CDMX / No. 246

Casa lejos de casa





Mejor no busquen después de Delfín Madrigal, no es lugar para señoritas”, nos decía la casera canosa y bonachona a mi madre y a mí, mientras nos mostraba el cuarto en el que apenas cabían una cama y una mesa plegable. Yo no había cumplido siquiera los 18 años y acarreaba conmigo una maleta con más libros que zapatos. Después de la travesía de conseguir un lugar en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, había que ver de frente el verdadero problema: conseguir una habitación en la Ciudad de México. Hacerse un lugar para habitar esta ciudad terremoto, que hasta ese momento había sido mi sueño más ambicioso. 

Era el verano de 2015 y mi madre y yo recorríamos los alrededores de la universidad sin tener mucha idea de dónde estábamos paradas. Veníamos del sur de Chiapas, de la costa, de una ciudad con menos de medio millón de habitantes. La idea de una mujer joven viviendo sola no parecía la mejor para mi mamá. Así que accedió a las recomendaciones y me dio la bendición y un beso en la frente en una unidad habitacional clasemediera al lado de la que se construía uno de los centros comerciales más exclusivos del sur de la ciudad. Aunque la reja alta, el portero y las paredes blancas le daban a mi familia una sensación de confianza y seguridad a más de 900 kilómetros de distancia, la realidad es que la vida no resultó tan apacible. Mientras estaba acostumbrada a encontrar tiendas a unos cuantos pasos, a saludar a los vecinos sentados en las banquetas, y a los mercados y tianguis, la ciudad me puso de frente una avenida de seis carriles, crema empaquetada y tortillas de supermercado. ¿Cómo amoldarse a la conveniencia y rapidez urbana? Todo parecía apuntar a que tenía que renunciar a lo que conocía para adaptarme y sobrevivir a mis nuevos días.

Lo inevitable sucedió y pronto me caí de la nube del sueño citadino. Tres meses después de haber llegado, me vi en la necesidad de volver a buscar urgentemente un lugar para vivir. Una búsqueda en páginas de roommates me llevó a encontrar una oportunidad en esa colonia que la señora canosa y bonachona veía con desdén. “Tres semáforos sobre Eje 10 después de Copilco y subes sobre Anacahuita”, dijo el casero detrás del teléfono. “Eso es Santo Domingo”, me dijo mi entonces novio. Mi mamá confió en mi primera decisión adulta, y de nuevo me encontraba moviendo maletas con más libros hacia mi nueva casa.

Ciertamente Santocho, como le dicen sus amigos, puede no generar una buena primera impresión: hay avenidas con poco alumbrado público, callejones rebuscados en los que no se puede caminar de noche, con-sumo de drogas en los espacios públicos. Me habituaba a la colonia cuando la dueña de un negocio en el que solía comer los domingos me dijo: “Nosotros cuidamos a los estudiantes porque son nuestra fuente de ingreso. Quítense la pena, yo voy a decir que son mis sobrinos para que no les hagan nada”.

Entendí entonces que existían grosso modo dos grupos: los residentes locales y los recién llegados —mayoritariamente jóvenes universitarios—. Y es que la historia misma de Santo Domingo exige que la dinámica sea así: o eres de las familias de los pobladores que erigieron la colonia con sus propias manos o no. Los pobladores originarios se autoorganizaron para luchar por todos los derechos de su comunidad: la propiedad de la tierra, la pavimentación, la electricidad, el agua. No había nada en Santo Domingo que no tuviera detrás una historia de protesta, un triunfo ante la autoridad y la represión. 

El Pedregal de Santo Domingo nació en los setenta cuando familias migrantes de distintos estados del interior de la república y de la periferia de la capital tomaron el espacio y erigieron sus casas ahí. Este origen coincide, precisamente, con el hecho de que es una de las colonias que más recibe nuevos habitantes de todas partes del país y cuya vida transcurre en Ciudad Universitaria. Los colonos construyeron un patrimonio sobre los ríos de piedra volcánica que alguna vez escupió el volcán Xitle. Con los años, las pequeñas chozas de cartón y lámina se convirtieron en hogares multigeneracionales y en viviendas de renta para los estudiantes. Esos mismos estudiantes que durante la fundación ayudaron a delimitar y medir terrenos, y estuvieron del lado del movimiento social. 

