Sembrar un jardín interior
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Encuentro pocas cosas tan gratificantes en la ciudad como los parques públicos. Oasis en medio de una jungla de asfalto, la presencia de estas pequeñas sucursales del paraíso son refugio para el peatón imbatible, los amantes suspendidos en la caricia o los perros que encuentran en ellas el rastro que los reconecta con la tribu inicial.
Los parques son verdaderas reconquistas de la naturaleza en medio de la urbe. Su mera existencia nos lleva a cuestionarnos la forma en que los habitantes de la polis nos relacionamos con el ambiente. Pese a las pretensiones fundadoras de la ciudad como sitio paradigmático de civilización, donde se reúnen técnica, conocimiento y bienestar común, estos espacios verdes condensan en unos cuantos metros cuadrados la respuesta a las promesas olvidadas por el progreso: descanso, goce, vida.
Aunque la idea de extraer un fragmento de la naturaleza para recrearlo en otro lugar no es de ningún modo reciente (los registros de sus antecesores, los jardines antiguos, datan de la época babilónica), los parques públicos en entornos urbanos desafiaron hasta hace muy poco tiempo la historia de las ciudades. Originalmente situados en jardines privados de la alta burguesía y la aristocracia del siglo XIX, estos espacios fueron estudiados por algunos paisajistas ingleses, quienes se dieron a la tarea de trasladar aquellos hábitats artificiales al corazón de los centros urbanos. París, Barcelona o Londres fueron algunas de las primeras metrópolis europeas que vieron reconfigurado su paisaje urbano y dotado de un corazón palpitante su centro. Gracias a la intervención de utopistas entregados al afán de contrarrestar la hostilidad propia de las ciudades, se idearon estos espacios para la relajación después de un día de trabajo extenuante.
En efecto, los parques públicos tienen en su origen la función social de regenerar la energía del proletariado para la reincorporación de sus agentes al ciclo de reproducción económica. No obstante, sería absurdo asumir que los postulados del diseño funcionalista eclipsan cualquier otro tipo de relación con la naturaleza en las ciudades. Bajo una percepción meramente utilitaria, los parques, jardines y colecciones botánicas pierden parte importante del sustrato que anima la relación con la vida misma. La dicotomía poco comprendida entre naturaleza y civilización tiene sus matices, pues la aparente polaridad entre ambas entidades no es sino una forma de simplificar la distribución de los espacios, al igual que el pensamiento. Para aquellos que nos ocupamos tan afanosamente por reconocernos en las calles y en los paseos de otros desocupados, vale la preguntarse ¿qué tanto ha cambiado nuestra relación con la naturaleza en la urbe a lo largo de los siglos?
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En el verano de 1581, durante el viaje que emprendió al este de los Pirineos el fundador del yo moderno, Michel de Montaigne consignó en su diario la admiración que sentía por ciertos complejos arquitectónicos que encontró en varios puntos públicos de la ciudad de Roma. La apabullante fiebre desencadenada por la revaloración de la antigüedad hacía mella en algunos curiosos que acudían a Italia, sedientos de contemplar la belleza de aquello que empezaba a concebirse como el legado cultural grecolatino para el pensamiento occidental. Pero el ensayista, "ese hombre tan inteligente, tan curioso, tan desocupado" no reparó precisamente en la alta cultura, sino en accidentes mínimos de los que hoy no quedan sino lejanas descripciones.
Entre las grietas de la perla italiana, parecían brotar como flores en el asfalto las llamadas "grutas", artificios de estilo rústico consistentes en una mezcla grotesca de arquitectura, pintura mural y escultura que habían sido difundidas en Francia por el arquitecto manierista Sebastiano Serlio tiempo atrás, y que por los años en que Montaigne visitó Roma habían sobrevivido como una exuberancia no del todo atractiva para el gusto turista.
Ligadas por su nombre a las "grotescas", pinturas puestas de moda a finales del siglo xv y famosas por su monstruosidad y temas fantásticos, las grutas eran pequeñas fuentes de agua empotradas en paredes de roca que simulaban entornos naturales. Se encontraban rodeadas de materiales orgánicos al interior de nichos incrustados en los muros como fracturas de montaña en miniatura. En conjunto, las grutas emulaban, bajo un aparente caos, las caprichosas formas de la naturaleza en su expresión primigenia. Otros viajeros consignaron que ciertas aves, engañadas por la semejanza con sus entornos habituales, se refugiaban en los pliegues del artificio, ignorando de forma deliberada a los transeúntes y curiosos: "Al mezclarse el arte con la naturaleza, no se sabe discernir si ella es obra de ésta o de aquél", apuntó. Lo cierto es que no sólo aves eran atraídas por su rumor secreto, sino también los ciudadanos mismos, quienes, cautivados por la habilidad de los arquitectos en imitar y traducir a conveniencia el murmullo visual de la naturaleza, se entregaban con alas abiertas al deleite de los sentidos.
