Editar / No. 242

Mujeres que hacen libros

 

 

Un libro no tiene cabeza ni pies. No tiene puerta de entrada. Está escrito desde todas
partes a la vez, entras a través de cien ventanas. Él entra en ti. Un libro es casi redondo.
Pero como para figurar debe ajustarse a un paralelepípedo rectangular, en un momento
determinado cortas la esfera, la aplanas, la cuadras.
Le das al planeta la forma de una tumba. Al libro sólo le queda esperar su resurrección.

Hélène Cixous



Un libro no es sólo un medio o portador de significado,
sino un objeto-cuerpo con carga material y sensorial.

Valeria Mata



Advertencia: No sugiero seguir el método paso por paso para editar un libro propuesto por el bibliotecario y editor Charles Welsh en su libro Publishing a Book (1898) o por Datus C. Smith, director de Princeton University Press, en A Guide to Book-Publishing (1996). Se ha hablado mucho sobre hombres editores y hay muchos hombres que hablan de la edición, pero las mujeres también siempre han hecho libros, sólo que éstas los hicieron desde los márgenes, a puerta cerrada, entre líneas, deslizándose del canon y las lógicas del mercado. Éste es un recorrido en saltos entre sus prácticas y la mía con una distancia temporal de más de 1 000 años, momento en la historia en el que se expande la cultura del libro en Europa.


prefacio: lapislázuli: escribir

En la dentadura de una monja del siglo X, en las ruinas del convento de Dalheim, hoy Alemania, arqueólogas/os encontraron restos de lapislázuli, un mineral utilizado para hacer el pigmento azul de los libros medievales.1 La monja que vivió entre los años 997 y 1162 se introdujo a la boca el pincel cada cierto tiempo para formar una punta de nuevo en las cerdas y continuar la pintura sobre el pergamino, por ello en sus dientes hoy aún quedan pequeñas partículas del lapislázuli. Rodeada de velas encendidas, en un silencio absoluto, volvió a sumergir las cerdas del pincel en el pigmento azul y lo remojó sólo lo suficiente, pues era costosísimo y se utilizaba únicamente lo necesario para completar la iluminación de la página en la que trabajaba. Me la imagino rodeada de otras mujeres que, como ella, pasaron muchas horas al día deslizando las cerdas sobre las páginas de piel de oveja. A ratos susurraron comentarios risueños, en otros, oraciones que se volvieron cantos, pero la mayor parte del tiempo, pintaron en silencio absoluto.

El lapislázuli en los dientes de los restos óseos es evidencia de que en la comunidad de Dalheim las mujeres hacían libros. En las bolsas de los comerciantes, el lapislázuli recorrió los circuitos de comercio desde las minas del lejano Afganistán, único lugar donde se encontraba tan preciado mineral hasta la llegada de los europeos a las costas americanas.2 Las monjas de esta comunidad, y muy probablemente también las de otras comunidades cercanas, fueron escribas e iluminadoras y, además, tenían contacto con los comerciantes que podían conseguir la valiosa gema. Dado que las/os escribas rara vez firman sus manuscritos, se ha asumido que eran sobre todo los hombres quienes los hacían en el medievo. Sin embargo, tenemos cada vez más evidencia de que las mujeres, como escribas, mecenas, autoras e iluminadoras, también hicieron libros.


