CDMX / No. 246

Metafísica del estacionamiento



Agradezco a Carolina López Moller y a lxs
integrantes del Taller de escritura permanente
del Árbol que nace torcido, por su apoyo y guía.


Desdeñado y olvidado por la reflexión seria y sesuda, el potencial comprensivo del estacionamiento ha pasado desapercibido para los encargados de dilucidar el estado actual de las cosas. Sin tener que comprender los intrincados mecanismos del mercado financiero o las tácticas que los grandes consorcios aplican para precarizar cada vez más el trabajo, el estacionamiento nos ofrece una visión privilegiada de la manera en que funciona el mundo. Nos deja ver, de una sola vez, la totalidad de la marcha civilizatoria junto con la culminación de los procesos metafísicos y económicos que han llevado a la actual decadencia de nuestras sociedades.

Presento aquí algunas estampas, esbozos apenas, para ir aquilatando las implicaciones que tiene esta inmovilidad frenética en el espíritu de nuestra época.

Para empezar a entender lo que representa el estacionamiento hay que juzgar en su justa dimensión lo que significa la movilidad en el modelo económico actual. El capitalismo es un sistema que básicamente busca mover cosas. Mercancías, materias primas, fuerza de trabajo, noticias, productos culturales, datos, dinero, etcétera, etcétera. El sistema depende de que todas esas cosas se mantengan en movimiento, de que el circuito de circulación no se cierre nunca. Si se detienen, todo terminaría por sucumbir a la terrible esterilidad de lo quieto.

La importancia del movimiento es tal que incluso la vida se cifra en sus términos. Tenemos para ejemplo el concepto de movilidad social, que reduce los dramas más profundos de la existencia personal al ascenso o descenso en la escala de clases. Si el sociólogo observa poco movimiento, diagnostica entonces el mal estado de la sociedad en cuestión, y sugiere estrategias para echar a andar la maquinaria.

Todo nos empuja a transitar, a movernos. La quietud es patológica. Los individuos mejor apreciados en este nuestro tiempo son esas personas “movidas” e “inquietas”, cuya ambición las lleva a buscar nuevos horizontes. “Supérate. Sigue hacia adelante”, se nos dice. Siempre allá, en otro lugar que no es aquí. Y una vez que llegamos allá, resultará que tampoco ahí es. La prohibición fundamental es, pues, detenerse. Somos vehículos cuyo bienestar depende de su margen de movimiento. 

Lo que no se dice es que a la velocidad frenética le corresponde siempre la inacción y el estatismo. Allí se revela una de las leyes de la vida misma. Todo, cualquier cosa que existe, viene siempre acompañada de lo que es a un tiempo su reverso y su condena. La vida carga con la certeza de la muerte, la felicidad con el dolor, la luz implica la sombra; la movilidad supone, necesariamente, al estacionamiento.


Llorar de tráfico

El mejor ejemplo de los efectos no deseados del desplazamiento y la aceleración se halla en el embotellamiento. Grandes vías, proezas imponentes del concreto y el asfalto, pensadas para acortar tiempos de traslado, convertidas a diario en inmensos estacionamientos. ¿Qué hacen allí todas esas personas dentro de sus coches?, ¿qué esperan? Esperan a moverse, claro. ¿No es tristísimo ese espectáculo paradójico?

Entre claxonazos y programas radiofónicos que no logran captar su atención, el embotellamiento puede inclinar a los automovilistas hacia los más profundos vacíos de la existencia. Extensiones interminables de metales chirriantes, espejismos sobre las carrocerías hirvientes, nubes de gases tóxicos que envenenan el aire. Paisajes distópicos: segundos pisos, deprimidos y viaductos. La vida se nos va en medio del espectro de grises del cemento.

Estoy convencido de que entre los lugares más inhóspitos del planeta se encuentran los túneles de las vías primarias de la ciudad. Espacio arrebatado a las entrañas de la tierra donde pareciera que está prohibida la vida. No hay luz, no hay aire y apenas una banqueta diminuta donde sólo es posible caminar en fila india. Todo allí invita a irse. Concebidos para sortear los obstáculos del terreno, son por definición espacios no aptos para la permanencia, pensados para una estadía utilitaria y efímera.

