Carrusel / Entre voces / No. 242

Entrevista a Eugenia Revueltas

 

Eugenia Revueltas es primordialmente escritora y profesora, con más de 50 años dando clases en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Por su aula han pasado generaciones y generaciones de alumnos en quienes ha sembrado el asombro por los libros y un inacabable anecdotario que llamaremos en un futuro cercano: la historia de la literatura mexicana. Entre 1970 y 1980 —del número 20 al 69—, Revueltas fue la segunda directora de la revista Punto de partida. En los números que ella y su equipo editaron se dieron a conocer las primeras obras de escritores como Coral Bracho, Roberto Bolaño, José Joaquín Blanco, Claudia Kerik, Álvaro Uribe, Luis de Tavira, Verónica Volkow, Evodio Escalante, Juan Villoro, entre muchos otros. La siguiente conversación se realizó en un Sanborns del sur de la Ciudad de México, en octubre pasado, con el pretexto de celebrar la vida y la labor editorial de una de las fundadoras de nuestra revista.


¿Cómo fue el ambiente literario de su infancia y juventud?


Como todo niño solitario, no hay mejor amigo que los libros. Yo fui lectora desde muy temprana edad. Tuve libertad para leer lo que quisiera y fue la lectura habitual: libros de aventuras, de cuentos, de terror. Libros que estaban en la casa de mi padre. Me crié en el puerto de Veracruz, con mis abuelos, ahí había libros para niños, novelitas sentimentales… Uno que me marcó mucho fue La saga de Gösta Berling de Selma Lagerlöf. Ese libro me encantó. Tenía un pequeño volumencito de cuentos de Oscar Wilde y Edgar Allan Poe. De repente, cuando vine una vez a la Ciudad de México —me mandaban a ver a mi mamá y mis parientes Revueltas con mi tía Rosaura— descubrí a Dostoievski. Eso me marcó para siempre. El primero que leí de él fue Pobres gentes, y Humillados y ofendidos, después. Y coincidió con que un día mi maestra, la recuerdo con cariño, me regaló el libro de Clemencia de Altamirano. Se me hizo tan horrible. No me gustó nada. Yo quería el sufrimiento de verdad. Me pareció muy menor. Y peor me pasó cuando al segundo año me regaló María de Jorge Isaacs. Y luego los versos de Juan de Dios Peza… ¡Uy, Dios mío! Nada me gustó. Hasta que, tiempo después, un tío me dijo: "No. Debes de leer el Ulises criollo de José Vasconcelos". De las novelitas sentimentales de Rafael Pérez y Pérez pasé de un salto a Dostoievski, a Chéjov, a Andréiev. Y como ya traía las ansias revolucionarias me sabía de memoria la introducción a la Historia de un asesino.

¿Este interés por los rusos tiene cierta relación ideológica?

Sí. Fue una cuestión sentimental e ideológica. Eran libros firmados por mi papá. Ya con eso para mí eran los mejores libros. Silvestre Revueltas, decía en la primera página. Es extraño porque somos una familia lectora de Dostoievski, aunque no hayamos tenido la misma infancia. Parece ser que mi abuelo José ya se lo leía, en Santiago Papasquiaro, a mi papá. Cada vez que llegaba le decía: "Papacito, ¿no nos lee usted un poquito?".

Su padre fue al famoso congreso antifascista de 1937. Estuvo con Alberti, Neruda, Paz, Garro, Pellicer…

Es que aquí fue la reunión de la LEAR, la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios. Y su lucha era contra el fascismo. Hasta alguien que no le gustaba meterse en la política, como el maestro Ponce, acudió a las citas. Discutieron mucho. Luego se fueron a Guadalajara. Yo digo que son las únicas fotografías donde veo a mi papá realmente feliz.

Estamos cerca del 2 de octubre. ¿Cómo vivió aquel día de 1968?

Estaba en la casa de uno de mis primos. Daba un curso intensivo en Guanajuato, en una época en que el periódico llegaba hasta la tarde allá, entonces los sucesos perdían impacto. Yo volvía a México para ver a mi hijo y a mi esposo. Y cada vez la situación era más difícil. De una cosa que parecía nimia, el pleito entre una vocacional y una preparatoria, de repente echaron un bombazo a la entrada de la universidad. Luego mi tío fue invitado por el grupo "Miguel Hernández" y todos los muchachos a estar ahí. Y sin proponérselo se volvió la figura mayor que los guiaba. Él estaba con ellos. Yo leía que Luis González de Alba decía que por soberbia él se encaminó a decir que él era el culpable. No, había visto ya a tantos jóvenes que habían sufrido represión, yo se lo pregunté a mi tío, que él prefirió echarse la culpa. Estuve en la primera marcha, en la que el rector Barros Sierra nos acompañó. Y ahí nos salvó la prudencia porque en estas manifestaciones hay que alejarse de los provocadores. Marchamos por todo Insurgentes, maestros y demás, con cordones que marcaban el contingente. Y empezaron las provocaciones: "Adelante, lleguemos al zócalo, es el momento". Y no. Al llegar al Liverpool, a José María Rico, dieron la vuelta y empezó a llover. La gente se empujaba para taparse. Estaba, en el Parque Hundido, el ejército en posición de tiro. Pudo haber sido otra masacre. Fue horrible. El solo hecho de ser joven era un delito.