complicidad: todo junto: entrelazar

Hace miles de años estas mujeres dedicaron sus días al trabajo editorial. Escribas y lectoras. Coleccionistas de libros, sin duda. Quizá todo trabajo editorial comienza con una afición por la lectura y sin más preparación que ésa. Hay muchas historias dentro de las casas editoriales de hoy que se inician con este entusiasmo y con corta o ninguna experiencia en el oficio, como cuenta Ignacio Echevarría en Una vocación de editor sobre su propio trayecto. Además de una afición por los libros y la lectura, diría que en mi caso la edición empieza también en la complicidad y amistad que va formándote en el oficio. La edición es una práctica profundamente encarnada, se pasa de voz en voz, de cuerpo a cuerpo. Me ocurrió a mí. Andrea González me enseñó, como directora editorial, el proceso de editar una revista universitaria, mi primera experiencia en la edición. Era el año 2012 y yo una estudiante recién entrada a la licenciatura con unas ganas desbordantes de escribir —y que continúan siendo en mí una fuente de creatividad y ánimo—. En los pasillos de la universidad (que parecía más claustro o edificio de gobierno) encontré un día una pila de revistas muy bonitas sobre una mesa. Eran gratis. Eran editadas por un grupo de estudiantes. Entré al consejo editorial de Opción tiempo después y a ser parte de los encierros grupales en una pequeña oficina que teníamos junto a la biblioteca. Leíamos un bonche grande —siempre muy grande— de hojas impresas con los textos que llegaban al correo de autoras y autores de diversas procedencias, géneros, estilos, experiencias y contenidos. Comentábamos los textos uno por uno, qué tenía, qué le faltaba, cómo podría mejorar, si respondía a la convo atoria. Muchas veces discurríamos acompañadas de vino, risas y una complicidad que se tejía entre nosotras como el micelio lo hace debajo de la tierra.

Desde entonces considero la edición una de mis prácticas íntimas, más un quehacer que se basa en el cuidado, la colaboración y el intercambio de saberes que un oficio. Estos espacios de edición independiente se han vuelto tejidos de amistad e intercambio transparente de saberes y experiencias.


entrelazar: hilar: trenzar

Editar es, según su etimología, "hacer salir", "parir", "publicar". Asociaría la edición a la maternidad sólo en el sentido del contexto medieval de una abadesa que acompaña y nutre la cultura escrita dentro de las paredes de su casa. La abadesa, palabra dellatín abbatissa que significa "padre femenino", estaba a cargo de los asuntos administrativos y e-spirituales de hasta 200 monjas o canonesas; era la "madre" de las demás mujeres y hombres y se encargaba de velar por los espacios dentro de su casa: la escuela, el taller de manuscritos, la biblioteca, la enfermería y la cocina. Por ejemplo: Bertilla, abadesa de Chelles (m. 700), era considerada una "madre", pues de ella se decía que "a medida que la fama de la santa mujer se extendía, aún más hombres y mujeres se apresuraron hacia ella [...]. Y con piadoso afecto, la sierva de Dios, Bertilla, los recibió a todos como una madre a sus queridos pequeños y los cuidó amorosamente".3

Sin embargo, veo la práctica de la edición más como un tejer. Si texto es tejido, la edición es hilar, trenzar o entrelazar. Fue Kristeva (1980) quien introdujo la noción de que todo código está siempre (inter)atravesado por otros, toda escritura alude a otras. Irene Vallejo dice que por eso texto y tejer comparten tantas palabras: trama, nudo, hilo, desenlace, bordar. Los textos se entrelazan en un libro.

nudo: relación: fibra

En uno de mis primeros proyectos como editora, El camino de la práctica (2020), escribimos sobre el yoga desde otras prácticas personales; nuestros textos dialogaron unos con otros. Hilamos escritura s que podrían pensarse disímiles: poesía, ensayo, crónica, dibujos. Es en estos pedazos que la edición toma forma: ensambla piezas sueltas y las pone juntas. Nuestra experiencia editando este libro estuvo atravesada, además, por la pandemia que nos encerró a todas/os. Navegamos por el novedoso mundo virtual: conversamos sobre el libro por Zoom, visitamos librerías desde el live de Instagram, acordamos precios y ventas con libreras y libreros por correo electrónico.


destrenzar: errare: nudo

Si las escribas o iluminadoras de hace miles de años cometían errores, tenían que levantar o raspar la piel del pergamino con una navaja (rasorium vel novacula) y una piedra (pumex). A veces incluso era necesario antes suavizar la piel con leche, agua y cal.4 Por ello, para evitar errores, las escribas estudiaban los textos, delineaban y estructuraban las páginas antes de iniciar la copia. Lo que hacían primero era dividir la hoja en márgenes y renglones casi imperceptibles; dejaban espacios vacíos que luego serían llenados con ilustraciones y letras decoradas por las iluminadoras. Escribir un texto tomaba días, semanas o incluso meses, dependía del tamaño y los detalles del libro y de la cantidad de mujeres involucradas.

