Objetos / No. 243
El arte del ajolote
o la próxima vez que Etgar Keret venga a México
Así, sin gargajo ni epígrafe, a lo que nos truje: colecciones y objetos. Objetos y colecciones. El objeto: un libro. La colección, por ende, varios libros. Varios libros ordenados (o no) en un dispensario de madera o triplay llamado librero. Una colección que, de tan común, rara vez llamamos colección a no ser que esté conformada en su filamento más íntimo por manuscritos antiguos, ediciones rarísimas o palimpsestos que de tan invaluables dan poquísimas ganas de leerlos por temor a mancillarlos, a hacerlos realmente nuestros arrugando las hojas y rayando cada palabra entre aquellas colecciones de palabras que, de tan comunes, rara vez llamamos colecciones de palabras, sino llanamente libros.
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Mi biblioteca es humilde, pero variopinta, más parecida al juguetero de un niño que a la malsana fascinación de un adulto sin ingresos fijos. De entre esta colección de colecciones, sin embargo, pueden reconocerse tres facciones de menor tamaño:
- Fanzines de poesía contemporánea regados indiscriminadamente por su orden de aparición en mi vida (en este caso la colección responde al género literario).
- Libros del Fondo Editorial Tierra Adentro ordenados en tres estantes según su fecha de publicación (la colección responde a la editorial y a su bajísimo costo de diez baros).
- Y, finalmente, libros de cuentos escritos por Etgar Keret y editados en su mayoría por la UNAM (Tuberías, Extrañando a Kissinger, Pizzería Kamikaze, De repente un toquido a la puerta, Un hombre sin cabeza, La penúltima vez que fui hombre bala), pero también por Siruela (La chica sobre la nevera, Avería en los confines de la galaxia) y Sexto Piso (Los siete años de abundancia). En este caso la obsesión corresponde al autor y a ninguna otra cosa más.
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Tomemos del estante De repente un toquido en la puerta, editado por Sexto Piso y Libros UNAM hace unos años y hagamos zoom a la contraportada: “Su trabajo más maduro hasta ahora”, y yo no podría estar más en desacuerdo. Si de algo carece el libro es de un mísero ápice de madurez. Al menos en el sentido deontológico de la palabra, ese caduco “deber ser” amoral y moralista que concatena la adultez con un comportamiento sobrio y mesurado en las personas, digamos, de los treinta y tantos y pa’ delante. A diferencia de Keret, quien a sus 44 (tal era su edad cuando publicó el dichoso libro: ¡y vaya dicha para nosotros!) domina con una maestría lúcida (mejor dicho, lúdica) el arte de involucionar respecto al modus operandi de la sociedad moderna. Ahí, donde la tendencia adulta es el desdén hacia el imaginario de los miembros más jóvenes de la sociedad, Etgar proclama que las grandes inspiraciones para su escritura son el recuerdo de su propia infancia y los objetos que atiborraban los estantes como atiborran sus libreros y, por supuesto, sus bolsillos.
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Ahora ya lo sabes. Eso es lo que traigo en los bolsillos. (…) Una pequeñísima posibilidad
de que, digamos, cuando llegue la felicidad, pueda decirle “sí”, en lugar de “lo siento, no
traigo no tengo ningún cigarrillo/palillo/moneda para la máquina de bebidas”.
Etgar Keret
Cuántxs no quisiéramos eso, traer en los bolsillos, a la vieja usanza de Mary Poppins, una colección de objetos lo suficientemente grande, o infinita, para hacer frente a las calamidades del día a día. Sin embargo, en mi caso los bolsillos tienden a ser demasiado estrechos o estar agujereados por la mala combinación de traer las llaves en el pantalón e ir corriendo tarde a todas partes. Vacíos, de eso está conformada la colección que llevo en mis bolsas, en mi cuerpo, dentro de mi psique: todo aquello de lo que estoy hecho y con lo que creo (del verbo crear), y que creo (del verbo creer) compartir con aquel a quien melosamente nombro mi escritor favorito: Etgar Keret, sobre quien asiduamente pienso lo mismo que frente al espejo: si no es de ausencias, ¿de qué estamos hechos? ¿Verdad que por eso escribimos?, ¿que también hay colecciones así, no vacías, sino de vacíos? ¿Verdad que uno puede estar lleno de nada hasta desbordarse? Pero más importante: ¿Verdad que también podemos reírnos de eso?
…¿Verdad?
