su propio universo. Así estuvieron: ellos tocándose y yo viéndolos, tratando de disimular —escribía en el pizarrón, caminaba de un lado a otro o me recargaba en el escritorio—, hasta que me sorprendieron los brincos de un muchacho que caminaba por arriba de las mesas.
—Carrillo, bájate de ahí —le llamé la atención mientras respiraba despacio, haciendo un esfuerzo para no gritar y para sobreponerme a la imagen de Arturo que aún tenía en la cabeza.
Pero Carrillo no se bajó. Al contrario, siguió avanzando sobre las mesas hasta cumplir su objetivo.
—Regrésate inmediatamente a tu lugar —amenacé apretando la mandíbula.
En ese momento sentí el impulso de golpearlo en la cabeza con la mano, de decirle que era un imbécil, un niño estúpido y malcriado: un simio. Después pensé en el posible abandono de los padres, en los lujos y el dinero que seguramente se habían vuelto la solución a todos los problemas en su casa. Tuve también ganas de arrastrarlo del cabello hasta su asiento, pero me contuve. La acumulación de rabia que ya había sentido otros días, casi todos, ahora se me había concentrado en la garganta. Me ardía. Me raspaba.
Carrillo contestó que no.
—¿No?
—No, ya le dije que no…
—Pues de mi cuenta corre que no vas a pasar esta materia. ¡Te lo juro! —grité desesperada.
Me temblaban las piernas y la boca. Entonces fue cuando empecé a sentir que el ojo me brincaba. El salón quedó en silencio, cosa que hasta ese momento parecía imposible. Carrillo, con una molestia evidente y sin quitarme los ojos de encima, empezó a arrastrar una butaca produciendo un chillido que hizo que varios se quejaran. Lo veía moverse y sólo podía sentir un profundo desprecio por el muchacho y por los granos y las marcas de acné que se podían ver a kilómetros en su rostro. Días después supe que aquel silencio se debió a que Carrillo era hijo del socio mayoritario del colegio y que nadie, ni siquiera la directora, se hubiera atrevido a retarlo. “Maestra, usted no está en una escuela pública, y este muchacho es como quien dice hijo del dueño… Se lo digo nada más para que lo tome en cuenta”, me dejó en claro la coordinadora cuando el rumor corrió por los pasillos de la prepa. Sus palabras tenían un tono de amenaza disfrazada de consejo. Seguramente fue ella quien se lo contó a la directora.
Mientras mi madre se reponía lentamente de la cirugía —a veces recostada en su cama y otras lanzando un gemido al orinar—, estuve pensando en que debía haber algo con lo que pudiera llamar la atención de mis alumnos. Fue entonces cuando recordé que alguna vez un maestro había logrado impresionarme con un poema de Oliverio Girondo que empezaba con un rotundo “Me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo…”. Y me acordé también de Arturo, porque no podía sacarme su recuerdo, pero también porque no quería olvidarlo. Era la maquinaria que me daba vida, que me mantenía en movimiento. Así llegué a la conclusión de que lo que les hacía falta era acercarse al erotismo como una de las muchas posibilidades narrativas. Pensé en que si buscaba los fragmentos correctos, y si tenía un poco de suerte, por fin despertaría su interés y a lo mejor no sólo escucharían, sino también, ya de paso, quizá se sentirían atraídos por la literatura. Aunque era evidente que había perdido las ganas de enseñarles algo, el recuerdo de Arturo y la curiosidad de su reacción a mis lecturas me hizo buscar y subrayar algunos fragmentos que me gustaban. En ese momento supe que mis clases tenían un propósito definido. Una felicidad, una frescura me latía en todo el cuerpo.
