CDMX / No. 246

Época de lluvia



Naces, creces,
vives en una de las ciudades
más lluviosas del mundo.
Peor aún, vives en la orilla de esa ciudad,
donde hace cuarenta años no había ni drenaje.

Cada época de lluvia pasas por lo mismo:
tardas horas en llegar a tu casa,
te subes a un vagón del metro a reventar,
con gente que suda igual que tú
porque llevan veinte minutos detenidos,
con el ventilador descompuesto, por supuesto,
y las ventanas cerradas.

No lo soportas más. Mueres.
Aunque no mueres del todo.
En realidad no mueres,
sólo se termina una parte de ti:
la humana.
Ahora eres un ser que suelta
codazos sin compasión,
que a la menor provocación grita,
que entierra el pico de su bolsa
en las nalgas de la señora de enfrente.

Ahora eres sólo un pequeño punto
en el universo que quiere salir del metro
para tomar su siguiente camión.
Afuera todavía llueve,
no te has muerto por completo,

aún te queda un poco de aire para pensar
qué horrible es vivir lejos de todo,
de la escuela, del trabajo,
del capital cultural,
por qué no me voy de aquí,
(pero a dónde, pero cómo).

En ese instante quieres
que el lago vuelva
y que todo desaparezca.
Lo imaginas perfecto en las noticias:
la Ciudad de México se diluyó.
Pero eso no ocurre.
Sigues esperando en el metro,
esperando a que avance,
esperando a que algo pase,
esperando con resignación
la siguiente época de lluvia.