No. 137/ENSAYO

 
La fábula y la contrahistoria: Ibargüengoitia a través de
Los relámpagos de agosto

Rodrigo Martínez
FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES, UNAM
 


 

punto de partida 137
      Fototeca del Conaculta-INBA-CNL
Hacia 1964, la narrativa hispano­a­me­ricana vivía un proceso de experimen­­ta­ción. Ju­lio Cortázar había publicado Rayuela (1963) y Mario Vargas Llosa La ciudad y los perros (1963). En México, donde también existía un profundo interés por las vanguardias literarias y la práctica de técnicas de escritura novedosas, un autor de treinta y seis años, quien estaba dedicado a la dramaturgia, relegando la influencia de los ismos en boga, dio a conocer su pri­mera novela y, quizá sin proponérselo, evidenció la ma­durez que había alcanzado la reflexión artística sobre el episodio social más agitado e inconsciente de la his­toria local: la Revolución mexicana. Hace cuarenta y dos años, Jorge Ibargüengoitia presentó Los relámpagos de agosto y obtuvo el premio Casa de las Amé­ri­cas con una obra que, gradualmente, se convirtió en un clásico mexicano del siglo XX.

Debido al contexto de experimentación literaria (en aquel año Vicente Leñero publicó Los albañiles —ejem­plo de una novela polifónica y fragmentada—; y Sal­va­dor Elizondo sorprendió con la pureza técnica de Narda o el verano), se podía esperar que la incursión de Ibar­güengoitia en la narrativa estaría a tono con es­tos in­tereses. Sin embargo, Los relámpagos de agosto no resultó una obra de vanguardia en la dimensión de las creaciones artísticas de su tiempo pues no fue escrita con el interés de revolucionar la estructura, el manejo del tiempo ni mucho menos el lenguaje de la nove­lística hispanoamericana.

La historia del general José Guadalupe Arroyo —una suerte de arquetipo del revolucionario en México— narrada a través de sus memorias, a su vez recopila­das "por un individuo que se dice escritor mexicano" (Ibar­­güengoitia), no fue un experimento preconcebido, si­no literatura de entretenimiento, debate y desmitifica­ción, cuya sorpresa radica en el manejo de recursos como la ironía y la sátira al mismo tiempo que el contenido de la obra se erige a la manera de una guía de caracte­rísticas de la historia política de México.

El texto, sin du­da, contiene una serie de rasgos para reconocer al cau­dillo de la revolución y también al po­lítico me­xi­­ca­no contemporáneo. Se trata de una fábu­la que an­ti­ci­pó los rasgos de los funcionarios públicos de nuestra era.

   

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Los relámpagos de agosto es una novela muy senci­lla. Se trata de las "memorias históricas" que ilustran la forma en que José Guadalupe Arroyo es derrotado política y militarmente. El general inicia sus remembranzas describiendo cómo fue nombrado secretario par­ticular por su colega Marcos González, quien ha­bía ganado las elecciones presidenciales. Sin embargo, cuando Arroyo viaja a la capital descubre que el mandatario electo falleció. Una vez en los funerales, rodeado por un mar de recelos y ambiciones, el prota­gonista se reúne con otros personajes y pacta la forma por medio de la cual buscarán concentrar el poder en las manos del grupo que los representa. Pero Vidal Sán­chez, entonces presidente en funciones, quien es un pre­sunto Plutarco Elías Calles, designa como gobernante interino a Pérez H., viejo enemigo de Arroyo. Vanamente, la pandilla de José Guadalupe intenta de­rrocar a la gente en el poder por la vía electoral. El fracaso, producto de algunas estafas políticas, así co­mo la persecución encabezada por Vidal Sánchez con­tra sus detractores, obliga a la oposición a defenderse por medio de las armas.

Las peripecias de Arroyo, narradas con la forma de un thriller, en el cual las acciones se desencadenan con inmediatez y desarrollan una estructura lineal, no cons­tituyen una novela de la Revolución. Tampoco, como ha asegurado Ignacio Trejo Fuentes, dan forma a una "antinovela" de aquel género. Sin duda, el tema que interesa al autor es el proceso político posterior a la re­vuelta armada de 1910. Sin embargo, aún cuando la novela parece una reflexión madura sobre un pe­rio­do que siempre fue mitificado, no se trata de una pie­za más de la novelística revolucionaria ni, mucho me­nos, de una nueva modalidad narrativa que preten­diera imponerse como un esquema contrario al existente. La esencia de este texto descansa en la forma y, a pesar de que no se trata de un material de vanguar­dia, todo su contenido se subordina a la escritura. De modo que la temática es sólo un pretexto para desa­cra­lizar nume­rosas visiones e interpretaciones históricas y, de paso, una guía que describe los rasgos de una po­lítica llena de caudillos incondicionales, políticos me­diocres y fal­sos ideólogos. Los relámpagos de agosto no funda la "antinovela" revolucionaria, sino la contrahistoria.