Al otro día me acomodé en el escritorio como de costumbre, en medio de los gritos y el desorden. Estaba nerviosa aunque eran más fuertes las ganas de comprobar si el plan daría resultado. Jalé la silla hacia el centro, me senté con soltura y empecé a hablarles. “Hoy no vamos a tener clases. Hoy quiero leerles”, les advertí mientras buscaba la página marcada. En ese momento tuve ganas de abandonar la idea, pues nadie hacía ni el más mínimo intento por ponerme atención. Respiré profundo como hacía siempre que estaba a punto de perder la paciencia, sólo que ahora lo que estaba en juego era la esperanza de hacerme visible. De eso dependía que pudiera conservar mi trabajo. Agarré valor y empecé a leer como si con ello abriera la puerta a un nuevo universo. “El ojo de Granero”. Escogí este capítulo de Historia del Ojo para debutar. Al principio parecían no escucharme, pero primero uno, luego otro, y así poco a poco, la mitad del salón se abandonó al ritmo, a la cadencia de las palabras, hasta que un aplastante “Cogí a Simone por el culo mientras ella extraía mi encolerizada verga” hizo el milagro y todos voltearon asombrados a verme. Supe que ésa era la prueba indiscutible de que Dios existía y entonces una violencia desconocida se apoderó de mí. Seguí leyendo con el mismo entusiasmo, pues ahora que estaban alertas no podía perderlos. Cuando llegué al “Desnuda la joven, hundí en su carne babosa y color de sangre mi polla rosa”, ya todos habían optado por dejar lo que estaban haciendo. Una alumna me observó con una mueca de asco, mientras la mayoría, con una evidente sonrisa dibujada en sus adolescentes y lujuriosos rostros, aprobaba complacida aquella revelación. Arturo me veía fijamente al tiempo que empezaba a buscar los muslos de su novia. Y eso era lo que yo había estado esperando. Ella también me veía y escuchaba como si en ese momento la lectura fuera lo único importante. De pronto perdí un poco de concentración, pero volví a meterme en mi papel. Hice todo lo posible por no perder el renglón, aunque de vez en cuando hacía una pausa para verlos. Mientras leía imaginaba el calor del contacto, el ascenso pausado de la mano hacia su sexo, que la esperaba ya húmedo, palpitante. Fue entonces cuando deseé que esa mano, que ese cuerpo, fueran sólo míos. Seguí la lectura con la misma agilidad con la que a solas leía y releía aquellas páginas. Mi voz se escuchaba firme, clara, en medio del silencio y la atención que se hacía absoluta con frases como “El orgasmo del toro no es más fuerte que aquel que nos desgarró…”. Las mujeres sonreían nerviosas, mientras que los hombres, con los ojos clavados en mí, evidenciaban un gesto de placer. Cuando volteé de nuevo hacia Arturo me di cuenta de que ahora los dos se tocaban: él tenía la mano entre sus piernas y ella le correspondía, tal y como la recordaba, acariciándole el sexo sobre el pantalón. Desde mi lugar no podía ver pero sí imaginar el bulto que seguramente ya debía responder firme y vibrante al tacto. Después de eso me fue casi imposible concentrarme. Estaba ahí, tratando de leer, tropezándome ya con las últimas palabras, sintiendo entre los muslos la humedad y la dilatación. Pensé que todos habían notado que cada vez me ponía más caliente, pero lo único que encontré al levantar la vista fueron las muecas de asco, pues había llegado al punto en el que Simone pide que le lleven los testículos del toro para sentarse desnuda sobre ellos. Los alumnos se inquietaron, pero no por ello desviaron su atención. Al ver que nadie había notado el deseo que me había llevado a imaginar cómo Arturo me penetraba, recobré la tranquilidad y cerré el libro con una seguridad infranqueable. Entonces les dije: “Ahora vamos a seguir con la clase”. Los muchachos empezaron a ponerse inquietos. “No, maestra, siga leyendo”, pidieron algunos, y después el resto se unió ya en tono de súplica. Yo sentí que ésa era la oportunidad que había estado esperando, y al verme orillada por la insistencia y el evidente interés de los alumnos en las cuestiones literarias, no me quedó otro remedio que hacer un trato: les propuse que les leería todos los días, siempre y cuando primero me dejaran dar la clase. Y así lo hicimos. Todos los días exponía el tema según el programa, y después continuábamos con la lectura.
Pronto les leí el inicio de Las edades de Lulú, y aunque varios se quejaron de haber tenido que oír un explícito encuentro homosexual, todos disfrutaron la sesión. Después siguieron unos cuentos cortos de Anaïs Nin y a ésos un fragmento de los castigos de los amantes de Historia de O. Por primera vez me sentí útil, y eso hizo que me olvidara de las consecuencias. Mientras les leía los fragmentos más interesantes de Lolita o de El amante de Lady Chatterley (“Y entonces era generoso y curiosamente potente; permanecía erecto dentro de ella, abandonado, mientras ella seguía activa…”), la turbación, el desasosiego eran un eco en expansión que se volvía permanente. De pronto me sentí alegre y hasta empecé a reírme de sus bromas.
Un día, mientras guardaba mis libros y acomodaba la silla en el escritorio, sorprendí a Arturo viéndome las piernas. Después, cuando le di la espalda para agarrar mis cosas, alcancé a escuchar que de su boca se escapó una expresión de sorpresa. En ese momento no supe cómo reaccionar y decidí ignorarlo, pero también me mantuve alerta. No había momento en el que no pensara en él. Era como una enfermedad, no podía quitármelo de la cabeza, pero no fue sólo por eso, sino por lo que pasó después. Cuando me quedé sola en el salón se me acercaron dos muchachos y se ofrecieron a ayudarme con la bolsa de los libros. Como no tenía prisa me quedé un rato ahí con ellos. Uno se sentó en el escritorio y el otro en la mesa de enfrente. Me preguntaron sobre el libro que estaba escribiendo. Les hablé sobre los personajes: una pareja de ancianos que, hartos de haber compartido toda una vida juntos, planeaban cada uno en secreto el asesinato del otro. Los jóvenes hablaron, creo, sobre la crueldad de la historia, sobre el oficio de la escritura y después, de manera natural, espontánea, aterrizaron en los relatos que les había leído, para después contarme una de sus aventuras.