Supongo que los ingenieros nunca imaginaron que alguien estaría allí más de unos cuantos segundos. Supongo que se sintieron orgullosos de sí mismos en su lucha contra el espacio, supongo que pensaron que habían ganado la batalla. No contaban con el embotellamiento, que a menudo convierte los túneles en enormes e irrespirables salas de espera.

¿Qué sucede ahí? ¿Qué le pasa al ser cuando se descubre atrapado en una paradoja? Parálisis en el tránsito, quietud en medio de la lucha por el movimiento. Allí, la realidad se revela capaz de lo múltiple y excluyente. Por alguna razón que se me escapa, el mundo no se ha desintegrado ante tales contradicciones, y el código de la naturaleza no arroja “error” frente a un fenómeno que es, a un tiempo, la nomia y su antinomia. 


Soy una cubeta de cemento

Podría parecer un deshecho: el vestigio de un tianguis o algo que se cayó del camión de la basura. Pero no es nada de eso, lo declara su posición estratégica. El huacal se encuentra justo en el punto medio entre un auto y otro. Es una herramienta de trabajo, un signo y una amenaza silenciosa. El huacal reserva el lugar para un hipotético conductor que siempre llega, paga la cuota correspondiente y accede al derecho de abandonar el desenfreno del ir y venir de los coches.

El espacio es un recurso extraño que por su misma vastedad se vuelve escaso; su demanda es un fenómeno hiperlocalizado, se necesita siempre aquí. De nada sirve que allá lejos uno pueda dejar el coche a sus anchas, si el espacio libre no está aquí entonces no tiene importancia. Y es que el problema es el mismo trecho que separa los parajes con grandes cantidades de espacio disponible de aquellas calles donde es imposible encontrar un resquicio para acomodar el auto. 

El tamaño de nuestra ciudad nos condena a un sedentarismo a medias. Habitamos nuestros domicilios, pero el tiempo que pasamos en el traslado bien podría valer para darnos la residencia en calles o vagones también. Cientos de pueblos evanescentes se forman a diario en el tránsito. Con ellos, surge toda una economía de la movilidad con sus leyes particulares de oferta y demanda.

Lavacoches, vienevienes, vendedores, artistas de semáforo, limpiavidrios, vagoneros e improvisados oficiales de tránsito, todos ellos atienden la demanda de una población flotante pero omnipresente que requiere ser administrada. Esa nación errante tiene su propia historia y sus propios conflictos.

Hace un tiempo, para ahorrarme unos cuantos pesos, me propuse eludir siempre las zonas donde operan los vienevienes del centro de Coyoacán y sus alrededores. Una investigación independiente fue necesaria para identificar las calles donde todavía no ejercían su dominio. Para lograr mi cometido tuve que renunciar al principio básico del automovilista: caminar lo menos posible. Descubrí que, si asumía una caminata de poco más de 500 metros, podía hallar casi siempre un lugar desocupado en calles poco concurridas.

Cierto día, después de estacionarme en una de las zonas liberadas, bajé del auto y justo cuando me disponía a iniciar el recorrido hacia el centro vi a un hombre que se acercaba. Estaba lejos, como a unos 200 metros, pero avanzaba hacia mí mientras chiflaba y le daba vueltas a la franela en su mano. “Ahí quedó, jefe”, gritó desde la lejanía. Regresé rápidamente a mi coche, me metí y arranqué el motor. El hombre se seguía acercando. Después de varias maniobras pude sacar por fin el auto del pequeño espacio en el que había logrado introducirlo. Cuando el hombre vio que mi huida se debía a su presencia soltó una carcajada y dijo: “chingas a tu madre, puto”, y siguió riendo mientras yo me alejaba hacia horizontes más despejados.

