CDMX / No. 246

Dios nunca muere



...y las luces del Hospital de La Raza se apagan de una vez
Lástima; parecía un bonito acorazado para ir uno allí a parir algo
 
Gerardo Deniz, Erdera


En el entronque de Cuauhtémoc con la calle 22, Jomi vio la nostálgica farmacia. Ahí despacha doña Nube, y el cambio lo da en billetes planchados. Al lado de la farmacia, abres un zaguán blanco. Entras. Pasas por el departamento de doña Bety, Lalo y Pepe. No está el papá porque está trabajando en el gabacho, y a Beatriz le manda el billete verde. Subiendo las escaleras, en el primer departamento vivirá tu nieta. Pero lo anterior es irrelevante, por ahora. Todavía no son los años 2000. 

Es el año del caldo, vete tú a saber. La década de 1980. Todavía Miguel de la Madrid era (como dicen los pendejos) titular del ejecutivo. Y no mames, Jomi venía de Acalapa, un pueblo bien metido en la sierra de Puebla. No supo trabajar su parcela, y en la ciudad le tocó ser obrero. Soñaba que en el campanario de la iglesia (mandada a construir por los ricos) estaba la cura de la homofobia; en ese pinche pueblo donde los campesinos apedreaban a los jotos de pela pintada.

Todos somos acarreados cuando estamos en una nómina, pensaba Jomi con las manos en el volante de una troca, propiedad del pendejo arisco del Leonel. Jomi acabó de chófer de esa troca porque un día en la fábrica le cayó una caldera de jarabe de la Log Cabin.

No mames, y el cabrón todavía se regresó a pie a su cuarto de vecindad en la calle 7. Entre gallos y gallinas, sus tres hijos se quedaron de qué pedo al ver sus dos piernas descarapeladas por el maple gringo. Descarapeladas como el piso de las casas de Acalapa. El niño Rodolfo se puso a llorar, Toñito no dijo nada y la niña Angelita se acordó de los dos abortos de su mamá, enterrados quién sabe dónde.

Ni un peso de indemnización le soltaron en la fábrica. Entonces, te tuviste que meter a trabajar vendiendo abarrotes con el colmilludo de tu hermano el Leonel y con el Pascual, cabrón de corazón más noble. Todos oriundos del mismo Acalapa. Te tocaba despachar en el tianguis de la colonia Panamericana. La Pana. Y les iba bien. La bonanza del abarrote duró hasta que llegó el Walmart de la avenida Cuitláhuac. Los abogados del gobierno apalabraron con Sam Walton, y le dieron cuello a tu gallina de los huevos de oro. Nosotros contábamos pesos, pero a ellos se les hacía necrosis en los dedos de contar dolariza.

Pero mientras duró, el Leonel se forró con el dinero de la venta. Se puso un diente de oro, y compró dos trocas al contado para transportar la mercancía. Costales de arroz y frijol bayo, aceite 1-2-3, paquetes de galletas María y azúcar a granel. El explotador de tu carnal hasta mandó a rotularlas con su nombre: Abarrotes Leonel Viniegra. Se le subió el ego, se casó con la licenciada Zanahoria y se hicieron coyotes carroñeros en la delegación Azcapotzalco. 

Esa noche, lo culero sucedió en un parpadeo. Fue un día pesado en la venta. Demasiado ajetreo de atender a la clientela. Fumabas cigarro en los descansos y contabas, exhausto, billetes de 200 pesos que guardabas en tu overol. Ibas de acá para allá metiendo los costales a la troca. Ya era de noche y estabas estacionadofrente a una farmacia. Pensabas en que odiabas a María de los Ángeles, tu esposa.

De copiloto, el Pascual te decía: ojalá cuando Toñito estudie Medicina me pueda curar el mal de sueños. Tengo pesadillas con un perro negro que me come el pene. Primero, el Hospital de La Raza se quema. Las incubadoras se incendian. Las enfermeras le hacen un trasplante de corazón a un toro. Los doctorcitos pierden sus plazas en el gobierno y se quedan pobres. Luego viene otra vez el perro, me come no sólo el pene, también los huevos. Se convierte en charro y nos asalta en el puesto. A ti te pega en la nuca, y yo le regreso el putazo con una tranca y te salvo la vida. 