¿Cómo se siente usted siendo portadora del apellido Revueltas?

Es pesado. Curiosamente todos escogimos alejarnos de las humanidades y del arte y estudiar cosas científicas. Todos. Pero los genes son los genes, y acabamos derivando a cosas humanísticas. El único libro de cuentos que he escrito lo hice contra reloj. Lo escribí y lo guardé, pero mi esposo lo sacó y se publicó. Fue por él. Porque dice uno: "¿Cómo me atrevo a escribir si tengo a mi tío José?". Uno se siente agobiado. Pienso que no debo compararme. Es menos difícil para la tercera generación, nuestros sobrinos. Ellos sí se lo toman común y lo usan. Me siento muy orgullosa. Cómo una puede traicionar al padre cuando lee en una carta: "Quiero que la camaradita me salude con su puñito en alto". ¿Cómo dejo de ser republicana? Tengo por ahí la foto en donde está la chamaquita con su puñito. Pienso que, como no tuve diferencias con él, porque murió cuando yo era pequeña, es mi ídolo. Es duro, pero también muy emocionante.

Sus cuentos de El espacio del deseo, ¿cómo los ve luego de los años?

Un día sentí que tenía que hacerlo y lo hice. Le fue bien al libro. Tiene tres ediciones, pero con la libertad que siento para el ensayo, estos cuentos son como desnudarse. Dicen cosas que nunca hubiera dicho. Me sorprendió que salieron medio feministas. Una serie de mujeres y una serie de amores. A algunas personas les gusta mucho, a otras yo creo que no. Todavía tengo el gusto por la palabra.

¿Publicaría más cuentos?

No. Sólo un día que me pidieron en Punto de partida, al inicio de la sexta época, y escribí otro cuento: "Por el camino de luz". Es sobre un caso muy interesante que me contaron de una norteña de cerca de Santiago Papasquiaro, que un día decide salir de Gómez y se va. Y la tratan con mucho menos aprecio. Se va a Tierra Blanca y allí una maestra, que es la maestra del pueblo, la menosprecia porque es ranchera. Se enferma. Muere. No le dicen a su único hijo para que no se conmueva, pero mandan al nieto y el nieto no entiende cómo todo el pueblo quiere tenerla a ella.

Hábleme de sus maestros…

Mis maestros se dividen en dos: los de medicina y los de la Facultad de Filosofía y Letras. Tomé clases de medicina con el más fiero, al que no le gustaba que las mujeres estudiáramos, el doctor Quiroz. Pero fue un buen maestro. Mis compañeros de medicina sí eran muy tratables.

La novedad fue entrar a la Facultad de Filosofía y Letras, mi segunda carrera, en 1964. Dejé de ser doctorcita con cierto rin tin tin de desprecio y me convertí en Eugenia. Recuerdo con mucho cariño a Luis Rius, Arturo Souto, Horacio López Suárez, Ernesto Mejía Sánchez. Muy buenos maestros. Muy gentiles y amables. Claro, había diferencias. Por ejemplo, Luis Rius era como la belleza de la Facultad, el exiliado que vino a México en los años cuarenta. Y todos ellos habían estudiado en la Facultad del Centro, en Mascarones. Podía suceder que, en un momento de la clase, rompieran y nos contaran anécdotas personales que enriquecían el tema. Tal vez el que más influyó en mí fue Sergio Fernández. Era muy sabio. Antes en la Facultad había chicharras, y odiábamos que sonaran porque podíamos quedarnos horas oyéndolo. Tan agudo, tan creativo. Muy marcado por el filósofo e historiador Edmundo O'Gorman. Hacía una crítica historicista espléndida. Sus cursos sobre La celestina eran impresionantes. Tenía una gran virtud: era muy generoso. Nos prestaba libros, nos daba clases sobre pintura, nos invitaba a su casa, nos llevaba a pasear. Todos queríamos ser sus preferidos y formamos un grupo —yo siempre digo: ay, pero qué sangrones éramos— como élite, como de lucecitas. Dolores Bravo y Margarita Peña formaban también parte de él. Fue una amistad que se conservó toda la vida. Cuando estaba muy enfermo se fue a Guanajuato. El otro día que hubo un homenaje a Josefina Vicens me acordé de que yo nunca la pude conocer porque cada vez que Sergio me decía: "quiero que usted la conozca", ella faltaba a la cita o yo faltaba. Eso lo he lamentado porque he dirigido varias tesis sobre ella.