El encuentro, si bien para algunos podría parecer cotidiano y despreciable, me dejó tenso por varias horas. Tal vez debido a una constitución espiritual que tiende hacia la extrema sensibilidad y que hace de los exabruptos y rispideces del trato cotidiano un calvario, las palabras del franelero se quedaron sonando en mi oído hasta que llegué a casa. Mi trabajo por buscar y compendiar los lugares donde podía estacionarme gratis se había desmoronado. El mapa que pensaba seguro había cambiado. Tendría que empezar todo otra vez.

Otras veces no hay escapatoria. En la colonia Roma no existe la opción de dejar el coche a unas cuantas cuadras y caminar hacia las zonas más concurridas, allí uno sólo puede elegir entre pagar el parquímetro o el vieneviene. En una ocasión, mientras batallábamos por estacionarnos en la Roma, a una amiga se le ocurrió bajarse del auto para buscar un lugar. Su estrategia era la siguiente: utilizando la agilidad que otorga ser peatón, se escurriría entre los coches apiñados sobre la calle hasta encontrar un lugar libre en las vías aledañas. Cuando diera con un espacio disponible me llamaría por teléfono para indicarme su ubicación exacta.

Así lo hicimos, ella bajó y la vi perderse entre láminas y luces rojas. A los pocos minutos me envió su ubicación. Cuando por fin pude avanzar, conduje hasta el punto que me mostraba el mapa. Mi amiga estaba ahí, en medio de dos autos separados por una milagrosa distancia donde cabía el mío. Ella gritaba, “¡soy una cubeta de cemento!”, intentando disfrazar su humanidad de uno de los talismanes de la economía del tránsito que tiene el poder de invisibilizar los cajones disponibles.

Su disfraz resultó. Aunque las cubetas de cemento no suelen anunciar su identidad a gritos pues les basta ser lo que son, nadie se había dado cuenta del engaño. Pude estacionarme mientras los otros automovilistas me veían sorprendidos, preguntándose por qué no se habían percatado de ese lugar. 


La casa de los espejos

¿Por qué ponen música clásica en los estacionamientos? me pregunto mientras busco mi coche. En algún lugar escuché que la música tiene efectos sobre el nivel de agresividad de las personas, las plazas comerciales la utilizan para evitar que se generen conflictos en sus instalaciones. Pero ¿a poco será que en los estacionamientos a la gente le suceda algo que desate una posible violencia? 

Ya pagué el boleto. Tengo la mala costumbre de nunca fijarme en las coordenadas que me ayudarían a encontrar mi auto. Se me olvida que en el estacionamiento uno no puede moverse como lo hace en el resto de los espacios del mundo. Asumo que mi sentido de orientación me guiará, pero cuando bajo las escaleras eléctricas que llevan a los parajes donde están las hileras de coches interminables, no logro ubicarme.

No hay referencias, no hay asideros para la mirada ni para orientarme. Mi ansiedad aumenta, si no logro hallarlo en 15 minutos tendré que volver a pagar.

El tiempo se acelera. Me deslumbran los reflejos en el piso pulido por el trajín de los autos. El estacionamiento se repite a sí mismo hasta donde alcanza mi mirada. Suena el primer movimiento de la quinta de Beethoven. El tan tan tan taaan me anuncia lo perentorio de la situación. Me siento desfallecer. Los metales no dejan de repetirse y anticipar la zozobra. Corro por todas partes, intento recordar y desandar el camino que me llevó del coche a la plaza. Aprieto el botón de la llave como esperando la luz de un faro destellar.

Nada funciona, estoy vencido.

El oboe toca una melodía melancólica que me acompaña en el momento de mayor abatimiento. Me siento cerca de la caseta de pago y observo a las personas platicando felizmente mientras hacen fila para pagar. Pronto también estarán sujetos al lapso despótico que establece la maldita máquina de cobro. Pero veo a varios encaminarse resueltamente hacia sus coches, los veo abrir la puerta y meterse, ríen ellos y yo los envidio. Llega la resignación. 

Pero entonces, un pensamiento. Apenas una posibilidad: ¿será que lo dejé en otro piso? Vuelven las cuerdas y con ello una energía que me permite bajar corriendo las escaleras. Tal vez, puede ser, y sí. Salgo al sótano 3 y lo veo a lo lejos, queda menos de un minuto, calculo. Corro, entro, arranco y excedo el límite de velocidad para llegar a la salida. Introduzco el boleto en la máquina:

“Boleto sin validar”.

