Crónica de un día cualquiera
Digamos que un modo de divertirnos ha sido venir a pasar tiempo a este lugar. La luz que atraviesa las ramas de los árboles del parque María Luisa desmonta sobre la losa de cerámica amarilla que ha dejado de brillar, por el desgaste de los años, en esta terraza que no hace mucho tiempo dejó de ser vivienda para convertirse en un lugar de encuentro. El viento del otoño entra con fuerza. El paisaje es pintoresco, aunque limitado por los cables que lo interrumpen. Desde aquí veo que dos niñas corren tras un perro, y abajo, en la cafetería, las risas comienzan a escucharse. Pero acá arriba descanso en soledad y se me aligera la fatiga de la caminata que hice desde el metro para llegar aquí.
Trastabillando y con algunos carteles entre los brazos, Sam cruza el puente que separa esta librería de todo lo demás. Agotada, deja las cosas que carga casi lanzándolas a la mesa para saludarme y después echarse en un salto sobre la banca bajo la ventana.
—¡Ah, qué calor! —expresa—. ¿Y cómo estás?
—Bien, Sam. Y tú, ¿qué tal? —respondo, girando la cabeza hacia mi hombro para verla de frente, porque ella permanece acostada sobre la banca.
—Hambrienta. ¿Comemos?
Almorzamos una provisión de empanadas mientras me cuenta que en la semana ha estado hablando con Rogelio, el administrador del mercado, para saber si podremos tener el mismo espacio que llevamos varios años ocupando en el tianguis de temporada.
Ahora Naila, la estudiante de psicología que trabaja aquí, cruza el puente y nos saluda con su querida calma, atraviesa la terraza y abre las puertas de la librería. Mientras charlamos sobre los últimos días, sacamos a la terraza la mesa que ocupa el espacio central del lugar. Señalamos que, por fortuna, puede cruzar la puerta sin mayor esfuerzo; es una mesa que construyó Ricardo, al igual que algunos de los libreros que abrazan por completo el cuarto.
Como para confirmar lo apacible de los últimos días y de este lugar, Daniel y Oswaldo llegan cargando sus estuches de guitarra. Nos saludan y toman un lugar en la terraza. Daniel, mientras baila y tararea, desembolsa varias bebidas y las reparte a todos. Ensayan entre risas y nervios.
Acaba de llegar Leopoldo, su brillante colega. Pasan un buen rato compartiendo los avances de sus últimos proyectos, de poetas musicales a músicos poetas.
Poco a poco, las personas van llegando al encuentro. Mientras, Sam y Naila se cuelgan de la lámpara para cambiar la iluminación. Yo les ayudo a afinar los últimos detalles. Cuando la concurrencia es suficiente y la hora límite se acerca, Sam invita a toda la gente a pasar. Algunos entran, otros permanecen charlando en la terraza. Cuando Natalia e Irving, los presentadores, toman sus lugares, todos están dentro ya. Leopoldo comienza recitando un poema dedicado a Palinuro, perteneciente a Relicarios, su último poemario:
no son como los marinos
que las persiguen
no conocen de fatigas
ni de búsquedas
las estrellas
nunca se pierden
—como nosotros—
por estar siempre viendo
las estrellas
a lo mejor
si comienzo a buscar
fuera del cielo
encontraré algo más
que constelaciones
Mientras oscurece ocurre la lectura. Hay un ambiente de conmoción: todas las personas que estamos aquí tenemos deseos y preocupaciones que Leopoldo ha sabido retratar, haciéndonos compartir abrazos a lo lejos y algunas furtivas lágrimas. Al terminar la presentación comienza inmediatamente el concierto, presentado por Daniel y Oswaldo.
—¡No empiecen sin mí! —interrumpe Oskar mientras abre la puerta con su característica sonrisa de calma que tienen quienes han perdido la preocupación de que se nos acabe el tiempo. Quienes lo conocemos lo saludamos.
Mucho fue nuestro asombro cuando, en vez de la guitarra, fue Xarli quien empezó a cantar un poema de Alberti: Si yo nací campesino…
Esos benditos de Dios realizan un concierto íntimo y animado. No se sabe bien si es porque las puertas y ventanas están cerradas o por la agitación generada por la música que los asistentes se desprenden de sus abrigos. Prestamos atención. De vez en cuando y entre notas se escuchan susurros. En medio de pieza y pieza, dos niños hablan. El mayor es Miguel y le pregunta a Oswaldo algo sobre lo que acaban de tocar, porque él también toca un instrumento de cuerda, el chelo. El pequeño interviene para decir que él toca el piano y que está aprendiendo a afinarlo. Algunas risas de ternura se despiertan entre los asistentes. Continúa el concierto y la noche cae. Las luces del jardín y del parque entran por los cristales.
—Sobre la composición de “¡Máscara!” —explica Daniel—, surgió un día caminando por Coyoacán. Tenía una melodía en la cabeza que se repetía una y otra vez, así que me dirigí a la Facultad de Música para tocarla en piano. Se la enseñé a Oswaldo y me dijo que le parecía un danzón. Eso tuvo mucho sentido para mí. Juntos la transformamos hasta que, con los días, fue apareciendo en partitura. Poco a poco me di cuenta de que tenía elementos del lenguaje impresionista, así que decidí dedicarla a Héctor Lavoe, a quien además le gustaba cantar danzón. Como toda mi obra, también está dedicada a mi madre. Se titula “¡Máscara!”, que es una expresión de incredulidad de nosotros los veracruzanos.