Muchos han señalado que los recursos de Ibar­güen­goitia son la ironía, el humor y la parodia. En efec­to, aunque el narrador despreciaba lo humorístico, so­lía emplear algunos de sus elementos. El autor de Las muertas (1977), quien se agotó en vida declarando que no pretendía ser un humorista, aprovechaba, prin­ci­pal­mente, la ironía del tipo clásico; es decir, aquella que se concentra en aludir ciertos sentidos a partir de ora­ciones con significados opuestos. Como señala He­le­na Beristáin, el objetivo de la misma es bur­lar­se me­­dian­te la enunciación de una idea que, por la forma de su pronunciación, obliga a comprender una noción contraria.

Otra variación de esta técnica en Los re­lám­pagos de agosto, cuya utilización también re­sul­tó no­ta­ble en Los pasos de López (1982), consiste en el tratamiento mo­desto y vano de ciertas declaraciones y descripcio­nes. Aquí, cuando un hecho considerado trascendente por algún personaje se aborda con des­ga­no e indiferencia, como suele ocurrir con los carto­nes políticos de los diarios, se convierte en un aconteci­miento menor. Co­mo resultado, la ironía va trasformán­dose en humor y, a veces, en crítica, sobre todo, porque no concede legiti­midad al episodio. El momento queda desnudo ante acusaciones despiadadas. Cada ins­tante de conflicto hu­mano, todos los recuadros de ac­ción bélica, que muy a menudo son tratados como sucesos épicos, se me­nos­caban por la llaneza de la narración y por la apatía an­te el hecho que, supuestamente, tiene aires de grandeza histórica. La desmitificación de lo que de antemano es sólo apa­rentemente heroico se desarrolla como una for­ma de reflexión crí­tica y se erige a la manera de una visión distinta sobre periodos históricos y sociales an­teriores.

punto de partida 137 Los relámpagos de agosto ha sido considerada co­mo una novela de la Revolución. Otros han dicho que es una parodia del mismo género. Pero, desde el punto de vista de las motivaciones literarias, Ibar­güen­goi­tia nunca se propuso realizar ninguno de estos experimen­tos. En 1976, en una entrevista concedida a Marga­ri­ta Flores (Cartas marcadas), el autor declararía que su ob­jetivo era emular el género de las memorias mi­li­ta­res, el cual estuvo en boga durante la década de 1950. In­cluso, la ocurrencia de Jorge no iba más allá, pues só­lo deseaba "imitar" -que no copiar- dicho modelo pues, en verdad, ni la Revolución ni la nove­lís­tica so­bre este suceso le interesaban. Si bien la pa­rodia es una "imitación burlesca" de obras, géneros, estilos o temas tratados anteriormente con seriedad, los aprie­tos de José Guadalupe Arroyo son una mofa de los li­bros de remembranzas y, únicamente por coin­cidencia, son burla del género o el hecho revolucio­na­rios.

Los relámpagos de agosto es el producto de un trabajo de diseño literario y de una convicción artística donde, sin proponerse la inscripción dentro de nin­gún género, se ejerce un manifiesto personal sobre un epi­so­­dio que, por su trascendencia, ha caracterizado la vida política mexicana del siglo XX. La narrativa de Ibar­güengoitia es una contrahistoria porque, aun de­sin­tere­sado en el fenómeno de la Revolución, el na­rra­dor se dio a la tarea de parodiar una forma de expresión escrita muy aprovechada por el caudillo y, a veces, por el funcionario de la época. Así, los este­reotipos del líder re­volucionario surgidos en el trans­curso de la re­vuelta armada -muchos de los cuales siguen exis­tiendo en la imagen mercadológica de los candidatos contempo­ráneos- producen una paradoja y generan la visión crítica y contraria de algunos he­chos memorables. La contrahistoria brota como la identificación de las cua­lidades de un servidor público con las carac­te­rísticas de los antiguos caudillos. En resumen, se des­vanece la noción de héroe nacional con­virtiéndose en la figura de un político ordinario lleno de ambiciones per­sonales y, en consecuencia, ajeno a las causas populares.

