Naturaleza / Carrusel / Heredades / No. 248

Una música singular
Sobre la pintura de Petrona Viera


Erick Rodríguez 
 

Me acerco a la pintura tanto como puedo. Intento reconocer algo en esas pinceladas gruesas y decididas. Sigo los movimientos que tomó el pincel al momento de la creación. Me inclino sobre el cuadro y, de pronto, en ese gesto, descubro lo que me atrae. Encuentro en esa inclinación un esfuerzo que es propio de la pintura, que se encuentra en su origen, y al que parece invitarnos en el presente.

Antes de hablar de ese empeño, tomemos un tiempo para imaginarla. Pensémosla, como la recuerda Matildita, su sobrina, saliendo del atelier únicamente a la hora del almuerzo y la comida. Trabajando siempre. Encerrada todo el día con sus materiales. ¿Quién es Petrona Viera? ¿Qué busca en la pintura? ¿Y qué encuentra?

Petrona Viera nació en Montevideo, Uruguay, el 25 de marzo de 1895. Fue la hija mayor de 11 hermanos y perteneció a una familia de la élite uruguaya. Su padre, Feliciano Viera, fue presidente de la república entre los años 1915 y 1919. Por ello, y por la educación y los intereses de la familia, solían relacionarse con la intelectualidad de la época. Es en ese contexto que Petrona aprende a pintar, primero acompañada de Vicente Puig y luego de Guillermo Laborde. Y es también, en esa atmósfera, que pasa a ser, unos años más tarde, la figura central de las tertulias organizadas en casa.

Es interesante, no obstante, que haya sido así. Sabemos que, debido a una enfermedad, quizá meningitis, la pintora quedó sorda a la edad de dos años. No logró su entrada en el lenguaje. O no, digamos, de la manera habitual. Algunas biografías suyas cuentan que sí tuvo una educación formal, aunque precaria, dada la época en que vivió; sus familiares relatan, por el contrario, que si bien la comunicación con ellos era eficaz, no dejaba de ser por medio de sonidos guturales.

Salvo la imaginación, no tenemos un medio para acceder a ese lenguaje particular. Podemos pensar en una Petrona niña que lee los gestos de sus padres y de sus hermanos menores y que hace de esos ademanes su vocabulario. Entra en el mundo leyendo, más que labios, el cuerpo completo de sus familiares. La vista suple al oído; recae en ésta la tarea de articular el andamiaje simbólico que permita relacionarse con los otros.

Pero esto no supone, de ninguna manera, el silencio. Hay una música que es rastreable detrás de este cambio; los movimientos, por ejemplo, provocan su propio sonido. David Wright, poeta sudafricano, quien quedó sordo a la edad de siete años, cuenta en su autobiografía que el viento, cuando sopla y hace mover las copas de los árboles, revela una melodía oculta de las cosas: aunque sabe que no puede escuchar nada, el movimiento de las ramas llegará hasta él como un murmullo. Se da en el mundo, nos explica, una “música visual”.

Sería una exageración de mi parte decir que los cuadros de Petrona Viera están hechos para escucharse. Sin embargo, me parece, existe en algunos de ellos el registro de la música que subyace a todas las cosas. No podría decir —y tampoco sé si importaría saberlo— que ése fue un propósito de la artista. Hay casos excepcionales en la historia de la pintura en que las imágenes suscitan otras sensaciones: térmicas, sonoras u otras. En la contemplación creativa no operaba únicamente el ojo, sino que intervino todo el cuerpo: algunos cuadros no copian o inventan únicamente una escena, recrean un tiempo y un espacio: los prolongan para el futuro.

Miro las pinturas tempranas de Petrona Viera y me encuentro rodeado de la música de su entorno. La intensidad del color, el ritmo de las pinceladas, las escenas mismas, todo evoca el sonido de la vida cotidiana: niños que gritan mientras juegan, mujeres que ríen al ver a los niños jugar, grillos que cantan en la profundidad del campo. Las pinturas de Viera suceden todas bajo un sol abrasador, en el reino de la luz, en ese momento del día con mayor sonoridad: el lapso de tiempo que lo mismo despunta y se cierra con el canto de las aves. Pero hay un par de cuadros específicos que me conmueven. Por su tamaño y por la velocidad con la que parecen haber sido pintados, podríamos pensar que son apenas ejercicios, apuntes para otra imagen. Parece, también, que están pintados del natural; que Viera se encuentra, concentrada y silenciosa, frente a esas personas que retrata. E intenta captar algo. Es cierto que la mayoría de su producción la hizo bajo los principios del planismo, un movimiento que se interesó por los planos grandes de color y por la falta de detalle en sus figuras, ¿pero el desvanecimiento de los rostros en las pinturas de Viera no podría sugerir otra cosa?