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Al igual que encontrar un billete en el piso o, en su defecto, un agujero en los bolsillos, las colecciones siempre empiezan de manera imprevista. Esa tarde en la que adquirí mi primer ejemplar de Tuberías estaban de moda las pujas en grupos de Facebook, donde, a partir de dinámicas semejantes a las de las más exclusivas casas de subastas, se ofrecían libros al mejor postor, haciendo sentir la morralla de los bolsillos como las bóvedas subterráneas de los más acaudalados millonarios. Así, la noche previa, y más por aburrimiento que genuino interés, había ganado por 100 pesos un libro cuyo nombre ni siquiera recuerdo… Tal vez por eso, al día siguiente, llegué tan tarde para recogerlo que había sido subastado de nuevo. Pero yo, no queriendo marcharme con las manos vacías, acepté llevarme conmigo el último libro que quedaba a la venta y que, al igual que yo, alguien más había abandonado, para nuestra suerte, a su suerte.
—70 barucos.
—50 —repliqué.
Y a cambio de un ahora descontinuado billete de ajolote mexicano (ambystoma mexicanum) me entregó un libro escrito por un ajolote israelí (ambystoma keretanum).
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El otro día leí
que uno se acostumbra a la palabra cáncer
y no supe
si había sido
en un poema
o en una revista de ciencias.
Xel-Ha López
A mí, como a Xel-Ha López, también me pasa que a veces no distingo si lo que leí fue en un libro de Elisa Díaz Castelo o en un documental del National Geographic o si acaso lo inventó mi subconsciente a partir del insólito encuentro entre ambxs, pero creo haber escuchado en alguna parte que el ajolote es el único animal que crece para volverse niño… o algo así.
El término científico es neotenia y consiste en mantener (me gusta más: coleccionar) ciertas características de la etapa larvaria (como las branquias y la aleta dorsal) para después adquirir (de nuevo: coleccionar) esas otras que, en teoría, definirían la vida adulta de la salamandra común (como las patas y párpados). Contrario a lo que suele enunciarse en redes, no se trata de que el axolotl quede estancado en una etapa media entre la infancia y la adultez, sino que desarrolla los elementos más convenientes de su juventud temprana y suma aquellos más beneficiosos del futuro. Es decir, en un mismo cuerpo, diminuto y tierno, cabe mencionar, habita el sincretismo de dos tiempos: el vivido y el porvenir.
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“Nunca Jamás”, esa mística isla hacia la segunda estrella a la derecha, donde los niños podían ser niños el tiempo que quisieran, tal es la definición de Keret para su propia infancia, carente de educación estricta y supervisión adulta. “Como supervivientes del holocausto”, menciona en entrevista sobre sus padres, “nunca terminaron el proceso de crecer de una forma normal: podría decirse que se quedaron como niños toda la vida”. No casualmente es la idea que me viene a la cabeza cuando leo sus cuentos: Este hombre es un niño. Y mira que si en algo son sorprendentes los niños es en inventarse las historias más extraordinarias. Basta tan sólo un vistazo de soslayo a un objeto, un chispazo, para amagar de él una colección de situaciones imaginarias, de incendios ficticios. Aunque, en ocasiones, Etgar Keret lo lleva incluso un paso más lejos utilizando la mismísima nada, la falta de ideas, el estancamiento creativo, como motor para salir de sí mismo. Así, en “De repente un toquido a la puerta”, cuento que da nombre al libro homónimo, el autor israelí no sólo evidencia los perjuicios sociales y económicos que ha arrastrado el virulento clima geopolítico de su país (tan en boga hoy en día en las noticias), sino que por medio de un argumento, por decir lo menos, irreverente (un hombre a punta de pistola le exige al mismísimo Etgar Keret un cuento para poder venderlo en las calles por unos míseros shekels), nos da una clase magistral de cómo usar la falta de creatividad como agente creativo para la escritura:
Procuro explicarle al barbudo que si enfunda la pistola será mucho mejor para él. Para los dos, en realidad. Porque es difícil que se te ocurra un cuento mientras te están encañonando la cabeza con una pistola cargada. Pero el tipo insiste.
—En este país —explica—, cuando quieres algo, tienes que exigirlo por la fuerza.
