Más allá / No. 245

Vencer la muerte



Para Álvaro Álvarez
In memoriam

La mano se alza, como si fuera una montaña, a mitad del mar. Fácilmente podría confundirse con un peñasco puntiagudo que impide la circulación de las olas. Nada nuevo en comparación con los mares conocidos: una roca solitaria que resiste, inmóvil, la inmensidad del océano. Pero no es una estructura pétrea. ¿Será acaso de carne esa mano? ¿Estará hecha de la misma materia que los hombres a los que intenta alcanzar? La imagen es hipnotizante; abre el libro en el que Fletcher S. Bassett, marinero y escritor norteamericano, se dedicó a recopilar leyendas en torno a los mares y océanos del mundo. Una nao, o quizá una carraca, flota en mitad de la nada. No se observa ningún montículo de tierra en el horizonte ni en las cercanías. Están solos. En ese encuentro están totalmente solos: los marineros de pie en la cubierta; la mano gigantesca detrás de ellos, a sólo unos metros de distancia. La mano pertenece a Satanás. Y si él ha salido a su encuentro, ¿Dios, por tanto, los ha abandonado? Solos. La sensación se acentúa si ponemos atención a la limpidez del paisaje. El diablo ha elegido una noche tranquila para aparecerse. No anunció su llegada con tempestades ni originó temor en sus víctimas con nubarrones y estruendos. La luna, al fondo, atestigua el momento. Es luna llena, la escena se ilumina con su presencia; es una noche despejada. En cuanto al mar, hay movimiento, es cierto, pero la marea no está embravecida; por el contrario, su agitación parece cotidiana. Ni el emerger de la mano ha inquietado las aguas. Es perceptible un ligero viento. Las velas de la embarcación se inflan livianas con la corriente. Si algo abunda en la escena es el silencio y la calma.

Es, ciertamente, una imagen curiosa. Según S. Bassett, fueron los árabes quienes representaron al diablo como un gigante que habitaba las aguas del Atlántico, Mar de las Tinieblas, como se le conocía en el Medioevo. Para apoderarse de los marineros, Satanás simplemente sacaba la mano del agua y tomaba a quienes osaran navegar su océano. La ilustración nos recuerda que en los siglos XIVXV el diablo incrementaría su poderío y su espacio de acción. La primera imagen de éste, como un ser inferior a Dios, común hasta los siglos XII y XIII, daría lugar a una representación cada vez más aterradora. Lucifer comienza a poblar la imaginación de los europeos como un personaje de gran tamaño que engulle y destroza a los pecadores. En los mosaicos de Florencia, por ejemplo, se le ve sentado, con la mitad de un cuerpo saliendo de su boca, y lo acompañan en su destrucción reptiles y otros seres que lo mismo tragan y persiguen humanos. En la imagen todo es caos. En el corazón de los creyentes también. Con fuerza renovada, Satanás malaconseja, hace tropezar, persigue y atrapa. Sus manos están siempre cerca de las espaldas. El mar incluso, en la iconografía renacentista, da cuenta del poderío del rey del infierno.


Del libro Legends and Superstitions of the Sea and of Sailors. In all Lands and at all Times (1885) de Fletcher S. Bassett


Las tempestades representaban la caída en las pasiones, el peligro de perderse y acabar en las manos equivocadas. El mar enfurecido era el diablo tentando a los viajeros. Una embarcación firme, capaz de salvarse de la fuerza del océano, daba cuenta del buen temple de sus marineros, de la grandeza espiritual de sus hombres. Se esperaba de ellos que pudieran llegar a puerto.

Pero hay, en la imagen del libro de S. Bassett, un detalle que atrapa. No podemos ignorar las características de la mano. No parece, en lo absoluto, monstruosa. No hay nada que indique una futura violencia. Los dedos no se pliegan sobre la embarcación. Las uñas no parecen navajas afiladas. Se asemeja, en todo caso, a una mano humana. Recta, como cuando pedimos a alguien que se detenga; casi triste, como quien advierte, pese a la cercanía, que no ha sido visto y que de nada sirve levantar la mano.

¿Y si, más que querer atrapar a los marineros, Lucifer buscaba ayuda?

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Es un miedo persistente, incluso en nuestros días, el de ser sujetados. Que una mano aparezca de la nada, nos alcance por la espalda y nos arrastre lejos de nuestro camino. El imaginario del acecho está lleno de personajes indeseables, desde policías hasta secuestradores. Hay otros, como el Tío Sam, que apuntan con el dedo anticipando la captura. Según Elias Canetti, no hay temor más común a los hombres que el de ser apresados por lo desconocido. Y es que en la posibilidad de asir se expresa la animalidad que precede a lo humano. Si en aquel tiempo agarrar se volvió necesario para la supervivencia, con el paso del tiempo esa capacidad se hizo habitual. Se volvió, nos dice Canetti, el rasgo distintivo del poder: se atrapa lo que se desea; se aplasta lo que se detesta.