Imaginemos, entonces, que Petrona Viera, consciente o inconscientemente, recoge una música en su obra plástica. Cuando colorea un rostro e insinúa una sombra o cuando hace aparecer una luz violeta e improbable en mitad de un semblante, ¿qué busca? ¿Qué apunte es ese? Cuando dibuja el perfil de una mujer y se sugiere en las pinceladas y en el color un temperamento, un tono personal entonado por los ocres de su paleta, ¿qué es lo que resuena en la imagen?

Me inclino sobre el cuadro sin saber qué es exactamente lo que me convoca. Repaso la dirección de las pinceladas y el contraste de los colores. Intento entender lo que sucede en la imagen, entrecierro los ojos y entonces comprendo. De pronto mis ojos aprenden a mirar —¿o a escuchar?— como los ojos de Petrona Viera. Yo también, como ella, intento llegar a esos rostros ajenos. Un rostro desvanecido, me parece entonces, no es un rostro mudo. Lo que me conmueve es imaginar a Petrona Viera intentando capturar la música singular que es el otro.

Puede ser que Viera no escuchara a la gente que la rodeaba, que nunca hubiera escuchado las voces de sus padres o hermanos. Pero es cierto que les veía. Conocía sus semblantes, podía reconocer la forma y el tamaño de sus facciones; mas un rostro no es nunca sólo lo expuesto. Lo que nos trenza al mundo, más que nuestra sola presencia, es ese aire íntimo que surge en nuestro interior y que nos permite llegar hasta los otros. Voz y cuerpo son signos de singularidad; todo cuerpo es cuerpo vocal. Y al estar unidos de tal modo, en el tiempo de la vida, la voz modifica al cuerpo y viceversa. Petrona Viera, pareciera, quiere llegar a esa interioridad a partir de las huellas, busca en el rostro una voz; o mejor, un tono, una forma de ser y de estar. Una tarea, pareciera saber además, que no se hace una sola vez en la vida: quizá por eso estudiara constantemente a los suyos.

En La imagen que nos falta, Pascal Quignard relata, según lo recoge Plinio el Viejo en su Historia Natural, el origen de la pintura. Una mujer sostiene en su mano izquierda una antorcha y en la derecha un carbón. La silueta de su joven amado, próximo a partir a la guerra, se refleja sobre la pared de la caverna en la que se encuentran. Con el carbón, la mujer dibuja sobre la roca la proyección de la figura de éste. Dice Quignard, la mujer se encuentra enferma de desiderium. Esto es, nos explica, siguiendo el origen de la palabra, que se encuentra aquejada por el deseo “de ver a alguien que no está allí”; aunque es cierto, continúa, que su amado se encuentra aún frente a ella. En su anticipación, nos dice Quignard, la mujer define la función de la pintura: “Si el deseo es el apetito de ver al ausente, el arte mira ausente”.

Petrona Viera participa de ese objetivo primero de la pintura. Si leemos sus pinceladas, podemos decir que se acerca decidida, pero cauta, al lienzo: sobrepone capas de pintura en su búsqueda del otro; corrige, suma, limpia. Y el otro no es un otro que ha partido, sino alguien que se encuentra replegado en sí mismo, alguien que se acerca tanto como se aleja. Viera, pensemos, avanza tras algo que, para encontrarlo, no sólo hace falta que el otro se abra y lo comparta, sino que es necesario también estar dispuesto a recibirlo. En sus pinturas donde falta el rostro, lo ausente no son sólo unos rasgos físicos, sino todo lo que hace que una persona sea. Pero también se lee el esfuerzo de querer encontrarlo. En las pinturas en las que falta el rostro no hay, entonces, una carencia intencional: son insistencias, como las que hacemos todos en nuestras relaciones día tras día. Insistencias por comprender y recibir a quienes nos acompañan. Los rostros ausentes, entonces, y como vimos, no hablan de una imposibilidad: Petrona Viera escucha, pero quizá buscara escuchar mejor.

¿No es ésta una invitación para nosotros hoy, que tan poco oímos en medio de tanto ruido?