Es evidente que en su Diario de viaje Montaigne hace una cantidad desproporcionada de descripciones dedicadas a los monumentos y ruinas antiguas por encima de las obras renacentistas. Esto resulta intrigante en tanto que para 1580 Italia se había convertido en la patria de las artes. El propio Stendhal, siguiendo los pasos del ensayista siglos después, llegó a sugerir que Montaigne, insensible ante las maravillas de Rafael, Tizianoo Miguel Ángel, carecía del gusto por lo bello.
Quizás la ausencia de apreciaciones sobre el canon en el Diario de viaje se debe a que el foco de atención del ensayista no se encontraba en el gusto canónico del momento, sino en lo que para el curioso universal correspondía a la figuración de lo antiguo. Al defender la recuperación de las artes y los ornamentos en el espacio público, antes que la privacidad de los recintos de poder del Vaticano, Montaigne situaba su índice del gusto en la naturaleza. Lo "monstruoso" de las grutas se asociaba con las ruinas. La exuberancia de la vida vegetal sobre las columnas, testigos erosionados por el viento, constituían un indicador del paso del tiempo sobre la materia. Más aún, Montaigne trasladó el ideal de lo brusco y lo monstruoso a su propio arte: las ediciones tempranas de sus Ensayos carecían de sepa raciones entre los párrafos, puntos y aparte y sangrías; éstos, en cambio, fueron agregados por editores mo dernos para atenuar "el rudo sabor" del texto.
Así, las grutas romanas no eran sólo adornos para el ojo turista. Estos pequeños artificios evidenciaban la potencia vital que la naturaleza despertaba en el individuo moderno frente a la abulia que él consideraba responsable del deterioro de la vida pública en la urbe. De acuerdo con Montaigne, existía una preocupante indiferencia de la ciudadanía ante los vestigios antiguos y otras hazañas humanas, dignas de enaltecimiento. Cuando se encontraba agotado por manejar la pluma, dictaba a un escriba anónimo amplias exposiciones sobre la importancia que tienen las obras públicas para despertar la consciencia de los hechos pretéritos. Lo antiguo se muestra entonces como una preocupación fundamental en la construcción del ciudadano universal. Gracias a esto, Roma, la ciudad del antiguo imperio, se torna un mito vivo, realidad estimulante en la cual se sumerge el viajero. En este marco de pensamiento, la naturaleza funge para el ensayista francés como un marcador vital que establece el grado de desarrollo cultural. Esta afirmación toma relevancia ante el peso aplastante que por siglos ha marcado la diferencia entre cultura y naturaleza, entendidas comúnmente como un binomio irreconciliable, polos opuestos cuya repelencia se agudiza a medida que la era industrial plantea el control absoluto del medio ambiente como un requisito para el progreso humano.
Al defender la recuperación de las artes y los or namentos en el espacio público, Montaigne vuelca su gusto hacia el estado de naturaleza. Es en jardines y fuentes donde el autor sugiere que debe buscarse el índice del placer. Lugar del goce donde el ciudadano puede replegar su interioridad como una trinchera que resiste el embate de los códigos morales de su tiem po. Para el ensayista, éstos fueron pequeñas pausas, espacios en blanco creativos que le sirvieron al sujeto para elaborar, desde su esfera privada, algunos de los bocetos de su autorretrato lingüístico en la página del día a día.
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Confieso que desde que tengo memoria, un profundo deseo me ha hecho anhelar y poseer fragmentos de naturaleza muerta para regocijo personal: hojas y flores secas, pequeños troncos con rostros humanos, rocas y pequeños materiales orgánicos que terminan adornando el terrario que llamo hogar. Ese placer me hace pensar que padezco cierta predisposición a la clasificación, al ordenamiento del mundo a través de una taxonomía subjetiva. A manera de un naturalista victoriano, padezco la ansiedad de quien busca en su sistematización obsesiva la forma de esclarecer un caos interno. Declaro que elaborar una colección botánica es otra forma de escribir y reconocer el mundo.
Un amplio jardín sería el lugar ideal para establecer definitivamente esta colección. Pero la idea resulta hoy en día casi tan utópica como incosteable. Hace tiempo que la configuración de las ciudades y el difícil acceso a la vivienda han reducido las posibilidades de habitar estancias con el espacio suficiente para construir semejantes proyectos. No obstante, un jardín en casa es una promesa de porvenir. Si en el pasado la naturaleza fue indicador cultural de origen, regeneradora de vida y trinchera de resistencia, hoy en día las condiciones materiales nos exigen otras formas de actuar.