Es un inmigrante judío recién llegado de Suecia. En Suecia la situación es completamente diferente. Allí, cuando se quiere algo, se pide educadamente y, por lo general, te lo dan. Pero en el asfixiante y enrarecido Oriente Medio, eso no es así. A uno le basta con pasar aquí una semana para entender cómo funcionan las cosas. O para ser más exactos, para entender cómo no funcionan. Los palestinos pidieron con muy buenos modales un Estado. ¿Se los dieron? ¡Y una mierda! Mientras que cuando pasaron a hacerse saltar por los aires en autobuses cargados de niños, empezaron a escucharlos. (…) Aquí sólo entendemos la fuerza.
Y así, Keret, a punta de pistola, comienza a contar un cuento a partir de su entorno: “Hay dos personas sentadas en una habitación”, dice, “cuando de repente alguien llama con los nudillos a la puerta…” ¡Y llaman! No sólo en el cuento que está contando dentro del cuento, sino en el cuento mismo que estamos leyendo: una, dos, tres ocasiones, y en cada una, después de abrir la puerta, sucede lo mismo. A punta de pistola los hombres que se van acomodando y acumulando en su sala le exigen a Keret que les cuente un cuento. Pero fácilmente podría terminar siendo un desvarío anecdótico en manos de Keret, así en el mundo “real” como el “ficticio” (las comillas son para indicar que es imposible dilucidar dónde empieza uno y dónde el otro), da un vuelco de 180° durante el último párrafo (¡spoiler alert!), cuando finalmente el mentado cuento nos narra su situación personal más allá del mismísimo cuento:—En este país —explica—, cuando quieres algo, tienes que exigirlo por la fuerza.
Es un inmigrante judío recién llegado de Suecia. En Suecia la situación es completamente diferente. Allí, cuando se quiere algo, se pide educadamente y, por lo general, te lo dan. Pero en el asfixiante y enrarecido Oriente Medio, eso no es así. A uno le basta con pasar aquí una semana para entender cómo funcionan las cosas. O para ser más exactos, para entender cómo no funcionan. Los palestinos pidieron con muy buenos modales un Estado. ¿Se los dieron? ¡Y una mierda! Mientras que cuando pasaron a hacerse saltar por los aires en autobuses cargados de niños, empezaron a escucharlos. (…) Aquí sólo entendemos la fuerza.
Un hombre está sentado en una habitación. Está solo. Es escritor. Quiere escribir un cuento. Ha pasado mucho tiempo desde que escribió su último cuento y siente una fuerte añoranza. Echa de menos la sensación de crear algo a partir de algo. Sí, algo a partir de algo. Porque eso de crear algo de la nada es para cuando de verdad se inventa algo. Y eso ni merece la pena ni es gran cosa. (…) Finalmente, el hombre decide escribir sobre la situación. No sobre la situación política, ni tampoco sobre la situación social del país. Decide escribir un cuento sobre la situación humana, o mejor dicho, sobre la condición humana tal y como él la está experimentando en ese mismo momento. Pero no se le ocurre nada. Porque la situación humana, tal y como él la está viviendo en ese momento, según parece, no merece ningún cuento.
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Respecto a la potencia creativa innata de la infancia, Rosa Montero afirma que: “De niños nuestra cabeza es un torbellino, locamente cableado e interconectado en todas las direcciones; pero al llegar a la pubertad, los neurotransmisores inhibidores de la corteza prefrontal se ponen a funcionar como posesos y apagan todas aquellas conexiones que no son claramente útiles para manejarnos en la vida”. Y es que yo, como Montero, comparto la curiosidad sobre qué sucede cuando, a pesar de los años, el lóbulo frontal permanece plenamente desinhibido, en espera de esos nudillos de la creatividad que, sin importar la edad, se ponen a tocar como energúmenos a la puerta del cerebro. O elaborando la pregunta más sencilla: Si de repente alguien llama a la puerta, ¿qué veríamos al otro lado de la mirilla si a nuestros veintitantos, cuarentaitantos o setentaitantos tenemos el coraje de atender el llamado de los nudillos de una infancia nueva y renovada?
En mis sueños más guajiros me gusta imaginar que… Nada. Que abriríamos la puerta, moveríamos el cuello de un lado a otro, mentaríamos la madre/padre al aire, cerraríamos de portazo y una vez de regreso en el sofá volveríamos a oír el dichoso toquido o el sonido del timbre. Y, entonces sí, tras abrir la puerta altamente molestos, creyéndonos víctimas de la broma de algunx niñx, miraríamos hacia abajo y veríamos tendido amistosamente sobre el afelpado tapete de Güelcom una criaturita larguirucha y rosada, de apariencia simpática, que nos estaría mirando con esos mismos ojos que hace medio siglo enamoraron a Cortázar: un axolotl.
