Andamiajes feministas / No. 240

Feminismo, interrumpido
 


Soy una mala feminista. Lo sé. Lo llevo pensando desde hace años y, a pesar de mi imposibilidad de pronunciarlo en voz alta, lo sé. He dudado mucho hablar sobre ello porque anticipo la respuesta de mis compañeras: que no lo soy, que no le debo congruencia a nadie, que las “malas feministas” no existen. Y a pesar de todo, de saberme el discurso de que ninguna de nosotras ejerce su feminismo de una manera incorrecta, siempre hay una pequeña voz en mi cabeza que me dice que lo soy.

Soy mala feminista porque me he alejado del feminismo. Porque leer teoría, en contraste con mis primeros años de formación feminista en los que devoraba un libro tras otro, es algo que llevo meses sin hacer. Mis libros de Angela Davis, Betty Friedan, Chimamanda Ngozi Adichie y Simone de Beauvoir están empolvados al fondo de mi librero. Desde que terminé mi carrera universitaria no he escrito ningún ensayo sobre feminismo. Me niego a involucrarme en debates feministas con mis familiares o con desconocidos en redes sociales. A veces, cambio el canal del noticiero antes de escuchar el reportaje en el que van a poner en números rojos la cantidad de mujeres desaparecidas en México, la cantidad de asesinadas a manos de sus parejas, la cantidad de niñas violentadas. Pienso que la cifra me va quemar las puntas de las orejas y no voy a poder recuperarme nunca.

Estoy cansada. Yo, como Agnès Varda, intenté ser una feminista alegre, pero también estoy muy enojada.1

Hoy en día soy incapaz de pararme frente a un grupo de hombres a explicarles lo que mil veces ya expliqué: que quiero que me respeten, que no quiero tener que ser su hermana, ni su madre, ni su novia para que sientan empatía por mí, que quiero que me perciban como un ser humano, que quiero caminar sin miedo por las calles, que quiero que dejen de acosar a mis amigas, que quiero, que quiero, que quiero, que quiero tanto y no tengo nada.

Sin embargo, debo admitir que mi incapacidad de enseñarle a los hombres sobre feminismo no es lo único que me hace sentir mala feminista. Mi memoria está plagada de las cosas que yo misma he hecho mal. Uno de mis peores defectos es quizás mi mirada. Tengo un hombre heterosexual viviendo dentro de mi cabeza; porque a pesar de haber atendido a decenas de cursos de deconstrucción o seminarios de perspectiva de género, cargo siempre conmigo su mirada. Me veo al espejo y pienso que no soy lo suficientemente flaca, que no soy bonita, que nadie me va a querer si no bajo diez kilos. Y sé que estoy mal: lo reconozco. Leí a Naomi Wolf y su mito de la belleza, hace unos siete años, y sé bien que las mujeres hemos sido presionadas por el patriarcado para adherirnos a los estándares sociales que determinan que lo bello es lo occidental, lo blanco, lo delgado. Estoy consciente de eso. Sé que todos los cuerpos son válidos, que la textura de mi piel no me hace menos valiosa, que ni siquiera estoy obligada a ser bonita para complacer a los demás. Lo sé, lo sé. Pero entonces ¿por qué cuando me veo en el espejo sólo quiero ser perfecta?

Ése es quizás mi otro defecto imperdonable, fatal: no sé cómo existir sin que me deseen. Muchas veces me ha preocupado más ser amada que amar, como a Jo March.2 Tengo este deseo profundo y, al mismo tiempo, vergonzoso como un secreto, de ser querida, de no ser la última a la que elijan para unirse al equipo a la hora de recreo, de que alguien me vea como los hombres de las romcoms cuando, en medio de la lluvia o al pie de una ventana, por fin ven a las protagonistas por lo que realmente son: hermosas, perfectas, the one. Si bell hooks me conociera, diría que no entendí nada de su libro3 a pesar de que lo leí tres veces. El amor romántico me rebasa, se me sale de las manos: quiero ser lo suficientemente digerible como para que alguien me muerda, me mastique y me trague.4

Este auto-reconocimiento es agotador. Me sé de memoria las teorías que contradicen mi pensar y, honestamente, creo en ellas como creería en la Biblia. Creo en todas las teóricas feministas más de lo que creo en mí misma. No obstante, estoy atrapada en este ciclo en el que me susurro a mí misma “eres más que tu cuerpo, no necesitas que alguien más te desee” y la voz me responde diciendo “¿estás segura?, ¿en verdad estás segura?, ¿estás segura de verdad?”. Esto es vivir partida a la mitad: entre lo que, con vergüenza, admito que soy y lo que debería ser.

Me pregunto a menudo si en algún momento, con la rapidez de un pájaro a medio vuelo, voy a cambiar. Si un día despertaré ya sin esta necesidad, sin estos deseos juveniles, sin las fantasías secretas, sin este apetito voraz que me pide a gritos ser querida, ser mejor, ser una buena feminista. En las noches en las que no puedo dormir y las plantas de los pies me queman gritándome “vete de aquí, cambia, vete ya”, me pregunto si en verdad seré capaz de cambiar. Me digo a mí misma que tal vez nunca volveré a ser esta mujer que soy hoy. Quizás eso es lo que quiero: no sentirme triste por las versiones de mí misma que alguna vez fui.

No me hace falta la lástima y la compasión externa que una confesión como la mía probablemente provocará. No quiero que me digan que soy una buena feminista ni que me pongan una estrellita dorada en la frente. Soy una mala feminista, lo sé. Lo que en verdad quiero es cambiar, dejar de sentir que todos los días estoy a punto, justo en el borde, de ser la peor de todas. Quiero caminar esta vida sin que mis deseos equivalgan a incongruencia. Quiero ser. No lo quiero explicar.


1 Agnès Varda, Caras y lugares, 2017.

2 Mujercitas, Greta Gerwig, 2019. Adaptación de Little Women, Louisa May Alcott, 1868.

3All About Love: New Visions, bell hooks, 2000.

4 Paráfrasis de “Hansel and Gretel”, The Complete Poems, Anne Sexton, 1981.