Pienso, pinche Honorio pendejo, que me hubiera gustado nacer mujer y ser bonita. ¿A ti no? Convertirme en azalea y usar falda. Menstruar y ser inteligente. Tener vulva y que me brote sábila. No ser un mecánico miserable adicto a las revistas de más pelos por menos pesos.

Jomi con María de los Ángeles. Fotografía tomada en 1981 en el Hotel Continental Hilton. Archivo familiar del autor.

El pinche Pascual hablaba en pastizales. Te desgajaba en la oreja su materia onírica. Sus pesadillas te daban igual. Pinche Pascual volado y maricón. Mejor te acuerdas de esa torta de lengua de res que te chingaste antes de estar estacionado acá. Tus papilas lujuriosas salivaban. Navegación sextante de las balatas a punto de turrón. Eran las tortas gigantes de la calle 7 para los traileros de la calzada Vallejo. Traileros guadalupanos como gallos de pelea cobrando su salario a cuentagotas. El local de las tortas brillaba en la noche como un punto cardinal. Chescos de vidrio en la mesa y loseta turquesa. Afuera, dos torteros vestidos de blanco despachaban en un puesto. Metían un putazo de lengua a freír. Más o menos fritas las sacaban, y embarraban de crema la telera; de ley el oro verde, jitomate, y las partían de un cuchillazo. El resultado sabía a carnitas. Ya al gusto, el chile en escabeche. El único inconveniente sería el empache posterior. 

Alguna vez un cabrón llegó afuera de las tortas y dijo éstas son tapavenas. Luego se convirtió en mujer y un taxista la persiguió hasta el fondo de la calle 7. Le cortó el paso y le abrió la puerta del taxi, pero logró librarla. La noche era tan fúnebre como el cofre de un tráiler siendo operado al aire libre. Los mecánicos eran hombres de aceite celosos de sus motores.

La panza de Jomi era una conjetura, y el Pascual se obnubilaba en sus pesadillas. Pobre pendejo, pensabas; sin embargo, era tu compadre. Ya cállate, Pascual, vámonos a jetiarnos porque somos obreros. Sí, Jomi, tienes que paternar a tus tres hijos. Ponte música en la troca. Y pusiste esa norteña en la casetera. Si siempre he sido el rey, el rey de mil coronas. Entonces, estabas maniobrando la palanca de velocidades y te estabas echando de reversa cuando pasó el apocalipsis.

Un pinche borrachito, Jomi.

Un borrachito no se quiso quitar de atrás de la troca. Estaba gritando pendejada y media. Empinándose una botella de ginebra Oso negro. Completando el estribillo de tu pinche ranchera con sus labios yeseros: y aquel galán que le quiera entrar tiene que pasar sobre mi persona. Y ya cuando estabas echando de reversa la troca, el borrachito se te aventó y la llanta lo atropelló. No sólo lo atropelló. Eres un gallo de feria bien peleado, Jomi: degollaste a un teporochito. ¡Y con la pinche troca del Leonel! La tira nos va a ahogar a macanazos, y no van a querer mordida. Dile a María de losÁngeles que esconda la fusca cuando los judiciales vayan a investigar.

Jomi se puso bien blanco. Casi se le baja el azúcar, y eso que bebía Coca-Cola como agua. Luego luego le dieron ganas de chillar. Yo, Honorio Viniegra, he matado. Pero luego se emputó y se amparó. Pascual, ¿pues para qué se metió? Yo vengo de salida y él de entrada. ¿Ya nos vio alguien? No mames, la mancha hemática. No me voy a lavar las manos. Tendré honor.

Las últimas palabras de ese pendejo fueron tengo el alma enamorada nomás de pensar corazón, de soñarme noche a noche dueño de tu amor.

Jomi se bajó de la troca y dejó al Pascual perdido en sus conjeturas. Puta madre: esto no es como los licuados de plátano de mi mamá. Así, espesitos y burbujeantes. Ver la escena lo empeoraba. Así que manos a la obra. Jomi agarró la cabeza defenestrada del borrachito y dejó en el piso su cuerpo. Empezó a mancharse de sangre su overol de mezclilla. Vámonos a los velorios García. Total, están aquí como a cinco cuadras. Y el chorro de sangre manaba cada vez con más ira, como si le hubiera desatado la menstruación a un país. A esas alturas de la noche, la oscuridad era un pinche rottweiler ladrando bravo, y La Raza era tierra de nadie.