—Maestra, es que el Arturo lo tiene bien grande —dijo Martín, un muchacho gordo de cabello lacio, mientras hacía un esfuerzo por contener las carcajadas.
—Pero cuéntale bien —agregó Carrillo tratando de adoptar una actitud seria para empezar el relato—. Mejor yo le cuento. Estábamos en el baño varios del salón rayando pendejadas en las puertas y teníamos un desmadre. Entonces entró el Arturo y…
Carrillo se echó a reír. El gordo también se reía tapándose la boca. Yo, aunque al principio traté de disimular mi interés, opté por sentarme para no perder detalle.
—¿Y qué? —les pregunté deseosa de que continuaran.
—Bueno, pues la directora escuchó y mandó a la secretaria para que nos callara, y cuando ella entró al baño se encontró con el Arturo que estaba orinando. Se lo vio y gritó sorprendida.
Los dos reían y hablaban, pero yo ya no podía escucharlos. No supe qué responder. Me quedé en silencio tratando de sobreponerme al impacto que me habían producido sus palabras. No entendía por qué ahora me decían eso, y es que ellos no sabían de la agitación de mi sangre, ni de la sacudida, ni de ese golpe de incertidumbre que ahora sentía clavado en el pecho. Me levanté y salí del salón diciendo que tenía prisa. En el pasillo me di cuenta de que Arturo estaba parado en las escaleras. Al verlo respondí a su mirada entre risitas tramposas y balanceos. Él clavó los ojos en mi escote.
Después de eso todo empezó a fluir y es por eso que no me siento culpable. Además no era yo, era una fuerza interior la que no me dejó detenerme. Si nos encontrábamos en el pasillo él me seguía. También me observaba acomodar los libros y me veía sentarme en el escritorio mientras me preparaba para la clase. Yo pensé que me estaba retando, y la provocación sencillamente no la soporto. Entonces escribí una lista de enunciados en el pizarrón y enseguida les advertí que para leerles algo primero debían terminar el ejercicio. Arturo y yo nos miramos. Supe que ése era el momento, así que aproveché para salir al pasillo. No tenía la certeza, pero sí la intuición de que él iría detrás. Bajé las escaleras y entré al baño. Me vi en el espejo y pensé en el contacto de nuestros cuerpos. Me acomodé ligeramente el cabello y la falda y salí para atravesar el patio de regreso. Al subir las escaleras me lo encontré de frente. Se había hecho la magia: podía verlo a los ojos. Esta vez no me lo estaba imaginando. Le sonreí intentando hacerme a un lado, pero la escalera era estrecha y en cuanto intenté quitarme Arturo me sujetó del brazo y me recargó contra la pared. Entonces ya no pude resistirme. No sé cómo logré zafarme, pero subí al siguiente escalón más como una provocación que como un intento de huida. Y mi actuación dio resultado. Lo supe porque él hizo lo mismo, sólo que ahora me sujetó con fuerza de la cintura y me atrajo a su cuerpo. Y así, sin una risa nerviosa, sin la menor señal de desconfianza, empezó a besarme. Mientras lo hacía aprovechó para pasear sus manos por mi cuerpo: acarició los muslos, la cadera y las nalgas hasta llegar a mis pechos. Les digo que no era yo, era algo profundo, algo que emergía desde mis pulmones, un resplandor que me cegaba para dejarme hacer. Tuve el impulso de quitarme porque pensé que por ahí debía andar husmeando el prefecto, pero aún así, por más que luché contra mí misma, no pude alejarme de ese cuerpo. Me acordé de lo que me había dicho Carrillo y aún no se me aclaraba el recuerdo cuando pude sentirlo muy cerca, empujando, haciendo presión contra mi pelvis. Juro que eso me nubló el pensamiento hasta que me lo aclaró de golpe el ruido de unos pasos que se dirigían a la escalera. Nos soltamos. Él bajó y se metió al baño y yo me fui al salón para recoger mis cosas porque ya no tardaban en dar el timbre de salida. Caminé con esa luz cegadora que envolvía como un aura toda mi silueta. Al salir del salón me encontré a la directora. No sé por qué pero me pareció una mujer agradable y hasta la saludé con una sonrisa.
