naturaleza / No. 248

Morir y renacer




En el ambiente se podía sentir la sequedad que recorría toda la vegetación de esa zona, aparentemente protegida, conformada por 28 500 hectáreas. El viento cabalgaba con un ligero ritmo; paseaba entre las hojas de los pinos que desprendían notas agudas de un silbido relajante. La vegetación seca se extendía como un manto cubriendo la superficie de las pequeñas lomas y los grandes cerros o volcanes como el Tlaloc. Hacía calor, sí, pero aun en la sombra se podía sentir ese frío característico de las grandes altitudes.

Todos esperábamos ese llamado con el que nos informarían que una columna se comenzaba a levantar; deseosos de no escuchar la alarma por parte de las torres, nuestros ojos se posaban en la cúspide de las montañas más altas de la región. Por comodidad preparamos una pequeña cabaña con los recursos que la misma naturaleza nos ofrecía: árboles secos como vigas para el esqueleto, y grandes cantidades de zacate fungían como losa o paredes.

—Base San Luis para torre Xaltepec… —Escuchamos vocear por los radios.

Por un momento todos callamos con la súbita curiosidad de saber qué era lo que las torres observaban desde las alturas.

—Para informarte que una columna de humo se comienza a alzar por el paraje…

Y ahí estaba lo que tanto temíamos: un incendio forestal. El paraje estaba relativamente cerca de donde hacíamos nuestro campamento. Algunos compañeros comenzaron a levantar sus pertenencias para estar preparados por si nos daban salida.

—Base, tenemos a la brigada…

Un alivio recorrió mi cuerpo al no escuchar el nombre de nuestra brigada; otra estaba mucho más cerca que nosotros y podía actuar más rápido para evitar que el fuego se propagara. Miré los rostros de mis compañeros y sus expresiones irradiaban tranquilidad, pero no todo estaba seguro. Era verdad que las torres eran los ojos de todos los que nos encontrábamos repartidos estratégicamente en los polígonos, pero no era como evaluar la situación en el frente.

—Base, requerimos el apoyo…

Y de nuevo nuestro nerviosismo aumentó.

—Tequimichis para torre Xaltepec…

Teníamos que acudir al llamado: combatir el incendio.

Abordamos la camioneta y en el camino nos fuimos colocando nuestro equipo de seguridad. Mientras recorríamos metros y más metros, ante la vista se comenzaba a alzar una gran nube espesa, blanca y con toques grises como venas recorriendo su fisonomía, desde las densas poblaciones de los pinos. Apestaba a quemado a pesar de la gran distancia que nos faltaba para llegar. La naturaleza es la anfitriona y nosotros sólo somos sus visitantes, y eso significa que, aunque habían adaptado algunos caminos para desplazarse con la camioneta, existían lugares donde ya no se podía avanzar más; tocaba caminar. Descendimos de la camioneta, todos con su pala punta: nuestra única arma para combatir las lenguas feroces del fuego.

Nos acercamos y ahora no sólo era perceptible el penetrante olor a quemado, también el crepitar de la vegetación; el clamor de auxilio ante las llamas. Gritaban, sí, el zacate parecía llorar al ser consumido por el fuego, perdiendo su color y dejando sólo el rastro de lo que fue.

—¡Vamos, Tequimichis! —gritaba mi compañero Toño a la vez que lanzaba su primera palada de tierra.

Lamentos de muerte, seres hechos humo, los gritos ahogados de alguien que clama por su salvación.

La densa nube nos daba la bienvenida, nos abrazaba y quería adentrarse en nosotros para elevarnos con su característica volatilidad. Costaba trabajo respirar, pero teníamos que seguir combatiendo y terminar con las llamas que se imponían ante la maleza seca. La desesperación por respirar aire fresco era inmensa, pero no podíamos escapar; el humo nos había atrapado dentro de sus opacos brazos. Miré hacia el cielo, pero el azul había desaparecido. Toño y yo habíamos quedado en medio de todo: los rayos del sol menguaron en el intento por cruzar aquella nube espesa, no sentíamos el aire circular a nuestro alrededor y nadie estaba combatiendo a nuestro lado. Dábamos paladas de tierra para volver al exterior, pero el paso del fuego era implacable y la única salida era extinguirlo todo. Tenía miedo y la ansiedad, invadía. La energía de mi cuerpo menguaba y la boca se me ponía cada vez más seca.