Superadas las etiquetas del humor y, por supuesto, los apuntes de parodia incomprendida, Los relámpagos de agosto, al igual que novelas como Maten al león, puede contemplarse como un catálogo de los métodos y las maneras del político mexicano del siglo xx. Co­mo he dicho, la obra de Ibargüengoitia, antes que li­teratura experimental, es una escritura de contenido social. Salvo por los recursos mencionados, al autor no le interesa la renovación de la forma. Su escritura es sencilla pues la secuencia narrativa es, por lo co­mún, de principio a fin; es decir, tiene un desarrollo cronológico. No hay rupturas de tiempo ni intercambio de voces (como haría con la novela Las muertas) y todo parece tener la forma de un thriller cinema­to­gráfico; es decir, como una progresión de secuencias sosteniendo una estructura argumental sencilla. En Los relámpagos de agosto la acción domina; por ello, el estilo se subordina a lo contado y, a su vez, lo na­rrado a los personajes y el contenido.

Es casi un axioma que el arte de contenido social no se interesa por la forma, y que la fantasía, al convertirse en un maquillaje de la realidad, suele ser crí­ti­ca. Los relámpagos de agosto renunció a las pretensiones de la vanguardia para recurrir a la crítica social. En casi toda la literatura fantástica, la denuncia es funda­men­tal; por ello, Ibargüengoitia empleó la ficción na­rra­ti­va para hacernos creer en episodios falsos, los cuales, por la naturaleza de la fantasía cuya semilla es la ima­gi­nación consciente sobre lo real, son conver­tidos en aventuras divertidas, verídicas y críticas por su rela­ción con la historia tangible. Resulta evidente que la obra de Jorge Ibargüengoitia es partidaria de estos métodos por­que, como él mismo lo dijo, las letras deben ser en­treteni­miento. Así, lo literario como pasatiempo y como de­nuncia de una condición humana se funden en Los relámpagos de agosto. La poética de Ibargüengoitia tie­ne dos más­caras: el esparcimiento y la denuncia.

punto de partida 137 Como ya han señalado Evodio Escalante (Las me­tá­foras de la crítica) y Ana Rosa Domenella (La trasgresión por la ironía), Los relámpagos de agosto posee el sentido de la crítica y la desacralización de grandes hechos históricos. En resumen, Ibargüengoitia hizo sá­tira sobre el pasado mediante la ficción, la ironía y la difusión de su propio punto de vista.

El autor, quien no vaciló en demoler cada mito na­cio­nal, fue una es­pe­cie de analista que revisaba un suceso a distancia y lo descalificaba. Desbaratando las versiones oficia­les, él propagó su interpretación por medio de la lite­ratu­ra, la cual, hace cuarenta años, aún no era considera­da como una fuente válida para los es­tudios históricos. Por ello, muchos ven esta escritu­ra como parodia del género revolucionario; sin em­bargo, ahora, el trabajo literario, considerado producto de la imaginación hu­mana, se nos revela como un ve­hículo legítimo para el conocimiento de la historia social.

Pero, ¿por qué la novela representa una síntesis de la vida política contemporánea? Ibargüengoitia, quien también ejerció el periodismo, era un tipo acos­tum­bra­do a la investigación. Sus indagaciones solían de­ve­nir literatura. Novelas como Las muertas y Dos crí­menes, así como el cuento "El episodio cinemato­gráfico", tie­­nen su fundamento en hechos reales profun­damente ex­plo­rados. Por ejemplo, uno de los episodios me­mo­ra­bles de Los relámpagos de agosto, en el cual un tren se­ría convertido en el arma letal de los re­bel­des, fue inspirado por un relato de las me­morias de Álvaro Obregón. Por tanto, el memorial de tipos y vi­ñetas de estas novelas surgió de la observa­ción de los hechos reales. Muchos de estos motivos litera­rios sólo se trans­forman mediante la aplicación de un re­curso del barroco: el grotesco. El vagón dinamitado por la oposición y las peripecias del general Arroyo ilustran esta cualidad.