¿Cómo entró a trabajar en Punto de Partida?

Cuando González Casanova entró como rector nombró enseguida a Leopoldo Zea como jefe de División Cultural. Ocho días después de su nombramiento el doctor Zea me invitó a trabajar en la revista. Era una oficinita en el décimo piso de la torre de la rectoría. Llegué con la idea de abrir la revista. Lo primero que hice fueron unos cursos y talleres. Ya había dos talleres: el de Salvador Elizondo y Juan Bañuelos, pero invité a otras personas y se fue abriendo más. Luego vinieron los muchachos de la provincia. Yo no soy chilanga pura. Valoro mucho la provincia. Consideré romper con el centralismo. Muchos de los buenos escritores emigraban de la provincia a la capital.

Por ejemplo, Evodio Escalante… Uno de esos jóvenes…

Sí, en un concurso de Punto de partida ganaron José Joaquín Blanco, Evodio Escalante y Marco Antonio Campos. Todos ellos escribieron para la revista. Gabriel Careaga dice que el sueño de un muchacho de clase media, de esa época, era publicar un artículo en Punto de partida.

¿Cómo era el proceso en la mesa de redacción? ¿Cómo elegían los textos?

Nunca quise renunciar a dar clases. No quería tener sólo el puesto en Punto de partida. Yo seguí dando mis clases, como hasta ahora. Éramos dos personas. Rebeca Lozada, que era la secretaria, y yo. Luego se unió otra joven, Luz María Hidalgo. Ellas hacían una primera lectura de todo. Luego, dos años después, entró Marco Antonio Campos como mi primer ayudante. Para entonces ya teníamos conferencias y él siempre asistía.

¿Le sorprendieron algunos de los manuscritos de esos jóvenes desconocidos?

El caso de José Joaquín Blanco fue muy interesante. Él era estudiante de la Facultad. Muy jovencito. Y un día llega y me dice: "Maestra, yo quiero escribir". Y le dije: "¿Y qué quiere escribir? ¿Por qué género va a comenzar?". "Por lo más fácil, por la poesía". (Risas) Fíjese, la primera vez que participó en el Premio Punto de Partida no ganó nada. Luego mención, después primer lugar y luego se puso a escribir cuentos, ensayos e hizo todos los géneros. Ése fue el caso de José Joaquín. Luego estuvo el caso de José de Jesús Sampedro, que venía de Zacatecas, y me dejó sus textos magníficos. Obtuvo el primer lugar y se publicó su cuento.


¿Cuáles fueron sus aportaciones? ¿Cómo diría usted que se caracteriza su época en Punto de Partida, que va de 1970 a 1981?

Dejó de ser sólo una revista para convertirse en todo un departamento. Los mismos ganadores del premio se integraban y participaban en los coloquios, en los concursos y todas las actividades. Se amplió. Lo que más les llamaba la atención fue la apertura hacia la provincia. Publicamos a Carlos Chimal, a Roberto Bolaño —que era un joven muy tímido—, Darío Galicia. El mismo año que Darío Galicia ganó el segundo lugar del Premio Punto de Partida, Roberto Bolaño sacó el tercero. El otro día, leyendo un suplemento, me encontré con un retrato, como difuminado y dije: "Ay, se parece a Darío". A él lo conocí por el premio y luego siguió trabajando conmigo. Era un hombre destacadísimo. Tiempo después, cuando nos cambiamos a la lateral del Auditorio Justo Sierra, ya llegaba muy mal y le preguntaba: "¿Qué le pasó, Darío?". Y me decía: "Pues es que tuve un derrame cerebral y así quedé". Sentí tanto dolor porque era un muchacho muy inteligente. Fue un buen poeta.

