CDMX / No. 246

París, CDMX



Como cada semana desde que habito un cuarto parisino que me sofoca con el olor a café metido hasta en las grietas de las paredes, respondo a la videollamada de mi mamá con una cobija azul sobre las rodillas, una que me prestó mi exnovio hace muchos, muchos meses, única fuente de calor disponible sobre mi cama.

—¿Me das permiso de hacer algo con tu cuarto acá? —me mira con los labios dispuestos en una línea. Sabe que la idea no me gusta, pero la echa al aire igual.

—No.

—Lulú, no manches —todo con ese acento francés, tantito áspero, tantito cantado, de quien lleva 20 años viviendo en la Ciudad de México—. C’est comme une chambre morte, là.

Que es como un cuarto muerto, dice.

Je ne manche pas, man’. Es mi casa todavía.

Salvo la integridad de mi habitación mexicana en unos minutos. Le cuelgo después de un je t’aime, después de haber pensado en la puerta marrón y blanca de esa habitación cerrada. Condenada. Tal vez, sí, un poco muerta, aunque yo la dejé como la recuerdo: con el sol de la mañana filtrándose a través de la fina cortina blanca hasta estirarse sobre el suelo de madera cubierto con rayones infantiles, con libros empolvados pero organizados a mi manera en cada estante, con una puerta entreabierta para que los gatos pasen a pedirme atención.

Por su ventana, ventana que parece el final de un túnel, solía mirarlo todo. Con mis manitas de niña de siete años dibujé lo que veía por ahí. Fue un ejercicio que repetí conforme fui creciendo, conforme mi hogar cambiaba de color, y conforme mi habilidad mejoraba. Mi edificio está en una esquina, esta esquina, la esquina. Enfrente hay una perfumería a la que nunca entré, y al lado, el camellón con las palmeras de inertes hojas marrones moteadas de verde. Mi visión de la ciudad se limitaba a esos dibujos, a esa esquina que a pesar de estar siempre tachada por los cables de electricidad y contaminada por el polvo del vidrio tenía el don indiscutible de apaciguarme.

Nací en Saint-Denis, ciudad pegada al norte de París que no goza de buena fama. El Tepito francés, vaya. Nacer allá no representa otra cosa más que las caminatas cotidianas de dos kilómetros que hacía con mi papá, desde nuestro departamento hasta la Basílica de Saint-Denis: majestuosa, de pulmones habitados por una luz dulce y aire empedrado. Desde que nos regresamos a la Ciudad de México, a mis tres años, así la recordé, porque así era. Es lo único a lo que mi memoria había podido asirse. A falta de Basílica de Saint-Denis, a falta de Francia y a falta de padres viviendo juntos, mi papá venía por mí a casa de mi mamá y caminábamos hasta la suya. Empecé a ir a la escuela y a usar el metro a las 6:30 todos los días durante 45 minutos. Desde mis 120 centímetros de altura descubrí un cuerpo de no sé cuántos kilómetros cuadrados a cuyo caos me acostumbré. Acostumbrarse no es siquiera la buena palabra: tiré del velo translúcido de polvo y fantasía de mi ventana, jalando y rasgando la tela sin jamás dejar de sentir en los dedos la emoción de palpar lo inabarcable.

Muchos franceses me preguntan por qué me gusta mi ciudad. En la realidad no le doy tintes metafísicos a estos interrogatorios, aunque los tiene. En el momento, me inquieta que mis compatriotas europeos vean el panorama completo; no nada más que lo vean, que lo comprendan; no nada más que lo comprendan, que sepan todo lo que yo sé. Como guía turística lanzo los datos curiosos y describo mis lugares favoritos. Exagero las maravillas como si mi discurso los fuera a convencer un día de ir a la Ciudad de México. Después de las preguntas sobre los narcos, y de regañarlos por decir la tequila y no le tequila o un tacos con s, siempre vuelve el porqué formal. El que no tiene mucho que ver con la arquitectura colonial del centro ni las calles de Coyoacán. Haciendo caso omiso de que tengo las dos nacionalidades, por papá chilango y mamá del país de la baguette, es cierto que cuando uno habla conmigo debe notar que mi corazón le pertenece a la plaza del Zócalo y a los parques; a la plaza Popocatépetl con su fuente de azul triste y blanco sucio; a los puestos de tacos bañados de grasa en cada esquina y a los camiones de basura que me despiertan los domingos en la mañana; a los tianguis a los que va mi mamá cada que puede, al metro que no funciona más veces de las que sí. (Los parisinos no tienen ni idea de lo afortunados que son con su metro). (También se quejan cuando la calefacción tarda demasiado en activarse en invierno). (Están desamparados cuando hay cortes de agua por un día). (Tampoco hay puestos de tacos. Lo que llaman taco es un burrito o un kebab. Me indigna). (Venden papas picantes que no pican).

Yo tampoco sabía por qué.

