CDMX / No. 246

Las cuatro nobles prácticas en la iluminación chilanga



Contrario a las enseñanzas milenarias de Buda y otras religiones orientales, los habitantes del ombligo de la luna seguimos aferrándonos al mundo material. Sobre todo, cuando viajamos en transporte público, insistimos en sujetarnos con ambas manos de cualquier objeto sólido. No importa que el pasamanos oxidado del microbús se quiebre, como oficinista en sesión de coaching, durante una curva. Aprehendernos a un fierro carcomido por las lluvias y la falta de mantenimiento siempre será preferible a salir volando por la puerta del transporte público. (A menos —cabe aclarar— que tu mano de varón lomo plateado roce accidentalmente la del congénere.) Y a pesar del credo de muchas religiones occidentales, este apego a lo material en nada se opone a una visión espiritual de la existencia. Al menos no para el mexicano que habita la jungla de concreto erguida sobre el pantano de la antigua Tenochtitlan.

La mayoría de las personas que provienen de otras latitudes, sobre todo extranjeros, siguen sin comprender qué motivó a nuestros antepasados para erigir el gran imperio tenochca en medio de un lago, en lugar de peregrinar unos cuantos kilómetros más hasta encontrar tierra firme y con menos movimientos tectónicos. Francamente, hay bastantes paisanos que tampoco se lo explican, y el mito de que fue un mandato que una divinidad bélica manifestó a través de un sueño tampoco resulta un argumento convincente. Mucho menos justifica las razones por las cuales la capital del país se mantuvo asentada en el mismo lugar tras la conquista española, después de la Independencia, al concluir la Revolución y durante los sucesivos cambios de administración.

Posiblemente no haya respuesta certera, pero tampoco se debe a simples descuidos o mera hueva. En mi opinión, este gesto de permitir que, año con año, la capital del país se hunda en un socavón responde más bien a una manifestación espiritual que muchos han aclamado como valemadrismo. Si nadie cuestiona la doctrina filosófica y religiosa de Siddharta Gautama, cuya práctica incluye sentarse a contemplar la propia existencia durante horas, tampoco hay motivo para que se desprecien las razones místicas que tuvieron los mexicas al levantar una ciudad imposible sobre un lago. Por el contrario, esta vorágine entre fe e ingeniería denota la constancia antiquísima con la que hemos practicado nuestra espiritualidad sin importar la religión en turno que se profese en los alrededores. Para darle una dimensión temporal a esto, hay que recordar que nuestras costumbres comenzaron en el siglo XII, mientras que las prácticas místicas del budismo se abrieron paso hacia el hemisferio occidental hasta el siglo XIX. Es decir, el turismo europeo que se realizó a Bodhgaya en busca de un cese al dolor inició cuando nosotros ya teníamos casi ocho siglos perfeccionando el arte de soportar terremotos en predios pantanosos, inundaciones incontenibles y —no conformes con este calvario— de disfrutar del picante en los manjares por el mero gusto de sazonar religiosamente la garnacha de cada día.

Incluso, desde la época colonial, tenemos registros donde consta que los españoles, en su búsqueda por nuevas maneras de llenar el vacío de la existencia, pasaron en algún momento del arte barroco a la elaboración de postres. De ahí que los peninsulares adoptaran el ritual prehispánico de preparar y beber chocolate, aunque ignoraran que la arista espiritual del manjar residía en agregarle chile en lugar de azúcar: un sutil recordatorio en el paladar de que sólo habrá esperanza mientras haya infiernos.

Por otra parte, desde antes de que arribaran los barcos peninsulares, el picante ya era un símbolo culinario del perfecto equilibrio universal que existe en nuestra cosmovisión. Ya sea, por ejemplo, cuando tenemos que elegir entre salsa verde o roja para aderezar nuestros tacos o en la disyuntiva entre las rajas y el chipotle si nos hemos de inclinar más por la doctrina de las tortas —según los apuntes que he recuperado del filólogo potosino Israel—. Mas este equilibrio no deja de lado la base fundamental: pica sabroso. No obstante, a pesar del balance cósmico, al final de la digestión también habrá un pequeño recordatorio de dolor para remitirnos una vez más a los ámbitos terrenales de la existencia humana. Porque no hay que olvidar que Dios mandó a Jesús para redimir nuestros pecados, con todo y un susceptible tracto digestivo.

Además, hemos impregnado este marcado interés espiritual en la materialidad culinaria al grado de que, cuando viajamos lejos del reino de Tláloc, procuramos hacernos de un kit de supervivencia que incluya una buena salsa o un dulce que pique “rico”. Ni siquiera morir nos aterra tanto como dejar de disfrutar nuestra gastronomía al grado de que nos valemadre la ley severa, y cada año regresamos al mundo de los vivos sólo para echarnos un pambazo con harta salsa y su respectivo mezcal. Por si fuera poco, cada primero de noviembre acostumbramos degustar, de manera literal, pequeños cráneos hechos de azúcar con nuestro nombre en la frente. De esta manera es imposible olvidar que para el mexicano siempre habrá, aun después de la muerte, un festivo banquete. No sólo porque queremos encontrarle algún sentido trascendental a la existencia, sino también porque amamos cada aspecto de la vida terrenal.

