Andamiajes feministas / No. 240
Escribir en primera persona
Estoy buscando una voz
para poder escribir.
Facu Saxe, El cuerpo marica
para poder escribir.
Facu Saxe, El cuerpo marica
Quiero contar mi historia y la de las mujeres de mi familia porque durante mucho tiempo me avergonzó de dónde vengo. No sé si emergí de los zulos como Dahlia de la Cerda. En casa nunca faltó comida. No trabajé en los tianguis ni en call centers. Mi madre jamás me permitió hacer otra cosa que estudiar; veía, en la escala aspiracionista, a la escuela como la única herencia que podía dejarme para no repetir su historia.
Mi madre se casó a los 15 años con un hombre que le doblaba la edad. A los 18 se embarazó de mí y pasamos tres años en dos cuartos de tres por cinco metros. Cruzamos el desierto cuando ella tenía 22. Huíamos de un mundo donde la violencia de mi padre se justificaba por los pinchazos de heroína que sus brazos delataban y las botellas de caguama vacías acumuladas bajo la cama. Tal vez yo no emergí de los zulos, pero mamá sí.
No podría contar esta historia en segunda ni en tercera persona; mucho menos en impersonal. De nada me serviría un narrador heterodiegético. Y aunque esto parezca más anécdota que ensayo, como Dahlia, creo que lo anecdótico es político. Quiero narrar mi historia en primera persona para abrazar a la niña que no supo defenderse de los comentarios hirientes en su caminar inseguro. Porque desde chicas nos enseñan que el silencio es nuestra mayor virtud. Contarles, por ejemplo, que a los tres años conocí la frialdad de una celda porque nos agarró la migra, pero también la bondad en las personas, porque la misma noche que estuvimos presas, un policía de migración no sólo nos salvó de no ser deportadas, sino que nos llevó a su casa con su familia. Nos dio ropa, comida y techo por un mes.
Pero me ha costado escribir todo esto sin sentir que carece de valor literario. Incluso, aún hoy me avergüenza decir en voz alta que decidí escribir un libro de ensayos sobre mi vida y la de mi madre. Que dejé de escribir sobre escritores porque, por mucho que admire y disfrute la forma de ensayar de Sergio Pitol o Enrique Vila-Matas, ése no es mi lugar. Dice val flores que hay que confiar en la propia escritura porque “es un acto revolucionario que atenta contra los siglos de saqueo y aniquilación de la lengua. Porque para romper con el consenso del miedo y de la obediencia hay que romper los pactos de la escritura”. Los pactos patriarcales, pero también raciales y de clase.
Yo no busco escribir sobre los grandes temas, porque de ésos ya han escrito los hombres cis. Tampoco quiero mi habitación propia, aunque llegué a soñar con una. Estoy de acuerdo con Virginia Woolf en que todas deberíamos tener acceso a esos lujos que la mayoría de los escritores presumen, pero comparto la mirada de Gloria Anzaldúa: hay que escribir desde donde resistimos, en la taza del baño, cuando lavamos ropa, en el camión rumbo al trabajo, desde los recuerdos que duelen. No hay que esperar una beca o ese estudio de ensueño lleno de libros y un escritorio de cristal templado. Comenzar hasta tener esa habitación nos haría escribir desde una realidad que la mayoría de las mujeres no compartimos. Porque aunque nos cueste admitirlo, la historia de la literatura nos dijo en repetidas ocasiones que sólo valía la pena recordar a algunas mujeres, en su mayoría ya intelectualizadas y que tuvieron que borrar el yo.
No hay cabida para la escritura desde los márgenes. O no la había, hasta hace unos años. Cada día son más las autoras que deciden enunciarse desde la primera persona. Porque no hay otra forma. “La liberación es siempre —nos dice Rebecca Solnit— un proceso de narración de historias: anunciar historias, romper silencios, crear nuevas historias”. Es vencer a una sociedad que todo el tiempo nos amordaza. Hay que hacer silencio hay que hacer silencio hay que hacer silencio. No. “Una persona libre —continúa Solnit— cuenta su propia historia”. Sin embargo, “Una persona valorada vive en una sociedad en la que su historia tiene cabida”, y desafortunadamente la academia y cierto sector intelectual han dictado que nuestros silencios tienen más valor literario que nuestras narraciones cargadas de anécdota.
