CDMX / No. 246

Pitochelas, doriesquites y pepinos locos: la vanguardia gastronómica de los chilangos



Amable receptor: ¿usted se ha topado con una “aberración culinaria”? ¿Ha visto alguno de esos puestos ambulantes que, antes que ofrecer un satisfactor del hambre, parecen buscar obtener una beca del FONCA por su exceso de performatividad? ¿Ha sido víctima de esos TikToks, posts de Facebook, reels de Instagram que exponen botanas y bebidas atiborradas de porquerías que el algoritmo arroja insistentemente para producirnos sensaciones desagradables, y así recordarnos lo que sucede cuando nos alejamos de Dios? ¿Los ha visto?

De unos años para acá, primero en silencio, de forma respetuosa, y después con un afán de transgresión evidente, hemos asistido a un proceso de sincretismo culinario que ha roto las restricciones que en el pasado buscaban no sólo proteger de cualquier peligro a nuestro paladar y digestión, sino también fungir como un constituyente fundamental de una identidad más o menos estable. Sé que el fenómeno no es exclusivo de estas regiones —y disculpen si peco de centralista y hablo sólo desde mi experiencia— pero quien se pasee por la CDMX y el Estado de México —principalmente en sus zonas periféricas, aunque el fenómeno, como suele suceder, haya sido adoptado por una clase media-alta ávida de exotismo— se topará, casi inevitablemente, con hibridaciones alimenticias acaso sólo auguradas por el Cyber-punk. Tostilocos, birriamen, pitochelas: ya quisieran James Joyce o Vicente Huidobro esa maestría en la combinación de lexemas.

La sobrepoblación y la necesidad de satisfacer instantáneamente a una sociedad que trae la prisa tatuada en la frente propiciaron que cada vez más comerciantes y consumidores relajaran —o se hicieran de la vista gorda, como quien se guarda el cambio del mandado— la idea tradicional de lo que se considera un desayuno o una cena. De pronto dejamos de pensar en la cantidad de nutrientes que aportaba una porción de comida, siempre y cuando eso no implicara reducir de manera drástica el rendimiento laboral. Un día se encuentran dos carnales en el jale:

—¿Ya desayunaste?

—Ya we, un cigarro y una coca.

—Era desayuno, no banquete, padrino.

El gran precedente lo constituye la disputa que ha estado a nada de desatar una guerra civil, aquella por la que mi tío se emocionó al saber que por fin utilizaría la fusca que guardaba bajo su colchón, la razón por la que en mi niñez yo decidí construir un fuerte por si estallaba la catástrofe, la operación lingüística más férreamente debatida en todo el país: la quesadilla sin queso. Los chilangos, al defender la arbitrariedad del signo lingüístico sobre su referente (bellos alumnos de Saussure), le dieron la espalda a los vecinos prescriptivistas, mis chavos los más tiernos, e inauguraron la oportunidad de pensar una gastronomía caprichosa, menos coherente pero más dispuesta a explorar las posibilidades del universo de los sabores.

Tal vez en los hogares aún podemos encontrar una dieta más o menos estable, pero, al menos en las grandes urbes, es posible percibir un casi total abandono de la tradición y, con ello, de la moral. Ya casi a nadie escandaliza —y más bien se ha vuelto una atracción de turismo interno, experiencia exótica de las zonas marginales— que podamos beber cerveza en envases con forma de te sientas; que un alimento otrora desdeñado por anticuado, los esquites, se fusione con la jovialidad de unos Cheetos o unos Doritos nacho; que a la Maruchan se le encime, nostalgia del barroco, una porción orgiástica de birria. Fusión de la tradición con lo puramente industrial, disolución del umbral que distinguía un plato fuerte de una chuchería, hoy en gastronomía podemos decir, como Marx, que todo lo sólido se desvanece en el aire.

Por una parte, nadie niega que la comida es también una manifestación de la creatividad de los pueblos; y, por otra, se arguye que, aunque permita un sinfín de combinaciones, su existencia siempre estará supeditada a la necesidad de sobrevivir. Por esa razón, la gastronomía todavía despierta un debate sobre si debe o no ser considerada un arte. Necesidad fisiológica o no, no me parece un despropósito afirmar que muchos cocineros, en su afán de perfección, innovación y complacencia de los sentidos, comparten el espíritu de los grandes artistas. Tal vez se han mantenido al margen de las corrientes estéticas de las épocas —outsiders de la sala de museo—, pero también es posible hablar de grandes tendencias en la cocina.

En este caso, la gastronomía callejera chilanga recuerda mucho a las vanguardias artísticas de principios del siglo XX. Niegan la tradición, buscan tomar por sorpresa al paladar, dan la espalda a todo lo que se considera un alimento de buen gusto en favor del hallazgo novedoso. Su exaltación de lo agrio, el contraste de los sabores incompatibles, obligados a permanecer juntos, recuerda a la revolución del color emprendida por un Henri Matisse o a la deformación de los cuerpos de un Edvar Munch. No estaría renuente a establecer un paralelismo entre quienes llaman aberraciones culinarias a estos productos callejeros y el crítico que llamó fieras (fauves) a los expositores del Salón de Otoño en el Palacio de París. 

No obstante, aunque comparte su espíritu creador, la comida chilanga no posee el afán minoritario de las vanguardias. Sea aceptada o no, esta comida es hecha por y para el pueblo, con ingredientes accesibles de los abarrotes de Don Tiburcio. Por esa razón, se trata en su mayoría de creaciones anónimas, recetas que viajan de boca en boca —o de TikTok en TikTok— e imitadas y mejoradas por otros cocineros ambulantes. ¡Por la verga los que quisieron patentar la manteconcha!

Matizo. Si bien el espíritu se ha propagado por casi todas las zonas marginadas de la Ciudad de México, existe un conjunto de espacios privilegiados donde la efervescencia ha actuado de manera sistemática. Tepito, capital de la vanguardia gastronómica. ¿Población? Pura banda bien zafada de la chompa. Ambientado con el perreo más pinche cerdo, los gritos de vendedores de mercancía pirata y el prodigioso perfume del cannabis, el barrio bravo ha fungido como un verdadero laboratorio de invención comestible. Las mesas plegables, las carpas y los carteles neón hacen las veces de estudio de las mentes más creativas del barrio. En este momento no poseemos las herramientas metodológicas para verlo (y este texto adquirirá seriedad por ahí del 2040), pero quizás la licuachela, que sacó de contexto un electrodoméstico para volver a la embriaguez una actividad performática, sea tan importante como la Fontaine de Marcel Duchamp, y constituya una de las expresiones más altas del espíritu irónico y rebelde de la cocina de nuestro tiempo. Tal vez algún día se escriban diez mil tesis sobre ese gran hito, tal vez algún día los filósofos intenten descifrar la elevada cosmovisión chilanga a partir de ella.

No sé qué tan biológicamente predispuestos estemos a preferir unos sabores sobre otros, pero creo que este fenómeno sí que significa, como otras grandes revoluciones artísticas, una puesta en evidencia del gusto como algo más adquirido que innato. Al tragarnos estas porquerías, ¿estaremos atrofiando nuestras papilas gustativas o, más bien, estaremos generando un rasgo evolutivo, adaptándolas al vertiginoso movimiento de una modernidad que embota nuestros sentidos en medio de una exacerbación del horror vacui? Sirva este texto, si no como manifiesto, sí como un intento de reivindicar aquellas nuestras “aberraciones” culinarias.