Los manuscritos (del latín "escribir a mano") requerían de ese cuidado, tanto o más que los libros impresos. Hay que hacer un esfuerzo enorme en el momento de la revisión, parte esencial del trabajo de toda editora. En este proceso, leo, de hecho, buscando esas faltas y errores. Siempre tengo la sensación de que no estoy leyendo lo que está en la página, sino en mi mente. Por eso dejo descansar varios días los archivos antes de que se vayan a imprenta para volver a ellos con ojos renovados y ver lo que realmente está ahí. Entonces, encontrar los espacios vacíos y errores de dedo, añadir comas, acentos, saltillos y guiones.

El proceso de revisión de El río que no vemos (2017), antología de textos sobre el barrio de Tizapán, en la Ciudad de México, fue colectivo. Todas/os nos leíamos y sugeríamos cambios. Fue un proceso de meses en los que intercambiamos nuestros escritos. Cinco o seis pares de ojos inspeccionaron las palabras de los otros/as y, aun así —porque siempre sucede— tuve que dejar una fe de erratas añadida al libro el día de imprenta y una enorme disculpa por mi torpeza a mi querido amigo Rodrigo Pérez Tejada. Sigo sin saber en qué momento se me fue el sobretodo que era obviamente sobre todo. Diría que este tipo de errores son inevitables (unos más que otros), pero al final nos regaló a Rodrigo y a mí una amistad atravesada por ese descuido que quedará impreso para "siempre" y que ahora tomamos con humor.

La edición tiene un componente distinto a cualquier otra actividad dentro del proceso de elaborar un libro. Tiene que ver con el trato con las/os escritores. Hilar es más un acompañamiento que un proceso correctivo. Existe una confianza entre nosotras y como editora las invito desde una profunda admiración; por eso, más que corregir, editar es compañía, bordar amistad, destacar sus voces.nudo: relación: fibra

Las páginas de los manuscritos medievales son porosas y huelen a carne, a ser vivo. Hace más de diez siglos, las monjas de Essen pintaron sobre un pliego hecho de piel de animal a la madre de Dios, quien parió la palabra (el Libro, Jesús). El taller tenía un olor a muerte, pues el pergamino está hecho de pieles tratadas de cordero, cabra o gacela. En algunos talleres de producción de libros criaron a sus animales para después darles muerte y prepararon ahí mismo sus pergaminos —palabra que se origina de Pérgamo, una ciudad rica de la antigüedad griega en Misia (en lo que hoy es Turquía), en donde en el siglo II a.e.c. comenzó el uso de piel de animales para hacer una gran cantidad de libros para la biblioteca de la ciudad, que era sólo superada por la Biblioteca de Alejandría en Egipto—. A los trozos de piel les removían el pelo y luego eran tratados con agua y cal durante más de diez días. Se raspaba la piel, se estiraba sobre planchas de madera y secaba al sol hasta tener una textura más suave y uniforme. Era un trabajo especializado y costoso. Requería conocimiento y habilidades para crear texturas uniformes y que los pinceles resbalasen sin encontrar grumos. Una vez que el pergamino se secaba completamente, era cortado en láminas y doblado en distintos tamaños para obtener páginas o folios. El lugar donde se trataba la piel era usualmente un cuarto fuera de los monasterios, alejado de la vista, quizá para no tener tan presentes los olores, la vista y dolores de la muerte. La humanidad ha utilizado siempre la vida a su alrededor para sus tecnologías textuales. Si el libro de hoy es cuerpo de árbol, el del medievo era de animal.