Conforme pasaba el tiempo, las sombras que cubrían las zonas desconocidas se iban iluminando: el tianguis de los sábados, la iglesia de Cristo Rey, el parque cerca de Papalotl, la panadería de Coyamel… Y también se develaban las temporalidades: la feria de agosto que siempre terminaba con un sonidero, las peregrinaciones, la celebración de la fundación de la colonia. Todos participaban en la organización y festejo de sus tradiciones. A diferencia de otros espacios de la Ciudad de México, la sensación de comunalidad en Santo Domingo era especial. Pero no hablo de la idea fetichizada de comunidad en la que todo el mundo está de acuerdo y coopera sin resistencia, sino entendida como un grupo de personas con origen compartido y una inmensa disposición a la reciprocidad.

Vi directamente el concepto de comunidad en acción, la solidaridad ejercida, cuando durante la emergencia del sismo de 2017, las tienditas y microbuses se organizaban y se ponían al servicio de quienes habían sido afectados. Vi a una comunidad que se sabía tal al cocinar ollas gigantes de arroz y guisos para enviarlas a los lugares en los que se necesitaba. Una comunidad que reconocía lo que una vez necesitó de otros y ahora devolvía lo recibido.

También entendí ahí que la seguridad nace de la confianza entre quienes habitan un espacio común: aprendí a transitar y moverme en Santo Domingo sin miedo porque sabía el nombre de mis vecinos, reconocía las calles y las rutas, y aprendí a leer el barrio. A identificar sus movimientos, sus sonidos y rincones.

Yo, que me había sentido sola y aislada al llegar a la Ciudad de México, construía de a poco una red de apoyo indispensable en los años universitarios: el señor Moreno, que me dejaba pagarle después en la tiendita de la esquina cuando el dinero escaseaba; la taquería mixe, que me salvaba en las noches de desvelo; la señora Coco, que me daba sopa para tener algo de comer cuando enfermaba; don Gallo, que me preguntaba cómo estaba los días más pesados del semestre.

Las amistades que vivían cerca compartían historias similares a la mía: habíamos dejado nuestras casas para estudiar, en algunos casos éramos los primeros de la familia en ir a la universidad, y nos acompañaba el deseo de terminar una carrera. Así nos apropiamos también de los pocos cafés, los restaurantes pequeños y los puestos itinerantes de micheladas y hamburguesas. Mientras caminábamos, había otros como nosotros, con los mismos sueños, que habían encontrado un hogar en ese mismo espacio.

La aventura por el Pedregal de Santo Domingo duró cuatro años, y todavía me acompaña a la distancia. Descubrí ahí lo que otras partes de la Ciudad de México no pudieron mostrarme, y encontré un espacio no sólo para construir una personalidad y vida propias, sino para ver directamente algunos de los problemas profundos de la capital que afectan a quienes son originarios, pero también a quienes deciden mudarse a ella.

Hago un esfuerzo por no ver a Santocho con los ojos traicioneros de la nostalgia: es una de las colonias más inseguras de la alcaldía Coyoacán, había noches con balazos y persecuciones policiales, había que caminar en grupo por ciertas zonas y modificar rutas en ocasiones. Es un territorio que ahora se enfrenta a la gentrificación provocada por el descontrolado desarrollo inmobiliario, y que paradójicamente se transforma a gusto de los estudiantes que significan movimiento económico para la colonia. El manto acuífero está en peligro por las plazas comerciales que se construyen en el perímetro. El transporte, aunque diverso, está descuidado.

Sin embargo, sobre todo, se erige en mi memoria lo que aprendí entre el Eje 10 y avenida Aztecas: la ética del esfuerzo, la necesidad del cuidado para cohabitar un espacio, el sentido de pertenencia que mueve el actuar cotidiano. Santo Domingo resulta entonces la tierra prometida, no sólo porque así lo fue para sus habitantes originarios, sino para quienes sueñan con hacer una vida en la Ciudad de México. Un lugar rudo, al que hay que aprenderle los modos, pero, ante todo, hospitalario. Ante la ciudad monstruo, el Pedregal se apareció como un espacio no sólo para vivir, sino para abrirme paso entre la oscura selva que es la adultez. Ahora, años después, cuando veo ese momento de mi vida sólo pienso que quizás todo lo bueno de esa época lo encontré más allá de Delfín Madrigal.