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Algo curioso sobre la neotenia es que según recientes estudios científicos el dichoso fenómeno pareciera llevarse a cabo porque el ajolote así lo “elige”. Como prueba de ello están, sí, los casos documentados en que, cuando el ambiente acuático se vuelve inhabitable, la mayoría de ajolotes “completan” el ciclo salamándrico para poder mudarse de la cochambrosa agua de Xochimilco al contaminado aire de la Ciudad de México. Pero también están los casos (estos son los que nos interesan) en que sin una causa aparente más que la curiosidad, los ajolotes “deciden” salir a caminar y tomar el fresco, clausurando sus branquias e inaugurando sus inadaptados pulmones. Lo que abre la puerta a una hipótesis todavía más interesante: para los ajolotes prevalecer en una infancia dilatada es la manera evolutiva óptima para enfrentarse a las vicisitudes de su entorno. Igual que Keret y sus cuentos que, si bien hallan su materia prima en la vida de un catedrático en la universidad de Tel Aviv, parecen más bien el delirio de un niño que ha vivido lo suficiente para saber que no vale la pena envejecer… O, por lo menos, no del todo, contentándose con coleccionar esos sucesos que a su debido tiempo decidirán madurar (o no) en inmaduros cuentos.
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Y si bien ese podría ser el final del ensayo, quisiera añadir un pequeño apóstrofe para quienes sigan creyendo que el paralelismo entre un escritor israelí y un anfibio mexicano está metido con calzador. Es curioso, por ejemplo, que en una entrevista prodigada a Letras Libres durante su primera visita al país en la que se le pregunta: “¿Cuál ha sido tu impresión de los lectores mexicanos? ¿Por qué crees que tu obra les resulta atractiva?”, Keret responda:
México ha sido una sorpresa. No me imaginaba que me la iba a pasar tan bien. De repente un toquido en la puerta ha salido en 35 o 36 países, he estado en muchos lugares, pero no he conocido ninguno, aparte de Israel, tan cálido: te dan regalos, te besan, te abrazan…
A diferencia de las Vegas, lo que ocurre en el continente literario rara vez se queda en el continente literario, y si Etgar Keret ha atendido en más ocasiones a la FIL de Guadalajara no es por ocurrencia de su agente ni por un azar de los organizadores, sino por los puentes que han traspasado barreras geográficas a partir de su creciente popularidad entre la juventud y adultez mexicana.Me parecía que había algo muy especial en los lectores mexicanos porque era el único lugar del mundo donde la gente me daba abrazos, y le dije [a Eduardo Rabasa] que me parecía una costumbre muy agradable por parte de los lectores. Y él me contestó que no era una costumbre, que no abrazaban a nadie, solamente a mí. Y le pregunté que por qué pensaba que eso sucedía, a lo que respondió que quizás era porque al terminar de leer mis libros decían: “Guau, este tipo necesita un abrazo”.
Aunque si tuviera que afirmar un motivo, sería el mismo que Salman Rushdie escribe en otra contraportada del autor (con esta sí que estoy de acuerdo): “Me hace muy feliz que la literatura de Etgar Keret exista…”; con la salvedad de que, a riesgo de sonar meloso, iría un paso más lejos y diría que en mi caso me hace feliz el hecho mismo de que Keret exista, paralelamente a mí, en algún rincón al otro lado del mundo (aun cuando este rincón al día de hoy se encuentra tan doloridamente desangrado). Durante el sofocante confinamiento nadie como él a través de sus cuentos me hizo reconsiderar la potencia creativa en medio del pánico, la posibilidad de reír como un paliativo contra las adversidades… Por eso me gustaría decirle: “Gracias por crear un territorio del que me siento tan endémico como el ajolote desterrado del lago de Xochimilco. Y si nadie te lo ha dicho, permíteme ser el primero en decirte que si te pedimos tantos abrazos no es porque sintamos que los necesites, sino para hacerte saber que es así como nos sentimos cuando te leemos: como si lleváramos en los bolsillos esa gran colección de objetos para hacer frente a la vida”. Pero como lamentablemente no sé decir ni pío en hebreo, la próxima vez que Etgar Keret venga México no tendré de otra que poner mi mejor cara de ajolote (los ojos abiertos, la sonrisa medrosa) y pedirle a gestos eso que tantas veces ya me ha dado: un pueril y enorme abrazo.