El diseño editorial es un trabajo laborioso y manual que requiere de una maestría y conocimiento particulares. A mi parecer es un arte casi matemático "armar" un libro, pues debes hacer los cálculos de cuántas páginas caben en cada pliego, doblado y dividido en folios de distintos tamaños. Estas hojas luego se cortan, cosen o pegan, y deben quedar las páginas en el orden adecuado. Siempre me hago bolas —a pesar de que siempre fui buena en matemáticas, nunca puedo hacer los cálculos del día a día— y me tienen que explicar una y otra vez cómo va la página. A la vez es un arte casi alquímico, pues las diseñadoras son quienes hacen realidad el esbozo de libro que imaginamos, se ajustan a presupuestos, luchan por tal o cual acomodo de imagen, proponen el papel, la tipografía, la cubierta y tintas. En Habitar la biblioteca (2023), proyecto de editoras, diseñadoras, impresoras, artistas y escritoras, Maru Calva y Roberta Schroeder fueron maestras del acomodo de textos, de proponer y cuidar su diseño. Estuvimos en todo el proceso del libro juntas. La edición, como toda escritura, es un ejercicio de colaboración.


fibra: afecto: iluminación

Dice Camila Sosa en El viaje inútil que: "Si el deseo no está, la escritura no sucede e intentarlo, querer escribir eso que no nace del deseo, es matarse un poco y matar con nosotros a la literatura". El oficio de editora es para mí algo similar y funciona desde mis pulsiones amorosas. Editar es un oficio maternal sólo considerando que editar es "cuidar" el texto y a la autora en el texto mientras está en tus manos. Y como lo dijo Federico García Lorca: "¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: 'amor, amor' ", el trabajo que gira en torno a la edición está lleno de amor. El libro es objeto abierto que involucra cuerpo, sensaciones y emociones. Hace poco conversaba con mi amiga Valeria Mata, quien escribe y edita, sobre la relación entre editora y escritora y decíamos que es un poco difusa. La editora se vuelve co-escritora al involucrarse dentro y fuera de los textos; la escritora, co-editora, pues también atraviesa la frontera de su texto cuando participa en lecturas, conversaciones y decisiones que involucran a todo lo que rodea al libro. Estas prácticas son, en este sentido, hilos trenzados.

El oficio de editora independiente tiene además matices que se resisten al oficio de un editor adjunto a una casa editorial, escapa a las lógicas del mercado, a sus ritmos y exigencias. Tiene sus retos también: cómo sacar económicamente a flote un proyecto, los trayectos de circulación pueden ser un tanto atropellados, el tiempo parece a veces extenderse hasta el infinito. Tiene además la cualidad de lo efímero porque son ediciones únicas y en su estado de ambivalencia —pues ¿a quién le pertenecen? ¿A qué línea editorial se ajustan?— estos libros desatan otro discurso posible y potente. La edición es también, como dice la editora y artista Gabriela Halac, "un gesto político y estético". En la imprenta todo es más acelerado: las máquinas trabajan sin parar durante horas y veo cómo expulsan hojas que flotan brevísimos instantes en el aire y que luego caen en columnas unas sobre otras. Las personas del taller se relacionan con las máquinas como si pudieran entablar un diálogo, conocen lenguajes que para mí son indescifrables.

Hace miles de años, las mujeres de la comunidad de Essen escribieron e iluminaron5 un libro de los Evangelios. Originalmente estaba encuadernado con una cubierta de oro y adornado con piedras preciosas. Ahora la portada es de madera cubierta con metal y tiene un relieve de Jesucristo coronado. Contiene, además, varias miniaturas con los colores más finos, como el azul de lapislázuli. Para nuestro libro Habitar la biblioteca no pensé en piedras, cuero ni oro. Pero sí en anexos con papel reciclado, impresos con tipos móviles y tintas de colores brillantes. Siempre me han estremecido mucho las sorpresas que escapan al lomo de un libro, que no están sujetos a la unidad y a la estructura tradicional del libro impreso, sino que la escapan. Agustín Romero imprime con tipos móviles sobre papel de sobra de su taller Zurdo Press. Mis yemas tocaron la textura del papel poroso, la profundidad que dejó el sello y la tinta seca. Para este libro, José (de Máquina de aplausos), coeditor del libro, y yo pensamos en mujeres latinoamericanas y sus bibliotecas: Clarice Lispector, Rosario Castellanos, Tzihuac Xochitzin, Alejandra Pizarnik, Silvina Ocampo se deslizan de las páginas en pequeñas postales que seguro terminarán (o ya lo hicieron) fuera de este libro, colgadas en alguna pared, como separador de páginas, perdidas debajo de un sillón.