Por otra parte, los personajes de Ibargüengoitia es­tán caracterizados por el acento en la llaneza. La antisolemnidad del narrador se basa en la vida cotidiana y en la investigación. Entre sus páginas existe un em­peño por disminuir la interpretación épica de las fi­guras históricas y sus réplicas diarias. Para el autor de Estas ruinas que ves, personajes como Miguel Hi­dal­go y Plutarco Elías Calles resultaban más interesan­tes si se les trataba como lo que eran; es decir, gente ordinaria. La naturalidad de los caudillos los convier­te en entidades literariamente más tangibles. A ello de­ben añadirse los encuadres grotescos, el lenguaje bu­­rocrático y la "refinada educación" de los prota­go­nis­tas que, como José Guadalupe Arroyo (especie de rebel­de escobarista), Sánchez Vidal (acaso Elías Ca­lles) y el padre Periñón (sin duda, Hidalgo) -este úl­ti­mo de Los pasos de López- no son más que una especie de ca­ri­caturas de hombres existentes. Incluso, los seres del universo narrativo de Jorge Ibargüengoitia son tan fami­lia­res que de pronto se parecen a cualquiera de los po­líticos, le­gis­ladores y gobernantes que vemos todos los días en televisión.
 
punto de partida 137 A partir de esta particularidad, cuyo sustento es la creación de seres palpables, el narrador traza una guía de las ma­neras del político mexicano. Todos los recursos y com­portamientos de los personajes no son, a nues­tros ojos, algo novedoso; sin embargo, para una novela escrita ha­ce cuarenta años, una caracteriza­ción de es­ta clase ha­bría sido objeto de polémica. De mo­do que en Los re­lám­pagos de agosto se advierten algunos rasgos del ani­mal político mexicano: los incondicio­na­les, la co­di­cia, la exhibición de poder y la disputa por los pues­tos ju­gosos se combinan con la traición, el opor­tunismo y la ca­rencia de proyectos políticos. To­dos estos elementos, a la vez que verdades de la Re­vo­lución me­xicana, son rea­lidades de la política nacional. De­bi­do a ello, la te­sis de Ibargüengoitia -nada descabellada para nues­­tro tiempo, y que en literatura había sido ma­nejada como un fresco impresionista por Ma­ria­no Azue­la (Los de aba­jo)- es que la revuelta ar­ma­da en México no de­jó nada y no llevó a nada. A pesar de que Emma­nuel Car­ballo tachó de "reaccionaria" la obra, pa­re­ce eviden­te que el movimiento civil no te­nía cohesión, ho­moge­neidad ni principios; hecho que de­muestran mu­chos de los estudios históricos regio­nales de la ac­tualidad.
 
Alguna vez José Revueltas dijo que México siempre vi­virá la revolución de la burguesía. Con la mi­rada de Ibargüengoitia, podría asegurar que México siempre encarnará la revolución de la inconsistencia pues los métodos y engaños, el robo y la traición, la creación de instituciones inútiles, la presencia de inte­lectuales in­defensos (en apariencia vulnerables), to­dos productos de la visión revolucionaria, nunca contri­bui­rán al de­sarrollo del país. Los relámpagos de agosto, esa nove­la debutante que se interesó en imitar las me­mo­rias de Álvaro Obregón, encarna una tesis histórica muy tras­cendente porque todavía tiene vigencia: to­do movi­mien­to de un personaje político, todo héroe o cau­dillo, antes que mitificársele, debe verse como un hom­bre or­dinario que busca el poder político y el desarrollo de su propia carrera o, al menos, un ascenso hacia po­siciones con beneficios económicos formidables. No hay, en política nacional, cohesión y, para menoscabo de la democracia y el presidencialismo, no existen ideo­­lo­gías o plataformas políticas. Todo es lucha por la he­ge­monía individual.

El 28 de noviembre de 1983, una información pu­bli­cada en Excélsior advertía: "El laureado escritor y periodista mexicano Jorge Ibargüengoitia es uno de los pasajeros famosos que perecieron en el accidente del Boeing 747 de Avianca, ayer en España." Tras los da­­tos biográficos, la nota calificaba al autor de La ley de Herodes como "uno de los más grandes hu­mo­ris­tas de la literatura mexicana contemporánea", cuyos textos "desmitifican y revelan los absurdos cotidianos" que agobian tanto a los mexicanos como a los latinoame­ri­canos. Si Ibargüengoitia estuviera entre nosotros, ha­bría visto la primera afirmación de este escrito "pe­riodístico" como una ofensa o, en su defecto, como una broma redactada para homenajear al autor du­ran­te la celebración del día de muertos, especialmente, por­que la narrativa del guanajuatense es una poética del entretenimiento, la crítica caricaturesca y la contra­his­toria, pero jamás el resultado de un trabajo co­mo hu­mo­rista, lo cual, neciamente, es afirmado por un sinnúmero de críticos.