Jomi mentaba madres de sí mismo y chillaba como los machos. Soy el rey de los pendejos. Perdóname, perdóname. Soy Jesucristo: acéptame como tu salvador. Y mientras Jomi acarreaba la cabeza del borrachito por la pinche noche solitaria (cada vez más en chinga, con la presión encima de que no cerraran los García), a la cabeza le brotaban orquídeas en los ojos. En la boca le crecían helechos. Una planta de motita le crecía en la oreja izquierda, y en la derecha le fermentaba gerbera. Debajo del cuello palmas de magueyes le crecían y se iban enraizando en la banqueta.

Las luces de los García iluminaban la noche. Jomi llegó sudando por la puerta de las carrozas. Se metió como pudo. Atrabancado y muy tristito. Subió las escaleras, y la cabeza del borrachito ya se le estaba gangrenando. En el primer piso de los García a Jomi le explotaban en la cara los trompetazos de los mariachis. También yo estoy en la región perdida, oh, cielo santo, y sin poder volar. El velorio ya tenía rato de haber empezado y ya estaban todos acomodados. Vinieron los familiares muertos y vivos de Acalapa. El tatarabuelo Nabor Viniegra vino con su calzón de manta y su cayado. El bisabuelo Porfirio sólo hablaba en náhuatl. Vino el papá de Jomi, Jesús Viniegra, y ya no tenía demencia. Vino bien encabronando el Leonel porque su troca iba a ser inspeccionada por la tira. Vino el tío Germán con su olor a leña. Eugenio se perdió en el camino porque tenía Alzheimer. Chabela andaba de chismosa y repartía rompope. Natividad hablaba de la casa de adobe donde nació en lo más espeso de la sierra.

De los vivos vine yo, la nieta bebé. Mi mamá me estaba amamantando con salmos sobre el 2002.

Vino doña Bety y dijo que se tenía que ir porque ya había conseguido trabajo en una funeraria hasta Observatorio. Vino Pepe y estaba aprendiendo a leer. No sabe que, a su carnal Lalo, muchos años después lo plomearán desde una moto por malo. Vino el niño Rodolfo y tenía un girasol en la cabeza. Vino Toñito y jugaba a ser políglota. Vino Angelita y decía: papá, te perdono porque cuando crezcan, misdos hermanos no irán a tu velorio. María de los Ángeles estaba enojada porque no iba a haber dinero un rato en el cuarto de vecindad. Vino la madrina Chole y daba consejos sobre cómo pedir fiada la leche de la Liconsa. Vino la prima Imelda y desde entonces quería ser bióloga. Vinieron los hijos del Pascual (los patitos) y cada uno traía un dulce de leche. Vino el Noé y ofreció su troca roja. 

Todos consolaban a Jomi. Decían que el borrachito ya se fue, y que no era su culpa haberlo matado. Pero era su deber ponerlo en su caja.

Padrino, mejor vamos a dar la limosna. José López Portillo pasó la canasta entre todos. Y entre trompetazos la gente de Acalapa daba fajos de papeliza: puros billetes azules de 500. El Noé, por plomero rayado, dio una milpa. Llegaron los microbuseros, los torteros y los barrenderos de La Raza y ellos dieron morralla.

Cuando le pasaron la canasta, María de los Ángeles escupió en la limosna, maldijo a todos los varones y dijo: ni un peso más a la Iglesia católica.

Luego llegó un pelado que dio mil dólares, se estaba caciqueando a todos y hablaba en jurisprudencias. Era Carlos Salinas de Gortari que llegó trajeado. Juntando las manos sigilosamente le dijo a Jomi: soy adicto a la adrenalina y soy el banquero del diablo. En mis manos está encallado el diezmo del mundo.

Entonces, el terror se derramó en los ojos de Jomi. Todos los asistentes se pusieron una máscara de Salinas de Gortari manchada de sangre. Murmuraron: somos la guerra florida, Jomi, y tú eres una piedra de sacrificio. Di tus últimas palabras.

Jomi se acercó al féretro y se vio a sí mismo. Su rostro yerto y amarillo. Su bigote entumecido y sus lentes setenteros de pasta negra. Abrió el vidrio de la caja y puso la cabeza del borrachito junto a él. La almohadilla del féretro ya se estaba llenando de pus. Viendo a los dos difuntos dijo:

Jehová es mi pastor; y todo me faltará.
En lugares de delicados pastos no me hará descansar.
Junto a aguas de reposo no me pastoreará.
No confortará mi alma.