Hay que aclarar que esta aprehensión nada tiene que ver con banalidades ni mucho menos se trata de un hedonismo burdo. Al súbdito de Tláloc no sólo le interesa el aspecto placentero de la existencia. Por el contrario, desde niños nos enseñan a darle de palos a esculturas hechas de papel maché con la forma de nuestros ídolos hasta destruirlas para celebrar que alguien cumplió un año más de vida. Y quizá, por eso, amamos que nuestros héroes tengan un trágico destino. Nos enorgullece, por ejemplo, que a nuestro último tlatoani —cuyo nombre de por sí ya significaba “el águila que cae”— le hayan frito los pies como flautas de barbacoa; admiramos a un niño envuelto en la bandera nacional que, con apenas 20 años, tuvo el coraje de arrojarse desde la torre más alta del castillo de Chapultepec para salvaguardarla de Masiosare; cada cuatro años alentamos a nuestra selección de futbol, a pesar de que sus tripulantes hayan naufragado en la órbita del agujero negro de la galaxia elíptica central Yamerito 2-0-2-6; incluso nos resulta más carismática la villana de una telenovela que la protagonista. Principalmente porque tuvo la fortuna de morir dos veces de manera trágica: la primera cuando termina siendo defenestrada y, 15 años después, cuando quedó calcinada en un intento fallido por vengarse de esa “maldita lisiada”.

Tampoco debemos olvidar la composición de nuestro escudo nacional, el cual no podía ser sino dos animales luchando a muerte sobre una cactácea. Una adoración por este símbolo al grado de que hemos elaborado centenares de platillos con base en ese espinoso vegetal, signo de orgullo e identidad. Si eres lo que comes, entonces los mexicanos somos una planta que sólo crece contra la adversidad, en medio de climas rocosos y áridos. Y ni hablar del placer que es degustar sus dulces frutos aunque nos espinemos la mano. Al final de cuentas, como canta Jorge Negrete, la mayor parte del tiempo “yo soy mexicano y orgullo lo tengo/ nací despreciando la vida y la muerte”. En pocas palabras, al mexicano le encanta agregarle limón y chile del que pica a las heridas más profundas. De lo contrario, este breve drama que es la vida nos resultaría insípido.

No es extraño entonces que millones de adeptos sigan peregrinando a la región más transparente en busca de respuestas, a pesar de la sobrepoblación y de la inestabilidad de sus terrenos. Como versa aquella canción infantil, sumamos más y más elefantes, con una insólita alegría, a la frágil telaraña que es esta jungla de promisión. Y para hacer sentir como en casa a cada nuevo inquilino, hemos acaparado las más diversas garnachas habidas y por haber en la patria. Es cierto también que hemos intentado perfeccionarlas junto con nuestras prácticas espirituales hasta alcanzar niveles inimaginables. Por ejemplo, no nos limitamos a rellenar las quesadillas únicamente con queso de la misma manera en la que hemos aprendido que la existencia humana no está determinada ni tiene un único propósito.

Esta consonancia espiritual que hemos alcanzado puede confirmarse si uno se asoma al transporte público. Es bien sabido que cualquier Metro citadino está diseñado para destrozarle, a puño limpio, el espíritu a sus usuarios más frecuentes. Como señala la escritora Fran Lebowitz, al Dalai Lama le bastaría con un solo viaje en el Metro de Nueva York para convertirse en un lunático furioso. De igual manera, cualquier brahmán védico se asombraría al contemplar las numerosas posturas que los mexicanos hemos improvisado en el arte de meditar, no sólo en los vagones del Metro, sino también en las combis, los camiones y los peseros.

Y a pesar de que aún hay varios detractores al interior de la república —y qué bueno—, también existen foráneos que afirman la existencia de cuatro nobles prácticas para alcanzar la iluminación chilanga: pedir una quesadilla con queso, hablar mántricamente —o cantadito como se dice vulgarmente—, obtener inmunidad total en el estómago contra la garnacha callejera. Sin embargo, la cuarta es quizá la más difícil de explicar, pero una amiga proveniente de Tamaulipas tiene cierta anécdota esclarecedora: ella afirma que se convirtió en una auténtica chilanga aquella tarde de verano en la que viajaba en el Metro. Era hora pico y se sentían más de 35 tropicales grados dentro del vagón. De pronto, un aroma agrio llamó su atención, y sólo entonces se percató de que, por su pequeña estatura, llevaba 20 minutos bajo la axila de un hombre de dudosa higiene que se sujetaba del mismo pasamanos. Sin embargo, al verse incapacitada para desplazarse de lugar por el amontonamiento de personas, el primer pensamiento que fluyó por su mente ante aquella penitencia fue un simple: “mña, podría estar peor”.

Nadie duda del valor que tiene la palabra de Buda Gautama, la cual ha brindado tranquilidad a millones de personas a lo largo de la historia. Además, gracias a sus lecciones la gente ha sido capaz de alcanzar el nirvana, y nos ha mostrado que la existencia no es un valle de lágrimas. Por el contrario, según sus palabras, cada persona tiene el potencial para cesar el sufrimiento. Pero también es cierto que, por estos lares pantanosos, hemos alcanzado nuestra propia y muy particular iluminación desde tiempo atrás. Por ejemplo, un esquite con limón y chile es suficiente para aderezar un cielo nublado o, en el peor de los casos, nos basta un bolillo para deshacernos de toda angustia y todo mal humor que nos aqueje cuando el Popocatépetl, Pinotepa Nacional o la placa de Cocos pongan en riesgo nuestra breve y promisoria existencia.