Y aquí es donde me gustaría resaltar un fragmento que muchas quisimos escribir, pero Dahlia se atrevió: “No tengo pruebas, ni tampoco dudas, de que el odio a la autoficción, al testimonio y a los textos que exploran la realidad a través de la vivencia propia son menospreciados porque la mayoría son escritos por mujeres”. He escuchado más de una vez cómo aplauden la vulnerabilidad de un hombre que se atrevió a escribir desde el yo, la forma magistral en la que realiza autoficción, pero cuando lo hace alguien que no forma parte del canon en automático se convierte en literatura femenina, literatura marica, literatura resentida que sólo busca victimizarse. Ya no más textos sobre la maternidad, por favor; ¡Un proyecto feminista más que apoyan!, reclaman en Twitter, cuando existen tantas obras dedicadas a la figura del padre. Los expertos literarios de las redes sociales nos acusan de aplicar al FONCA o al PECDA con proyectos que sólo narran las mismas historias de mujeres, porque al parecer los filtros de estos estímulos ya sólo se basan en lo políticamente correcto. Ojalá fuera cierto. Nadie dice que muchas buscamos estas becas para continuar ese libro que no hemos podido terminar en años; que aun después de pasar por varios filtros para ser seleccionadas, se atreven a decir que nuestra obra carece de valor porque habla de una realidad que incomoda leer.
Aunque no existe peor pecado para la mujer escritora que hablar de amor. Más si somos jóvenes. Nadie juzga el fervor con el que, durante siglos, poetas lloraron en sus versos la pérdida de una mujer, porque “cuando los hombres se apropian del género sentimental, su trabajo recibe mucho más reconocimiento que el de las mujeres” (bell hooks). Nosotras debemos tener mayor cuidado al exponer nuestro duelo; no tenemos permitido lucrar con un texto que exponga las infidelidades ni las violencias que vivimos en una relación. Supéralo, nos dicen. Y si vas a escribirlo, no lo hagas con rabia, porque nadie quiere leer a una mujer enojada.
Recuerdo aún con furia la soberbia con la que una expareja me gritó que todo lo que había escrito era gracias a él. Hoy sé que no. Escribo porque mis letras fueron el único lugar en el que le enseñé de nuevo a mi cuerpo cómo respirar cuando olvidó hacerlo. Porque nunca aprendí a dejar de ahogar los gritos en la almohada. Porque sabía que las historias de mi abuela, quien trabajó desde chica para darle estudios a su hermano menor, valían más la pena que todos los ensayos que dejé inconclusos sobre escritores.
Quiero narrar mi historia en primera persona porque yo no aprendí de feminismo en los libros, aunque más tarde fueron importantes en mi caminar. Yo aprendí de feminismo en casa, con mi mamá diciéndome una y otra vez: “Estudia para que no dependas de ningún hombre”, mientras doblaba jornadas laborales en una gasolinera, porque después de irnos de casa mi padre jamás se hizo cargo de mí y siempre nos culpó por abandonarlo. El feminismo que aprendí con mi mamá no se parecía al de los libros y, sin embargo, me ayudó a encarar la vida con la misma resiliencia que ella. Escribo porque quiero contar cómo las mujeres no intelectualizadas de mi familia me enseñaron más que los círculos feministas blanqueados a los que asistí. Y aun escribiendo desde mi experiencia, sé que no existe una realidad única para todas. Porque, afortunadamente, hoy ya no hablamos de feminismo en singular.
Decido enunciarme desde un yo para contarles que tuve miedo de que un día mi padre sofocara la voz de mamá para siempre; que el recuerdo de cruzar el desierto no se compara para nada con las imágenes del cuerpo lastimado de mi madre; que me aterró ir a la fiscalía a denunciar un abuso; que tuve pánico de escribir estas líneas por miedo de fallar a los estándares de lo que sí es literatura y lo que no. Pero “Si escribir me da miedo, si ser leída me vuelve vulnerable, ¿por qué no pueden ser el miedo y la vulnerabilidad mis formas de subversión vital y política?”, se pregunta Facu Saxe. Y yo también. “Toda mi vida quise combatir mis miedos y mi vulnerabilidad. Pero mi voz está en el miedo y la vulnerabilidad. Ésa soy ahora, aquí, en este instante”. Escritura del pantano, la nombra Facu. Y desde ahí quiero ser leída. Desde la garganta mutilada que busca guardar su voz en la página. Nunca he sido de gritar. Ni de hablar en público. Prefiero la palabra resguardada en mis hojas para sostener todo eso que no sé decir en voz alta.
Sobre mi escritorio hay un post-it con la siguiente cita de Rebecca Solnit: “Si nuestras voces son aspectos esenciales de nuestra humanidad, quedarse sin voz es deshumanizarse o quedar excluida de la propia humanidad. Y la historia del silencio es fundamental en la historia de las mujeres”.