Carrusel / Entre voces / No. 246

De las formas escondidas tras las piedras: un mapa afectivo de la Ciudad de México. Entrevista con cecilia miranda gómez*

 

Los automóviles cruzan la avenida Revolución. Se detienen cuando la luz del semáforo cambia a rojo. Una pausa: ahora el movimiento surge desde el lado opuesto, los vehículos ascienden y descienden por la calle Desierto de los Leones. Los desplazamientos se intercalan, ocurren en intervalos programados por el tiempo que toma que la luz verde cambie a rojo y viceversa. Pareciera que lo que permite a la ciudad mantenerse es el orden impuesto por el sentido de las calles, por las líneas casi rectas de la avenida y de los automóviles que, en fila, avanzan; también, por el ritmo de desplazamiento al que predisponen los semáforos o las puertas del metrobús que se abren y se cierran. Por un instante, este orden se convierte en la única manera de mirar y relacionarse con la ciudad.

En la esquina que se forma entre esta avenida y esta calle, se encuentra el Museo de Arte Carrillo Gil. En la valla que circunda el edificio —una membrana comunicante entre la ciudad y el museo— se observa una serie de dibujos que, como un patrón de costuras, se mezclan entre sí: las líneas que hacen el trazo de una motocicleta son también las que se convierten en la silueta de un cuerpo. La pieza es De las formas escondidas tras las piedras, de cecilia miranda gómez. Al mirarla, los ojos la recorren trazando una ruta personal y diferenciando, desconociendo o mezclando las figuras ahí presentes.



¿Cómo elegiste las figuras y formas que aparecen en la pieza?

Cuando fui invitada por el Museo de Arte Carrillo Gil (MACG) a realizar la intervención a la valla, me pregunté sobre el punto intermedio que dicha “sala” ocupa en el espacio. A diferencia de un muro interior, su condición público-privada nos hace reconsiderar las maneras en las que el arte coexiste con la vida cotidiana. Al intentar desplazar mis inquietudes sobre lo urbano, y luego de conversar con distintas trabajadoras del museo, entendí que la valla, en su estar “afuera”, adquiere cierto tipo de funcionalidad. Para algunos significa la puerta de entrada al museo, la piel o un punto de referencia en el mapa; para otros es un regalo: algo que se da.

Si bien creo que hay dos tipos de obsequios —los que son pensados para el otro y los que vienen del gusto personal—, me parece que aquellos en los que se intenta amalgamar ambas intenciones son de los más valiosos: ¿quién es la otra persona y quién soy yo en función de ella? ¿Qué aspectos del mundo han permitido nuestro encuentro? Con ello en mente —y con un montón de dudas— decidí hacer de la valla un juego, entendido como una zona que existe entre la pausa y la fe: cuando jugamos decidimos participar de un universo imaginario por un instante. 

El juego que inspiró la valla es el veo, veo. No sé si tiene reglas específicas ni quién lo inventó. No obstante, como muchas cosas en la vida, lo aprendemos fortuitamente: un día vas en la carretera y alguien te dice: “¡Juguemos! Veo, veo un árbol… veo, veo una montaña”. Un espacio común se crea y de pronto estás ahí, durante horas, cazando formas. Lo que me parece significativo es su capacidad para incentivar la percepción del entorno, así como su inclusión, en tanto que un amplio espectro de personas puede jugarlo: prácticamente todxs. Y digo todxs, porque ése fue otro principio para mí: ¿cómo hacer una pieza para el espacio público que interpele a la mayor cantidad de transeúntes?, ¿cómo dar un regalo así de grande?

En un intento por sistematizar la experiencia de desplazarse por el entorno inmediato del MACG, para las formas finales decidí establecer categorías visuales.

Para ello, realicé varios recorridos sin rumbo —quizá muy a modo de las derivas situacionistas—, intentando asir la sensación, muchas veces caótica, que se origina al deambular en un espacio saturado de estímulos. Las categorías refieren a elementos generales del rumbo: flora, fauna, objetos; incluso hay una que nombré “objetos artísticos” y son diez esculturas que viven a la intemperie, tanto en la calle como en los jardines de varios edificios. Deliberadamente omití la inclusión de formas arquitectónicas porque me pareció que el tablero del juego era la valla, y por lo tanto el museo. En su mayoría, los recorridos fueron a pie y durante distintas horas del día; sin embargo, hubo ocasiones en las que lo hice en transporte público y otras en automóvil; lo que me permitió estimar el tiempo en el que la valla es observada según la velocidad a la que una se mueva. Asimismo, me parece importante señalar que en este ejercicio el “paisaje” no se observa desde la distancia, sino de frente; es como un choque, una tensión con aquello que el propio cuerpo alcanza a mirar. De ahí que el dibujo final parezca una suerte de acumulación de estampillas. 