Arturo y yo nos seguimos viendo en los pasillos, luego en la biblioteca, y hasta me ofrecí a darle asesorías por las tardes. Así estuvimos varias semanas. Llegué a sentir que me había enamorado. Pero todo tiene un límite y yo lo estaba pasando. Una mañana, desde que entré al edificio, sentí que todos me observaban. El prefecto, las maestras y hasta las señoras de intendencia me veían de una forma sospechosa. Cuando llegué a la sala de juntas, dos maestras se salieron evitando cruzar palabra conmigo. Ni siquiera me dieron los buenos días. La única que se me acercó fue la coordinadora, pero para advertirme que mi trabajo estaba en peligro, y en menos de cinco minutos la secretaria entró para decirme que la directora me esperaba en su oficina. La sangre se me fue a los pies y luego a la cabeza y sentí que mi cuerpo se descompensaba. Agarré mis cosas y caminé con un temblor evidente en las manos. Ni siquiera fui capaz de articular palabra cuando la directora me pidió que me sentara. En cuanto lo hice entraron el director general —un viejo como de setenta años que con trabajo logró subir los escalones empinados— y detrás de él una madre y un padre de familia. Todos permanecieron de pie excepto el director general, que se sentó en el lugar de la directora, y yo, que no pude levantarme de donde me había aplastado. La señora veía constantemente el celular y era evidente que estaba muy inquieta. Además, no me quitaba los ojos de encima. Me sentí menos que una cucaracha. Supe que me había convertido en uno de ellos. Ahora yo también era un simio.
La primera que habló fue ella. “¡Es una pervertida!”, me gritó, y en cuanto lo dijo pude ver una tremenda carga de odio en su mirada. Empecé a sudar y a sentir cómo poco a poco iba perdiendo el control de mi cuerpo. Al “pervertida” le siguieron otros insultos y yo me puse a pensar en él. Arturo en la escalera. Arturo sometiéndome por la espalda y sobre el escritorio. Arturo besándome, recorriéndome toda con su húmeda y esponjosa lengua detrás de la puerta del baño. Las imágenes corrían como una proyección frente a mis ojos. El corazón me empezó a bombear fuerte.
—¡Eres una maldita degenerada! —volvió a gritar la madre, pero ahora con la firme intención de írseme encima.
La directora, que era quien estaba más cerca, alcanzó a detenerla.
—Es tan descarada que seguramente es capaz de negarlo —agregó ya sin verme.
Yo sabía que no me quedaba de otra más que aceptar lo que había pasado. Quizá si me atrevía a negarlo, a defenderme, mandarían llamar a los testigos que desfilarían por la oficina para declarar todo lo que habían visto. Recordé los pasos que escuchamos en la escalera. Si eso sucedía, entonces la humillación sería peor, así que sin pensarlo me levanté y les dije que sí, que lo aceptaba, que yo era la única culpable.
La mujer se rio moviendo la cabeza como desquiciada.
—Se los dije, mi hijo no podía estar mintiendo. Además, aquí mismo traigo las evidencias.
Pero les digo que nada sucedió como yo creía. La señora sacó de su bolsa una carpeta con varios juegos de copias y los fue extendiendo sobre el escritorio: “El ojo de Granero”, Las edades de Lulú, Justine o los infortunios de la virtud y muchos otros títulos que yo les había proporcionado. Ahí fue cuando mi cuerpo descansó y lo único que emergió de las oscuras profundidades de mi alma fue una sonrisa. Cuando vieron los títulos y empezaron a leer los fragmentos que yo había subrayado, ya nadie volteó a verme. La mujer, que no leía, estaba ocupada haciendo una lista de quejas sobre mi pésimo comportamiento.
—Amenazó a uno de los muchachos con reprobarlo por su cuenta y además se refirió a mi hijo como “estupidez humana”.
Se me vino de pronto la imagen de mi madre. Ahora que me había quedado sin trabajo, ¿cómo le iba a comprar sus medicamentos? Aún así me sentía liberada. Lo único en lo que podía pensar era en Arturo, en nuestro próximo encuentro.
Mariel Iribe Zenil. Estudió Comunicación y Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Autónoma de Sinaloa. Ha sido conductora de televisión y reportera de nota roja y deportes. También ha colaborado en las revistas Textos, Literal, Politeia, Punto de partida y el diario Récord. Ha sido antologada en A fin de cuentos (Ayuntamiento de Culiacán, 2007), La letra en la mirada (Ayuntamiento de Culiacán, 2009), Cuadernos de periodismo Gonzo (Almadía, 2011), 22 Voces. Narrativa mexicana joven (Malaletra-Conaculta, 2015), Caminos que se bifurcan (Instituto Sinaloense de Cultura, 2015) y Lados B (Nitro/Press, 2011). El último intento (FETA, 2013) es su primer libro. Vive en Culiacán desde los once años.