Objetos / No. 243

Sobre el vuelo de la flecha


¿Que tanto pensaran los arqueros olímpicos en la trayectoria de sus objetos? ¿Les cruzará la mente que, en casi cualquier otra época, sus flechas viajarían hacia algún animal o hacia otro ser humano? Cuántos paisajes y cielos no habrán surcado en busca de la piel, y preferiblemente de una arteria o un órgano, de la presa o del enemigo. Saber disparar un arco era una habilidad a la vez mortífera y vital: la muerte causada por una flecha prolongaba la supervivencia de quien la lanzaba. Ahora, tras haber servido en innumerables misiones de cacería y de guerra, el arco y la flecha han llegado a la última etapa de su vida de al menos diez mil años, a su merecido retiro histórico: ser artículos recreativos. 

Curiosamente, de esa tradición milenaria e indeleble viene el aire excéntrico de los arqueros actuales. Sus motivos para iniciarse en la disciplina no son —no pueden ser— los mismos que llevan a alguien a deportes más populares, con los que se convive en la infancia; en su caso, parecería que el “deportista” es un impostor, y que detrás de él hay un ñoño empeñado en emular algún héroe real o ficticio. Es probable que muchos espectadores de la arquería intuyan esas aspiraciones secretas, pero pocos sabrán lo rápido que se desengaña uno de ellas. No hay ninguna gloria en empuñar un arma difícil de descargar por accidente y dispararla contra un objeto inmóvil, menos cuando a tu lado hacen lo mismo otras 20 personas vestidas con ropa casual. Pero no importa, uno sigue haciéndolo porque es divertido. Si desde afuera el tiro con arco parece una recreación boba de la Antigüedad, desde adentro se disfruta como el antepasado campestre de los dardos, al aire libre, a 15 o 70 metros de distancia. 

Al principio, a mí no me importó que las flechas terminaran fuera del blanco; me bastaba contemplar su breve paseo por el aire. La gracia estética del tiro con arco podrá no fulminar a su público (a diferencia de la gimnasia o el clavadismo), pero ello es porque, en general, la belleza de un deporte se aprecia en su corporalidad. Cierto ensayo de David Foster Wallace propone que los deportes son bellos cuando se vuelven un drama físico que nos reconcilia con el hecho de tener un cuerpo. La teoría me gusta, pero me cuesta un poco verla en el caso del arquero. Sus movimientos siguen un programa en realidad bastante rígido: pararse a cierta distancia del objetivo, con la espalda derecha y los pies en ángulo más o menos recto, sacar el proyectil del carcaj o aljaba, colocarlo en la cuerda, apuntar el arco hacia delante, con la otra mano tensar la cuerda hasta la mejilla y, tras sostenerla un instante, disparar. Claramente, el proceso carece de dinamismo y espontaneidad; no cabe esperar de él ninguna reconciliación corporal. No, yo pienso que en ese ejercicio ocurre algo muy diferente y quizás hasta contrario: un olvido gradual de ese cuerpo bípedo y plomizo que somos y que mira absorto a la verdadera portadora de belleza: la flecha, atrevida y feliz, de mirada aguda, astil cimbreante y leve plumaje (¿qué antiguo genio supo volverla pájaro?). Muchos lo olvidarán, pero el ser humano también vive noblemente en sus inventos y voló por primera vez a bordo de una flecha. ¿Cuántas veces le darían la vuelta a la Tierra todas las que haya lanzado a lo largo de los siglos?

Los arqueros inexpertos con justa razón atesoran la primera vez que una flecha suya cae en el centro de la diana (yo nunca lo logré). Imagino que el entusiasmo resulta un tanto gracioso para otros más experimentados, pues saben que la dificultad no está en acertar una vez, sino dos, tres o diez veces, en acertar más seguido de lo que se falla; sueño esquivo y agridulce si se considera que, conforme uno mejora, sus estándares para juzgar un buen o un mal tiro se tornan más estrictos, como si el blanco deseado fuera cada vez más pequeño y remoto. Y allí está el alma del asunto, en la paciente depuración de un acto en apariencia simple. En cierto libro que explora el significado de esa simpleza —Zen en el arte del tiro con arco del filósofo Eugen Herrigel—, se plantea que el proceso alcanza su ideal cuando logra dejar atrás toda deliberación, cuando deja de ser una vil hazaña de puntería y pasa a ser la segunda naturaleza de quien lo realiza: acertar sin apuntar.

Concuerdo con lo que parece ser la base de ese argumento. En esencia, el tiro con arco se trata de hacer las cosas bien. Una tarea modesta y factible, hasta que asoma su cabeza un detalle tiránico: se trata de hacer las cosas bien siempre. No se me ocurre nada mejor que el trayecto de la flecha para representar todo lo que puede salir mal, todos los obstáculos, contratiempos, tropiezos y peligros que hay entre una intención y su meta. Es una práctica obsesiva por naturaleza. Por algo, a pesar de su origen antiquísimo, la idea de atinar, de dar en el blanco, sigue siendo una metáfora idónea para describir los hallazgos del pensamiento y del lenguaje. Heródoto cuenta que los nobles aqueménidas instruían a sus hijos en tres cosas: cabalgar, dominar el arco y decir siempre la verdad. A esa trinidad lapidaria de virtudes se le conoció más tarde como “el trivium de los persas”. Es curioso leer algunos comentarios (quizás ellos mismos producto de un vuelo poético) que objetan la etiqueta, aduciendo que los persas consideraban a las dos últimas virtudes una sola, un mismo arte para el cual no tenemos nombre. ¿Es en verdad tan absurda esa equiparación entre la palabra certera y una mira certera? Yo creo que no. Despojado de su historia y sus herramientas, el tiro con arco me parece más bien una forma ritual de la clarividencia, es decir, de ver las cosas claramente. Así como es imposible imaginar una modalidad de ese ritual en la que fuera más sencillo atinar que fallar, no podemos concebir un mundo en donde fueran más numerosas y asequibles las verdades que las mentiras, los aciertos que los errores: lo falso (que para los pitagóricos era el Mal) es diverso e infinito; lo cierto (el Bien) es mínimo y recóndito.