Poco tiempo después de la pandemia que azotó a la humanidad en 2020, mi pareja y yo, armados tan sólo con la esperanza de un nuevo amanecer, alquilamos otro departamento con un par de metros más que el anterior. Lo primero que hicimos fue detectar el espacio donde tendría lugar el jardín en casa. Como vivienda de interés social, el departamento poseía un diseño con un discreto margen de modificación. Con ayuda de una simple pared de tablaroca y una puerta, según los vecinos, ese espacio a medio camino entre la recámara principal y el estudio se podría transformar en lo que la política de vivienda prevé como una tercera habitación; espacio que con el tiempo y debida disposición de una pareja joven participase de la reproducción familiar. Pero nuestros planes adheridos a las incertidumbres de un estilo de vida nómada nos obligan a tomar otro rumbo. Sin pensarlo mucho, desafiamos ese esquema de habitabilidad propuesto por las políticas de vivienda, muchas veces ajenas a las condiciones materiales de los escenarios actuales, para transformar ese reducto doméstico en una especie de espacio fugitivo: un jardín en casa, colección botánica, estancia alterna de lectura, contemplación y descanso. Nadie como el felino que nos acompañaba comprendió tan pronto la (in)utilidad de ese proyecto espontáneo. Sin propósito ni función definidos, ese puñado de metros cuadrados se tornó metáfora de nuestro proyecto familiar en pequeño formato. Expresamos la esperanza en una puesta en escena, a modo de escenografía. Entre sombras y luces tenues, asistimos a una función que no terminaba de iniciar: la sombra de Godot regocijándose ante el ocio. Hubo que aprender del pequeño felino el arte de la contemplación de la nada.
El diseño de vivienda dicta que las ventanas de los departamentos deben ubicarse paralelas al vano de la estructura, específicamente orientadas hacia la vía pública para garantizar que la iluminación y la ventilación sean directas. Con ello se busca crear cierta sensación de confort, mejorando la productividad y salud de los habitantes. Según este modelo oficial, la ausencia de luz puede ocasionar fatiga visual y otras deficiencias funcionales como cansancio generalizado y posturas corporales inadecuadas; es decir, una propensión general al encogimiento de los sentidos. No obstante, la variación de luz podía crear ambientes no siempre energizantes y más adecuados a nuestros propósitos, logrando nociones más amplias de bienestar. Adornamos los ventanales con enredaderas y plantas colgantes de tal modo que su crecimiento formó una cortina natural de hojas y tallos. Al poco tiempo prescindimos de cortinas para matizar la luz que entraba a la estancia. Los crecimientos vegetales extendidos sobre el muro y de cristal se tornaron marcadores de tiempo, indicadores del mes a mes en que se prolongó el transcurso del tiempo ahí contenido. Los juegos de luz tenue asemejaban la estancia a una pintura al óleo, donde los contornos de los objetos parecían observarse medianamente definidos: un ligero quiebre de los espacios que anulaban la distancia física entre los materiales, haciendo que las cosas parecieran más lejanas de lo que en realidad estaban entre sí. La luz suave encargada de modular el aire proporcionaba cierto sentido de irrealidad. Ya fuera en invierno o en verano, al atardecer o al alba, la graduación lumínica atribuía un carácter atemporal a la estancia. Tonos rojizos y naranjas, ocres y cálidos hacían del tiempo una ilusión transitoria y favorecían un estado mental propenso a la introspección.
Como esfinge antigua, nuestro felino —cuyo nombre, Nilo, remite al color que adoptaban las tierras de la región egipcia, en la época del año en que son cubiertas por una fértil capa de cieno negro durante la crecida anual del río— se postraba frente a la pared contigua, dispuesta perpendicularmente sobre la pared principal de la primera recámara. En la parte alta colocamos un librero flotante, y al lado de éste, un sillón plegadizo, perfecto para la lectura, que a la fiera no le gustaba compartir. Encima del librero, una repisa con fotografías remataba lo más alto de la estructura, acompañadas de un muestrario de insectos que recogimos durante una jornada de viajes al sur del país. El pequeño Nilo parecía entablar un diálogo con esas efigies en suspensión. Guardados en frasquitos de alcohol, el conjunto de esos insectos constituía una metáfora de la inmortalidad, ante la cual parecía responder con sensibilidad y soberbia. Como a través del ámbar, en cuyo interior se había cap turado vida desprevenida, observo hoy a la distancia de la memoria la imagen de mi gato en su meditación profunda frente a la muerte.