¿Por qué utilizar patrones de costura de manualidades para crear una cartografía de la ciudad?

Comencé a trabajar con patrones de costura de manualidades a mediados del 2022, cuando realizaba un proyecto sobre la casa en la que crecí, ubicada en Coacalco, Estado de México —en la conocida periferia norte de la ciudad—. En aquel momento me interesaba reflexionar sobre la potencia de los objetos más allá de su fin utilitario, en particular lo que sucede cuando, al no ser usados por un periodo largo, entran en una especie de suspensión aparente.

Pasó que, mientras inventariaba los libros y cuadernos guardados en un clóset, encontré una bolsa de plástico llena de folders y papeles doblados. Cada folder resguardaba los moldes de alguna figurilla en cartoncillo y papel albanene. Los sobres manila tenían leyendas escritas a mano del tipo: “osito de peluche con sombrero”, “canasta de frutas”, “bota muñeco de nieve”. Por su lado, los patrones eran pliegos de papel doblados, en su mayoría de fieltro, de una revista de manualidades famosa a principios de los dosmiles que se compraba en los puestos de periódico.

Dada la edición de la revista, las instrucciones de armado estaban en las páginas interiores, mientras que los patrones eran un injerto que, al estar desprovistos de toda información, figuraban un plano ilegible lleno de manitas, batitas y ojitos. Para mí, lo que apareció al desdoblar el primer patrón fue, literalmente, un mapa: uno difícil de resolver, pues las formas superpuestas hacían que su distinción fuera complicada a primera vista. Al mirarlos, pensé en Kandinsky y su teoría sobre el arte abstracto en la que cada elemento configura una dimensión energética o espiritual en el arte, a partir de la conjunción de tres elementos básicos: punto, línea y plano.

La decisión de utilizar la visualidad de los patrones de costura como mapa cartográfico vino al reflexionar sobre el rol que juega la memoria en las maneras de habitar un territorio: ¿qué recordamos de él, a qué aspectos les damos importancia? Me parece que en el ejercicio de crear nuestros propios mapas podemos aprehender algo del espacio que sea más afín a nuestras experiencias. Pensar el mapa de una ciudad como un patrón de costura implicaría imaginar otras formas de desplazamiento y, con ello, de reconocimiento de lo que nos rodea. 


¿Por qué De las formas escondidas tras las piedras no otorga ninguna orientación sobre cómo ser leída o vista?

En primera instancia, la decisión de omitir instrucciones se debió a un interés mío por buscar que la valla fuera un punto de encuentro que, más que indicar direcciones, las sugiriera. Las formas puestas así, de frente, producen una curiosidad casi inmediata por intentar reconocer algo en ellas. Si bien la mayoría es de fácil identificación, al estar superpuestas, crean formas que no existen necesariamente pero que construyen nuestra experiencia de la ciudad: lo que se produce cuando una planta es parte de una escultura y un animal al mismo tiempo. Digamos que la valla es una muestra sobre cómo el espacio está construido, no por su individualidad, sino por la convergencia de distintas entidades.

Otro aspecto de la valla es su paleta cromática, inspirada en la obra Formas policromadas: abstracción (1947) de David Alfaro Siqueiros. Esta pintura de mediano formato es parte de la colección fundacional del museo. Al verla llamó mi atención inmediatamente. Es una pieza atípica que escapa del imaginario tradicional del muralista, y que reformula una teoría sobre su trabajo que no ha sido explorada hasta ahora: el color. Estudiándola tuve la intuición de que su composición simula ser el ensayo de algo más, el preámbulo de un ejercicio futuro; del mismo modo que un patrón de costura.

Esta pregunta me recuerda una pieza de Luis Camnitzer que me gusta mucho, y que creo resume mi deseo detrás de la valla. Se trata de intervenciones tipográficas que Camnitzer hace en las fachadas de distintos museos en los que se lee: “El museo es una escuela: el artista aprende a comunicarse, el público aprende a hacer conexiones”. Me parece que nuestro quehacer como artistas se plantea como una provocación a través de la cual las personas que interactúan con la obra se enfrentan a la posibilidad de mirar algo que ya conocían desde un sitio distinto.