En medio de la pieza, Xarli vuelve a tomar parte. Sube de un salto a una silla e improvisando la letra de “El buscapiés”, un son jarocho, genera un sentimiento de perplejidad que se resuelve gracias a las cuerdas de Oswaldo. Repite los versos, ora al revés, ora intercalados, ora repetidos. Todos aplaudimos a manos llenas incluso antes de que dejen de tocar.
Finalizado el concierto me entero de que la intervención de Xarli fue algo que los músicos le pidieron justo antes de entrar a escena. Recordé entonces lo que sentí cuando estábamos escuchándolos. Fue un momento encantador, y en algún momento pensé que estaba teniendo parangón con los cuentos de hadas que adornan el estante junto a la ventana.
Mientras esa charla ocurre, varias personas nos dedicamos a restituir la disposición original de la librería, devolviendo la mesa al centro y repartiendo los asientos. Axel, que había llegado entre la presentación y el concierto, invita a todos los asistentes a jugar con él. Mientras despliega en la mesa las piezas de su juego de reciente creación, algunas personas van tomando lugar en la mesa que cada sábado es de juegos.
La conversación sucede afuera. Oskar, que siempre nos recuerda sostener el optimismo de la voluntad frente al pesimismo del intelecto, refrenda ante Oswaldo y Daniel un agradecimiento por compartir de manera cercana y clara la música.
—Por cierto, Leopoldo, ¡odio a los poetas! —dice Oskar mientras suelta la carcajada de quien acaba de decir una evidente mentira.
Abajo, en el jardín, comienza la música de un grupo de son jarocho que recorre las calles del norte de la ciudad regalando su música. En tanto, llega Ricardo con su enorme sonrisa y nos saluda a todos mientras cruza el puente. Se une al juego.
Los visitantes del café se asoman de forma recurrente a ver qué encuentran en el primer piso, cuyas luces y voces los invitan a subir. Hoy entra una pareja. Tienen un gesto indagatorio, tantean si pueden pasar. Una de ellas me mira y reconozco que quiere preguntar algo.
—Buenas noches, disculpen, quisiera saber si pueden ayudarme. Estoy buscando un libro que leí cuando era niña.
—Claro, ¿cuál es el título o el nombre del autor?
—Lo que pasa es que no recuerdo el título, lo leí hace mucho tiempo, tal vez tenía siete u ocho años. Era un libro pequeño y creo que eran cuentos de temas fantásticos, había mitos y leyendas también.
—¿Fantásticos? Tal vez podría ser Doce cuentos peregrinos o alguno de Arreola.
—No, recuerdo que era una mujer la que escribió el libro. En uno de ellos una pintura se vuelve realidad.
—Entonces, tal vez podrían ser los cuentos de Amparo Dávila, aunque algunos de ellos dan un poco de miedo.
—No recuerdo que los cuentos me dieran miedo, creo que la autora tenía un apellido extraño, no era mexicana, tal vez inglesa o europea.
—Ah, creo que ya sé cuál es. Los cuentos orientales y la autora es Marguerite Yourcenar. ¡Sí!, ahí una pintura se vuelve realidad.
—Sí, sí, ése es el libro —se entusiasma—. Dime que lo tienen.
—Debe de estar por aquí, déjame ver. Aquí está.
—Ay, muchas gracias, de verdad pasé mucho tiempo sin saber cuál era el título.
—De nada, me alegra haberte ayudado. Si te interesa, la próxima semana tenemos una sesión de nuestro club de lectura, este mes también vamos a leer una compilación de cuentos.
—Ah, suena interesante. Me daré una vuelta entonces. De nuevo gracias y nos vemos pronto.
Cuando termino de atender a la muchacha, me dirijo hacia afuera. Me detengo porque desde aquí se ven muy bien las estrellas. La noche está despejada. Recuerdo
El camino de el poema con que inició Leopoldo la presentación. Pienso que hay noches, como la de hoy, en las que dejamos de ser marinos buscando estrellas. Ya no queda casi nadie y nos ponemos de acuerdo para irnos juntos. Una vez abajo miro hacia el puente y me despido.
—Sam, ¿te quedas?
—Sí, solamente apago las luces y cierro. ¡Nos vemos! ¡Gracias!
Mientras apago las luces y enderezo algunos libros, recuerdo que hoy fue el úl timo día antes de mudar, una vez más, esta librería. Me detengo a mirarla antes de cerrar las puertas. El lugar que ha servido de refugio y de teatro a tantas maravillas, Habia una vez, un aquelarre que anhelaba que su magia tiene hoy, más que nunca y en su soledad nocturna, una tierna tristeza que no quiere ser perturbada. Y, sin embargo, mañana comenzaremos a desmontar la librería para llevarla a otro lugar: la calle. La montaremos en el tianguis de fin de año. 40 días después volveremos aquí para hacer más cosas.