Trece poetas (1990-1998) / No. 201
Oaxaca, Oaxaca, 1992
Perfecta
A mi madre
Todo lo cumplí intachablemente.
Me ocupé de las labores propias
de una señorita, me abstuve
de levantar la voz y desdeñar
las buenas costumbres de tu reino;
posé para la instantánea
de la hija provinciana modelo,
obedecí todos tus mandatos
más por miedo que por convicción.
Tú sabes que fui la mejor de todas.
Corona de los padres son los hijos
repetías como halago y sentencia,
mientras evaluabas todo a tu alrededor.
No preguntes, no reproches,
no blasfemes,
no des tu cuerpo sin estar casada.
La prohibición era la médula de tus leyes.
Pero yo, necesitaba develar el misterio.
Había sido animal enjaulado
y al sentir el calor del sol
me dejé bañar por él,
comí de la manzana
y en su sabor encontré mi delicia.
Sé de sobra que hoy soy todas tus vergüenzas,
señal de escándalo
que te ofende con su sola mención.
Nada queda de la niña que formaste.
Y es que después de todo, madre,
lo que tú nombras rebeldía, fracaso, libertinaje
yo lo llamo albedrío,
ajuste de balanza.
Secundina
También el alma se puede enfermar de frío.
Dicen las mujeres de la casa cuando hablan de ti.
Recuerdo que eras callada y misteriosa, igual a esas noches en las cuales sabes que la lluvia estará ausente y sin embargo la esperas.
Nada te sorprendía. Cualquier silla era el espacio idóneo para acurrucarte y buscar un poco de calor entre tu cuerpo. Te frotabas las piernas con esas manos ya escamosas de tanta resequedad y con las cuales —según se sabe— jamás enamoraste a ningún hombre. Quienes te buscamos pudimos encontrarte en el fogón de la cocina, junto a la olla de café —la cual te hacía más compañía que cualquiera de nosotros— o en el patio, cuando el sol lograba verse en esta tierra tan fría en donde nos tocó nacer.
Me gustaba observarte. Adivinar qué pensabas mientras te comías —una a una— las flores de ese cafetal domesticado por ti. Las ponías en tu boca con tanta calma y devoción que ni una sola vez me aburrí de verte.
Posiblemente creías —así como mis abuelos— que ellas pueden curar cualquier mal. O mejor aún, puede ser que en ese cafetal veías una forma de hacerte presente, de tener algo en qué ocuparte y ser visible. Una posibilidad de ser la madre de ese huérfano al que nunca le cayó ninguna plaga y tampoco hubo hormiga que se atreviera a saciarse de él, mientras tú aún vivías.
Traté de descifrarte, pero nunca te adiviné nada.
No advertí que te estabas muriendo.
Tía Secundina, temblabas sin descanso. Dicen que te habías enfermado de frío, pero nadie se enteró en el momento preciso, fue hasta mucho después de tu muerte que lo supimos. Muy pocos te poníamos atención y esos muy pocos éramos niños que no logramos leer esa mirada de tristeza que siempre tuviste.
¿Quién se enferma de frío, tía Secundina?
Ya no tiene caso preguntarlo y sin embargo lo hago, como para curarme —falsamente— este pesar. No protegí tu último signo de presencia en esta vida.
Tampoco protesté, ni pude llorar.
Hoy, cortaron tu cafetal.
Ya nadie comía de sus flores.
Seguramente, en algunos días,
ninguno de nosotros lo recordará.