¿De qué forma esta pieza dialoga con el resto de tu trabajo? Especialmente con 
Ejercicio de esparcimiento (2019) o Amaramarillo (2023), expuestos al interior del museo.


Como parte de la comisión sobre la valla, el equipo curatorial del MACG invita a los artistas a desplegar piezas que interactúen con la intervención del exterior. En este caso, y en diálogo con Isabel Sonderéguer, curadora de la exposición, decidimos mostrar dos proyectos en los que he tratado mis inquietudes por lo urbano de modos distintos.

Ejercicios de espaciamiento es una pieza del 2019 —adaptada al montaje en el MACG— en la que un montón de retacería de madera edifica una ciudad genérica. La obra fue resultado de una investigación sobre la habitabilidad y su relevancia como cualidad constitutiva en la construcción de espacios. Al colocarla en un lugar de paso, como son las escaleras del sótano del museo, intentamos producir tres miradas distintas de un mismo sitio: un poco lo que sucede en la ciudad y sus periferias, cuando entras y sales de ellas.

A su vez, Amaramarillo es el cierre de mi último proyecto de largo aliento, Color Abismo (2019-2024), el cual plantea un estudio sobre los usos del color en el territorio urbano mediante ejercicios de lo que he llamado “poesía cromática”. Este proyecto surgió de estudiar durante cuatro años los nombres que Comex ha dado a sus pinturas. La pieza es una serie más larga. Para el MACG se presentaron sólo 15 obras. Su visualidad establece paralelismos con la estética publicitaria diseñada por la empresa para promocionar sus productos: combinaciones, porcentajes y ejemplos modulares. De primera instancia, vemos 15 piezas con la misma forma, no obstante, cada una es un poema cromático integrado por tres amarillos distintos. Cada poema refiere la síntesis de un recorrido realizado durante el proceso de elaboración de la valla.


¿De qué manera De las formas escondidatras las piedras explora y plasma tu relación con la ciudad: la forma en la que la entiendes y te relacionas con ella?

En febrero del 2023 presenté la primera pieza inspirada en los patrones de costura de manualidades en una exposición colectiva curada por Fabiola Iza en Salón ACME. La muestra estudiaba el paisaje como un terreno en disputa a partir de los vínculos que siete artistas mujeres —Andrea Bores, Sandra Calvo, Yolanda Ceballos, Ángela Ferrari, Verónica Gerber Bicecci y Circe Irasema— hemos establecido con la Ciudad de México, y resaltaba el flujo y dinamismo que la constituye como un tejido acechado por el despojo. En mis conversaciones posteriores con Iza, surgió un término que me gusta mucho. Ella dice que mis patrones de costura son “mapas afectivos” que carecen de lógicas de orientación fijas, por tanto, tienen la potencia de rebelarse contra los principios básicos de la cartografía para hablar de las singularidades experimentadas en un territorio desde la memoria y la imaginación.

En ese sentido, pienso que las artistas, más que proponer soluciones o enmarcar certezas, trabajamos a partir de intuiciones propias. En mi caso, podría decir que mis intuiciones suelen venir acompañadas de una sensación de incomodidad originada por algo que no entiendo o no alcanzo a aprehender con facilidad: ¿por qué una colonia completa está pintada de un único color? ¿Qué pasa con el tiempo que se vive en el transporte público que no es ni productivo ni de ocio? ¿Por qué la ciudad es cada vez menos vivible? Creo que la valla fue un intento por unir y superponer experiencias distintas de habitar un lugar tan caótico como la Ciudad de México, aludiendo a la presencia de distintas entidades: las personas, los animales, las plantas, pero también un montón de objetos y cosas que nos rodean y que, desde su aparente pasividad, modifican nuestra relación con lo otro. Me entusiasma pensar que esta pieza-mural, más que ser una representación publicitaria, es el principio de una conversación con quienes se desplazan frente a ella.




 
cecilia miranda gómez (Ciudad de México, 1993). Es maestra en Investigación Artística por la UNAM. Fue integrante del Programa Educativo soma (2021) y del Seminario de Producción Fotográfica del Centro de la Imagen (2016). Recibió la beca Jóvenes Creadores del FONCA en Medios alternativos (2019) y Ensayo creativo (2022). Ha expuesto su trabajo en muestras colectivas e individuales en Alemania, Austria, Chile, México y Portugal. Sus textos forman parte de publicaciones como En una orilla brumosa (2021) y Dossier (2024). Coordinó el área curatorial del Centro de la Imagen (2021-2022). Actualmente es becaria de la FLM.