Tenemos aquí los Cuadernillos de Taller y Seminario. ¿Cómo nació este proyecto? Que luego sería la colección Ediciones de Punto de Partida

Hice estas ediciones y los libros colectivos. El otro día precisamente Luis de Tavira me recordó que gracias a uno de esos libros colectivos publicó sus poemas. Eran libros ya grandes, con la obra de Evodio, de José Joaquín. Era su oportunidad para publicar por primera vez. Entonces eran muy jóvenes. Publicaban poesía, cuento, principio de novela. Los Cuadernillos de Taller y Seminario eran más experimentales, variaban los temas según los intereses. Aquí publicaron, por ejemplo, Vicente Quirarte y Alberto Paredes.

¿Aparte de estos proyectos hubo otros que no estemos poniendo en la mesa?

Teníamos la revista Punto de partida, conferencias, congresos, los Cuadernillos de Taller y Seminario y el suplemento de teatro El Nahual. Tenían mucho éxito las conferencias de política y psicología. Mi ayudante principal, Marco Antonio Campos, me ayudaba hasta las 11 de la noche cuando acababan estos eventos. Recuerdo una de esas conferencias que salió bien, "La oposición en México". Desde principios del siglo hasta ese momento. La dimos en una librería en la zona Rosa. Asistió Herberto Castillo, Carlos Castillo Peraza. La que fue muy exitosa, y la repetimos dos veces, se llamó "La heterodoxia izquierdista". Fue un cambio radical porque quise que no sólo se tratara de literatura.

¿Cómo surgió el suplemento de teatro El Nahual?

Merino Lanzilotti me lo propuso. Luego se tuvo que ir. Algo pasó. Entonces lo suplió Luis de Tavira. Y siempre trabajé con él. Nosotros no sabíamos que era sacerdote, era un colaborador espléndido, estuve muy contenta con él. Llamaba la atención que siempre traía un suetercito negro con camisa blanca. Un día le pedí a la hija del Dr. Zea, Marcela Zea, que era una de mis ayudantes: "Háblele a Luis de Tavira y pregúntele qué pasó con tal y tal". Y ella llamó y dijo: "¿Está Luis?" Y le respondieron: "¿Luis de Tavira? Ah, el padre Luis" (Risas).

Quisiera mencionarle algunos nombres que rondaban en su época de Punto de partida y que usted me pudiera dar una pequeña impresión sobre ellos. Verónica Volkow…

Sí, ella me había contado sus antecedentes familiares que son terribles. Ella es descendiente de Trotski. Era estudiante de la Facultad y nunca lo decía. No le gustaba que supieran. Muy trabajadora y todo. Tengo sus libros.

José Luis Ibáñez…

Era un espléndido lector de los Siglos de oro. Sabía cómo recitar partes del teatro. Y luego, cómo era capaz de hilar. De un ensayo pasaba a hablarles a los jóvenes e iban aprendiendo. Varios de sus alumnos hacían sus pininos en El Nahual. Fue una cooperación muy bonita.

Doña Eugenia, usted publicó los primeros poemas de Coral Bracho en Punto de partida. ¿Qué me puede decir de ella?

Recuerdo a una joven entusiasta, nerviosita. Me gustaba eso, que hubiera pasión en ella, que había una vocación, un impulso. Que si no escriben se mueren.

¿Qué se siente ser maestra de tantas generaciones de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM? Haber influido en tantas personas…

Mi hijo siempre me dice: "Ya, mamá. Ya. Jubílate". Y yo le digo que yo los quiero. Para mí, mis alumnos son todo. Y sobre todo actualmente, a esta edad, todos tenemos pérdidas. Muchas pérdidas. Pero lo que nunca pierdo es a mis muchachos. Los recuerdo, y aquel, y fulanito, y lo poquito que me pueda acercar a ellos, porque tampoco quiero ser opresiva. Me siento feliz. El otro día iba yo subiendo las escaleras y me dice la directora: "Maestra, usted que nos dio tantas cosas. Usted que nos dio una clase tan bonita sobre Fernando del Paso, ¿qué cree? Fui a Camarón". Y le digo: "¿Fue usted a Camarón?". "Sí, fuimos mi esposo y yo a conocer Camarón". Es uno de los capítulos más divertidos de Noticias del imperio. Me dio tanto gusto que una alumna me dijera eso. Eso para mí es la vida.

Imagínese que vuelve a la UNAM en los años sesenta y se encuentra con usted misma, Eugenia Revueltas. ¿Qué le diría a esa joven recién llegada a CU?

Le diría: Mire, la profesión de maestra es compartir. Compartir lo que sabes y sentir que los alumnos también te pueden compartir sabiduría, sentimientos y todo. Nunca veas al otro como inferior sino igual a ti. Y le diría que lea el capítulo de "Camarón, camarón" y vaya al pueblo de Camarón. Un lugar perdido pero muy cercano al puerto de Veracruz.