Me pregunto si mi mamá sabe el porqué, su porqué. Dejó sus campos franceses por la Ciudad de México hace casi 20 años; decisión azarosa, si me preguntan, producto de motivaciones borrosas que nunca me supo explicar con claridad. Yo digo que no querían a más sociólogos en Francia, y tuvo que buscar en otra parte. ¿Por qué la Ciudad de México? Pfff… j’sais pas (equivalente de “quién sabe”). Aterrizó sabiendo saludar, pero con ganas de chambear. Conoció a mi papá poco después, y al poco tiempo se fueron a Saint-Denis. Nací. De vuelta a México. Se separaron, y tal vez por no separarme a mí de mi papá, ella decidió quedarse. Cumplí los 17 y me vine a París a estudiar; mi mamá se quedó allá. Convoco su imagen en mi mente y me aparece en su balconcito con sillas Acapulco y flores, con sus idas y vueltas a Xochimilco, al tianguis, al mercado; pero también con sus chilaquiles rojos que no le gustan muy picantes porque lo francés no se quita tan fácil. Vaya, hasta aprendió a rodar las erres. Las palabras rojojarra y pareja todavía le cuestan. Conocí a mi mamá como me conocí a mí porque ambas, en la palidez y en el hablar frañol, nos vimos como seres múltiples, enraizados a la vez en la expresión genética y en el hogar que nos hicimos.
*

Cuando mi papá se enoja o algo le está afectando, sale a caminar. Cuando me pasaba lo mismo, mi papá me llevaba a caminar. Muchas veces nos sentamos en distintos bancos del parque México a comer una paleta de grosella mientras yo lloraba, para luego emprender otra caminata al siguiente parque, a la siguiente esquina, a la otra colonia. No sé qué buscábamos, ni siquiera al día de hoy, en los nombres de las calles desfilando bajo nuestra mirada. Terminé de cartografiar la ciudad como si esas mismas calles fueran las trincheras que iba cavando con mis dolores. Las aterradoras avenidas arterias cargando el flujo de mi propia sangre. Todos los pasos fueron pensamientos que regué sobre el asfalto, levantando polvo y disolviéndose en el aire contaminado.

La Ciudad de México, que la mayor parte de mi vida llamé D.F., se me cosió a la piel y a la lengua y a los ojos, pero con un desfase. Los puntos nos unen por las fronteras nada más. No crecí en Francia, pero casi como si esa mitad extranjera hubiera venido determinada en mis genes con toda la terquedad y orgullo jacobinos, la socialización tan empeñada en la mexicanidad fue incapaz de compensar esta cosa incompleta que soy. Mitad y mitad. Inconclusa en ambos lados. Aquí y allá. Mi herencia parte el cuerpo en dos. La güerita, francesita, muy blanca para ser mexicana; nariz algo jorobada, cabello muy oscuro y cejas muy pobladas para ser francesa. Mi lengua tampoco sigue todas las expresiones, chistes y decires de mis dos procedencias: como una foránea que apenas habla el idioma. Distancia que olvido entre risas, saliendo del aeropuerto, al tragar una bocanada de aire olor a alcantarilla combinado con gas de tubo de escape. 

Ir y regresar: el universal dilema verbal entre las tierras originarias. La familia es lo que colma el espacio vacío, porque es lo que determinó que la Ciudad de México siempre será un regreso. Se escribió en las ramas de mi genealogía que yo tendría que seguir el rastro de ese cariño en todos los cielos y montañas en los que descansara mi cuerpo. Me sorprende, cuando me voy lejos, encontrar sin realmente lograrlo el abrazo de Abu en un atardecer rosáceo tocando la cima de la Torre Eiffel. O pensarme en los brazos de mamá envuelta en mis 11 metros cuadrados. Querer presentir la fuente de la plaza Popocatépetl a la vuelta de la esquina de un edificio Haussmaniano, y a lo mejor esperar la silueta de mi papá dibujando sus monstruos junto a una taza de café del bistró. Camino y platico con las palabras chocando dentro de mi garganta como si él estuviera a mi lado al embarcarme en las avenidas. Las visiones que pueblan el extranjero se convierten en anhelo de volver.

El otro día abrí los ojos con la ansiosa alarma que me avisaba que ya era hora de mi último examen. Me quedé unos minutos recostada. Mi mirada se había dirigido a los retazos azules de cielo, el mismo tono que teñía las mañanas infantiles que pasé en casa de mis abuelos. El abuelo me ponía a cocinar con él con la radio prendida de fondo. Lo único que entendía eran los anuncios de la Comercial Mexicana; en esa época todavía no sabía mucho español, y mis risas tenían el vestigio del francés un poco más fresco. La ciudad se volvió mi casa cuando vi a mi Abu cantar, y al abuelo hacer chiles rellenos. La ciudad se volvió mi casa cuando en su idioma nacieron las palabras del afecto. El cariño de verdad no existe más que en español, y esto no es ninguna figura literaria.

Este apego a la ciudad es tan azaroso como lo que movió a mi mamá a mudarse allá. Podría haber tenido otra vida, podría haber nacido en otro lado, podríamos habernos quedado en Francia. Las cosas tal y como fueron hicieron que la Ciudad de México sea una evidencia, y ya no una mera fatal conspiración escrita en mi existencia. Tal vez con una puntada de dolor en el pecho, mi papá me alcanzó a preguntar, cuando entendió que su ciudad natal iba a ser mi preferida: ¿de verdad París no te convenció? No es que no me convenza, papá, es que irse es desentierro. Vivir en otro lado no me es imposible, pero es crecer con el tallo truncado y dejar junto a las raíces semillas de las que a lo mejor ni veré los frutos.

Irse es desentierro.