Mi abuela falleció el 5 de abril de 2017. Una semana antes, en alguna de las noches que la acompañé mientras estuvo internada en el hospital, una de sus compañeras de habitación pedía a gritos dos cosas: una Coca-Cola fría y que llevaran hasta su cama al perro que escuchaba ladrar en los pasillos. Tiempo después me enteré de que la señora había muerto al día siguiente.

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De pie frente al Tíber, en el lado oeste del río, sobre Lungotevere Prati, se encuentra en Roma la Iglesia del Santo Corazón del Sufragio. Su construcción, a inicios del siglo xx, se debe a un accidente previo. El 15 de septiembre de 1894 se incendió la pequeña capilla que anteriormente ocupaba su lugar. A ese incidente debemos no sólo la nueva iglesia, sino también la colección que en ella se alberga. Una vez apagado el fuego se encontró en el retablo de dicha capilla el rostro de un hombre. Víctor Jouet, el capellán francés encargado del recinto, afirmó que se trataba de un alma en pena; un rostro, no unos labios, que suplicaba palabras para su salvación. Su gesto es conmovedoramente triste: en sus párpados se constata el cansancio; sus ojos parecen vacíos, no se adivina en ellos una esperanza de futuro. Están sujetos al dolor del momento. Como si un ligerísimo y último rastro de vida estuviera por desvanecerse. Un rostro que recuerda al semblante del sediento. Del encuentro con esa aparición, Jouet se comprometió a atender el llamado de los muertos. Viajó por Italia, Bélgica, Alemania y Francia en búsqueda de objetos que dieran cuenta de su presencia en el mundo de los vivos. Si buscaban clemencia, había que dárselas. Con lo que encontró fundó el Museo de las Ánimas del Purgatorio.

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Raúl Zurita pregunta: Padre, ¿usted sufre cargándome?

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El 3 de abril, a dos días de su muerte, mi abuela me confesó que ella también escuchó al perro en el hospital.

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Supone una rasgadura en el mundo. Una apertura que trastoca tiempo y espacio. Los sabios hicieron de la ansiedad común un lugar para la redención. Que sea posible una segunda vuelta. O quizá, mejor, sólo un regreso: un meticuloso recorrido que advierte dónde se han puesto los pies en el primer andar, si se han quebrado ramas o pisado bichos en el acto, y reparar. Es una nueva sala de espera. Una ventanilla previa a la gran sala del juicio final. Pero nos trenzaron, con su creación, a vivos y muertos. Pareciera que todo conduce a un juicio individual. No es así. Ninguna salvación se labra únicamente con la propia mano. La madre cuida que, frente a la fogata, el niño no meta el brazo al fuego. Y si lo hiciera, ¿quién pondría sobre su carne enrojecida un pañuelo frío para su recuperación? Nunca es tarde, parecen decirnos, para aliviar la quemadura. ¿Para quién es la prueba, entonces? ¿Para el que yerre o para el que acompaña? Quizá no se trate siquiera de pruebas. Sólo de estar un poco más juntos, un poco menos solos. Reconocer nuestra parte en esto que compartimos. Ante lo inconmensurable de la eternidad, un paréntesis que alivia a los muertos con la boca de los vivos. Hacer de la palabra un compromiso con la purificación del otro. El purgatorio.

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Antes de morir, según contaba mi abuela, algunos miembros de nuestra familia habían sido visitados por un perro. Algunos lo vieron, otros sólo lo escucharon. Su hermano antes que ella; su madre antes que su hermano; su abuela antes que su madre. ¿De qué podrían ser señal estas visiones? Los nahuas pensaban que para llegar hasta Mictlantecuhtli, el dios de la muerte, y morir definitivamente debían cruzar el gran río del inframundo montados sobre el lomo de un perro xoloitzcuintle. Por ello, cuando alguna persona fallecía, sacrificaban a su perro y los enterraban en el mismo sitio para que pudieran hacer ese recorrido juntos. Desconozco de dónde le vendría la imagen a mi familia o si para ellos tendría algún significado esa visita canina. Otros familiares contaron haber soñado un jardín extenso y asombrosamente verde. A la mitad de aquel campo, una puerta los separaba de sus familiares muertos. Ellos notaban su presencia y saludaban amistosos.

¿Podría decirse algo, a partir de estas historias, sobre la residencia de mi familia en el más allá?

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Los hombres encontraron una bifurcación en su camino: una vía que se recorre en sentido contrario.