Grito y pataleo. Una fila de autos ya se forma atrás de mí. Les pido que me dejen salir de la fila. Beethoven arrecia. Me echo de reversa y cuando me separo lo suficiente de la pluma, piso el acelerador a fondo. Metales y cuerdas se intercalan. Me estrello y la pluma cede, lo logré.

Apogeo de la quinta.


Metafísica del estacionamiento


El estacionamiento es un saldo, una consecuencia no buscada, una ocurrencia al vuelo para solucionar problemas inadvertidos por aquellos para quienes la circulación frenética es sinónimo de desarrollo. Es el debajo de la alfombra, el momento nada glamuroso cuando el auto no corre a 100 kilómetros por hora a través de carreteras idílicas y, por el contrario, reposa inutilizado. El precio que pagamos por el permiso de ocupar un espacio parece ser más una multa por la osadía de no permanecer en movimiento.

Tal vez la característica más impresionante del estacionamiento es su capacidad para volver redituables los recursos más abundantes del universo. Me parece, aunque no estoy muy versado en economía, que cuando crece la demanda de un bien

o de un servicio, y su oferta no puede igualar ese crecimiento, los precios suben; y viceversa. Por tanto, si existe un bien cuya oferta es infinita su precio debería tender a cero. Pero no. El estacionamiento encontró la manera de generar una ganancia por la utilización del tiempo y el espacio.

Mientras filósofos de todas las eras se han devanado la cabeza preguntándose cómo comprobar que el mundo está de hecho allí o si en realidad existe, la mente malvada que ideó el estacionamiento se aprovechó de las desventajas concretas de la materia y creó un dispositivo que las pusiera a su favor. Por más posmoderno que yo sea, por más que piense que la realidad está fragmentada y que son los relatos los que la presentan como una unidad, por más que repita que los hechos no existen y que vivimos entre fantasmagorías discursivas. Por más que diga todo esto, mi coche existe y ocupa un lugar en el tiempo y el espacio mientras hago las compras en el supermercado. Con su aritmética perversa (espacio × tiempo = dinero) el estacionamiento me restriega en la cara que la materia y el mundo existen independientemente de la mente y el lenguaje.

En principio el estacionamiento es un medio para alcanzar un fin. Pero en el estado de cosas actual se convierte en un fin en sí mismo. Hay que esforzarse o pagar por encontrar un lugar para dejar el coche, ya después, y como objetivo secundario, uno llegará al trabajo, a la casa de los amigos o al centro comercial para seguir consumiendo.

¿No explica esto la condición contemporánea? La voluntad se plantea conseguir ciertos objetivos: comprar una casa, casarse, un coche nuevo, ser alguien en la vida, ser feliz o cosas por el estilo. Se nos incita a persistir a pesar de todo para llegar a la meta. El truco está en que, siendo así las cosas, nos mantendremos indefinidamente en el camino para alcanzar nuestros deseos. En el trayecto trabajaremos duro, consumiremos falsas promesas en forma de libros de autoayuda, créditos hipotecarios, tarjetas bancarias, cursos y manuales sobre cómo hacerse rico. Con la mirada siempre en la meta, se pierde de vista la senda llena de amenazas y entes que nos parasitan. Cuotas interminables que hallan su versión más condensada en el boleto de estacionamiento, el tributo que habremos de pagar por intentar llegar.

Camino bajo el rayo del sol, el asfalto me abrasa con el calor que ha ido acumulando durante el día. Ni una sombra de árbol. Cargo las bolsas con ambas manos. Pienso en el aire acondicionado, me apuro. Llego al coche, guardo las bolsas en la cajuela y entonces renuncio, ya no puedo. Nunca más, decido. Nunca más sometido al ciclo tormentoso: salida, traslado, llegada.

Escribo esto desde el estacionamiento del Chedraui, eso es todo lo que voy a decir. Ustedes que siguen en el vaivén. No me busquen.