iluminación: habitar: al cuidado de

Los manuscritos escritos por mujeres medievales son muchos y con los estudios codicológicos se encuentran cada vez más. Una lista de 18 libros no litúrgicos del siglo X, atribuidos a la comunidad femenina en Essen, fue escrita por una monja a cargo de los libros —el oficio que llamaríamos hoy de una "bibliotecaria"—. La evidencia paleográfica indica además que las monjas de Essen tenían su propio scriptorium.6 Una referencia de 1054 revela que una canonesa llamada Adelheid daba enseñanzas a las mujeres más jóvenes (Adelheid scholarum magistra). Para la escuela en Essen, muchos manuscritos hubieran sido necesarios para esta educación, así que podemos inferir que estas mujeres tenían en casa una gran biblioteca. ¿Editar no es también quizá transitar textos como por los pasillos de una biblioteca? Las que leemos buscamos rodearnos de más voces, leer siempre más.

Como para ellas, hacer libros inicia para mí desde ese afán de leer más y más, y también sentir, porque como dice Sandra Sánchez en Habitar la biblioteca: "el que lee se siente tocadx x esa escritura". Relacionarse con el mundo desde las emociones es una práctica política radical muy necesaria en un momento en el que las relaciones interpersonales también están atravesadas por lógicas extractivistas. Edito libros con voces que me importan, acompañan y nutren. Erandi Adame escribe que los libros son amuletos y que su hechura es ritual que "encadena momentos, trazos, rostros, sonidos, aromas, para devolvernos otras miradas y otros atisbos desde los cuales resignificar(nos)". Los libros también como guías: Fernanda Escalera habla de su librero como de un mapa. La lectura que, como dice Gwennhael Huesca quizá siempre se escurre de la página: Leer las estrellas/ leer los labios/ seguir las huellas. Me siento afortunada de poder transitar por los pasillos de sus bibliotecas, entre la cocina-archivo de palas, libros, vasos, especias de Valeria Mata, las ediciones de niñez de Aleida Pardo y las páginas de un libro que muestran genealogías afectivas de Isabel Zapata.

Desde hace meses imagino nuevas formas, tamaños, papeles y autoras. Me relaciono con las mujeres de hace miles de años en la planeación de un nuevo proyecto de libro. Como semillitas germinando en el jardín, crecen en mí ideas e imágenes, planeo y estratego —de dónde conseguir fondos, por ejemplo— para hilar voces y cuerpos de nuevo.

 


Agradezco una primera lectura de este texto a Aranzazú Blázquez, Javier Martínez Villarroya y Valeria Mata. Sus sugerencias moldearon esta versión final.

1Para saber más, ver A. Radini et al., "Medieval Women's early involvement in manuscript production suggested by lapis lazuli indentification in dental calculus", Science Advances, vol. 5, no 1: eaau7126, 2019.
2El lapislázuli es una piedra que se encuentra en abundancia en América central; con el encuentro de pueblos se populariza en Europa el pigmento azul para distintas artes decorativas.
3Jo Ann McNamara et al., "Bertilla, Abbess of Chelles" en Sainted Women of the Dark Ages, Duke University Press, Durkham, 1992, p. 286.
4Leila Avrin, Scribes, Script and Books: The Book Arts From Antiquity to the Renaissance, American Library Association, 2010, p. 214.
5De la palabra en latín illuminatio; refiere a llenar de luz. Los manuscritos iluminados eran aquellos que se "iluminaban" con tinta de oro. La tinta en la alta Edad Media se hacía a partir del polvo de oro; posteriormente, se elaboraron hojas de oro para preservar mejor el material.
6De las palabras en latín scibere (escribir) y orium (lugar); significa "el lugar para escribir". Era un salón apartado para la producción de libros, en donde se guardaban las herramientas y el mobiliario necesario para las horas de escritura.