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Pero hubo también quienes no vieron un perro. Mi abuelo paterno, algunas semanas antes de su muerte, masculló una imagen que me inquieta. "Saquen a la niña", fue lo primero que pidió. Aquella tarde mis padres, mis hermanas y yo habíamos ido a verlo a su casa. Cuando entramos a su cuarto, pidió que sacáramos a mi hermana menor. "Saquen a la niña", nos dijo, "limpien la sangre, recojan los cuerpos y luego que regrese". Para no perturbarlo, mi madre salió de la habitación con mi hermana. "Entran por las paredes", continuó mi abuelo, "llegan en la madrugada y se golpean hasta matarse. Esos que están ahí son los que vinieron ayer".

Noche tras noche, mi abuelo vio a dos hombres, de una identidad y una apariencia que desconozco, desbaratarse a golpes. Día tras día, dos cuerpos muertos desde antes de su inmovilidad, con sangre bullendo en sus fauces, permanecieron recostados al pie de su cama.

¿Cómo insertar esta historia en el resto de relatos de mi familia? ¿En qué punto de la geografía del más allá podría encontrarse mi abuelo paterno?

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La colección con la que Jouet comenzó el museo, se cuenta, era numerosa. A su muerte, el sacerdote que le sucedió al frente de la iglesia decidió exhibir únicamente aquellas piezas cuya autenticidad fuera incuestionable. De las paredes de la pequeña sacristía cuelgan 15 piezas: libros, fundas para almohadas, pañuelos y algunos otros objetos; todos marcados con la huella de una mano. Para hacerse ver, las almas del purgatorio se valieron de ese fuego que les envuelve y que es tortura y liberación por igual. Con las falanges incendiadas, las ánimas se acercaron vacilantes a los objetos. En algunos apenas recargaron las yemas de los dedos, en otros apoyaron solamente la mitad de la mano. Los objetos, sin embargo, están notoriamente quemados. La profundidad de la quemadura es visible en todos. Las perforaciones en la materia expresan lo que las almas no pueden decir.

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Y fueron alcanzados.

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No es más extraña la mano que viene que la que hacemos ir. ¿Pero qué sería lo que la vuelve ajena y amenazante? ¿Su presencia explícita o una reiterada ausencia?

Y en todo caso, ¿qué pasa con una mano que no está habituada al aterrizaje? ¿Qué hace del cuerpo al que llega? ¿Reconoce las huellas que traza?
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Recuerdo los ojos de mi padre. Jamás el suyo le había parecido tan desconocido. Esos balbuceos venían del lugar al que se estaba acercando. Y allí no podía ir con él. Su encuentro se volvía cada vez más difícil.

Si mi abuelo estampara una mano en algún objeto, ¿mi padre sabría reconocerla?

*

El lazo está hecho, entonces, de palabras. La oración no es sólo suplica. Es canto que une; arrullo que sosiega. Decir es el instrumento de la comunión, de la cercanía. Quizá desconocer la animalidad de la mano sea un ejercicio que comience en la imaginación. Y entonces habría que ordenar las palabras que suplanten el rasguño. Hacernos próximos mediante el lenguaje. Seguir con la lección, inaugurar el contacto de los cuerpos:

Esto que salta y aparece en sueños
 no es el diablo ni ángeles, la muerte.
 No sabe cuántas veces una mano
 lo persiguió hasta tirarlo cama
 abajo. Corre, es solamente un niño,
 y no escapa a la mano que es el padre.

Darás peso a tu madre y a tu padre,
pronunció una voz dentro de los sueños.
Pero él apenas carne y hambre, un niño
que comió de otro cuerpo para burlar la muerte,
que hizo de un cóncavo abrazo cama,
que esperaba del mundo la ayuda de una mano.
Él no supo de honras, pero sí de la mano
que se impactó contra su cuerpo. Padre
que no supo llevarlo hasta la cama
ni ayudarlo a poblar de luz sus sueños.
La carne herida se confunde, muerte
que se viste, ridícula, de niño.

Y avanzó por el mundo con su traje de niño
marcado por las huellas de una mano,
tratando de restar de su piel algo de muerte;
cambiando la figura de lo hecho por el padre,
exorcizando manos de sus sueños:
morar sin pesadillas por una vez su cama.

Pero una noche soñó una cama
vacía, no era la cama de algún niño.
Su padre había muerto. Se iba así de sus sueños
como del mundo. Se miró sus manos
y no encontró las manos de su padre;
no heredó instrumentos para provocar muerte.

Sería tarde acudir ya en el lecho de muerte,
cuando su vida calle recostada en la cama.
Hay que salvar, se dijo, del frío la piel del padre.
Lleno de curiosidad, ir a él como un niño,
acariciar su pelo, tenderle ya la mano:
que sea de compasión el nuevo sueño.
La piel, padre, es arcilla donde se crea el sueño
de vencer a la muerte aún siendo sólo un niño.
Toda cama es segura si nos damos la mano.