Sólo llamas y su alma hecha calor.

En un momento en que el viento cedió, mermó la furia de las llamas y logramos salir de ellas, ahora parecían estáticas, pero no dejaban de consumir el cuerpo de aquella maleza que porta su existencia. A lo lejos, un hombre con sombrero de paja y ropa roída corre con una antorcha improvisada que previamente empapó con petróleo o diésel.

—Es un borreguero —me comenta Toño cuando lo observa alejarse de la escena del crimen—. Sólo esperemos que no continúe prendiendo más adelante porque allí el fuego se extiende por los oyameles y será más difícil combatirlo.

Miramos atrás, como quien mira hacia el pasado, y ahí estaba ese crepitar, el calor. ¿Qué pasaría si aquel pino pudiera caminar? Quizá comenzaría a correr desesperado de un lado a otro para apagarse el fuego. El sentimiento corría por mis venas al imaginar, con la certeza de que todo ahí son seres vivos, el ardor sobre sus cortezas.

—Del lado norte ya está controlado, al igual mi brigada ha controlado lo del lado este, Luiyi —me comentó don Andrés, jefe de la brigada Tleyotl—. Así que ya sólo queda ir a hacer el recorrido para ver y reportar la afectación.

Hacer el recorrido mientras el GPS va marcando la trayectoria para, al final, sacar el área afectada. Caminar por el contorno de aquello que fue consumido por las devastadoras garras no corpóreas del fuego. Una persona, la mano humana, había sido la culpable de quemar grandes cantidades de maleza: zacate, pinos y animales.

El sol comenzaba a perderse en el horizonte, se ocultaba para dar paso a la oscuridad y, allá arriba, al titilar de las estrellas. Caminábamos, vimos humeando a los árboles que cedieron al calor de las brasas e, incluso, una víbora enroscada sobre sus huevos. ¿Cómo podía dejar a un lado su naturaleza y abandonar su nido ante el eminente fuego? Y así conejos, lagartos e incluso pájaros; seres que, en su corta vida, no habían conocido ni enfrentado el fuego de esa manera.

A aquel hombre del sombrero que escapó con su antorcha no se le vio por ningún lado ni se tuvo algún indicio de su paradero; persona de pies hábiles que se esfumó en un abrir de ojos.

Miré a mis compañeros, cansados y con el rostro lleno de ceniza, para comentarles que ya no había problemas y que podíamos marcharnos a casa a descansar.

Una mancha negra ahora se imponía entre colina y colina. El olor fresco de los pinos quedó atrás para dar paso al aire ahumado. Con gran probabilidad, al día siguiente activarían la contingencia ambiental.

Pero todo eso había quedado atrás; en los dedos de los pinos se comenzaban a ver pequeñas gotas cristalinas de agua que caían desde el cielo. Los cielos despejados quedaron en el pasado y, en aquel gran lienzo azul, se acumulaban grandes nubes grises y negras a punto de estallar sobre las copas de los árboles que intentaban alcanzar el cielo. La tierra, sedienta desde hace meses, por fin recibiría esa pitanza tan deseada del firmamento.

La temporada de incendios había terminado. Las primeras aguas caían en nuestro poligonal y ahora tocaba realizar una de las actividades más sanadoras para el ecosistema: la reforestación. Transportar pequeños brotes como quien lleva un pedacito de esperanza a las altas faldas del Tlaloc o el Cilcuayo. Grandes pinos, orgullosos de sus fuerzas y tenacidad, se alzaban desde el suelo: conejos corrían despavoridos al escuchar el sonido de la camioneta; las águilas y lechuzas emprendían su vuelo en el cielo y hasta el cacarear de las gallinas silvestres se escuchaba con más frecuencia. La mano tirana del ser humano había estado ahí, aquel fuego que en el pasado le fue entregado como premio y signo de sabiduría, ahora lo ocupaba para moldear a la naturaleza con fines lucrativos.

El paisaje ardió, se levantaron columnas de humo, pero la naturaleza continuaba con su ciclo y se volvía a imponer con ese morir y renacer, reverdeciendo con más intensidad que antes. Ahora parece que los truenos quieren romper la tierra con sus rugidos, iluminando la superficie terrestre por unos instantes. Y ahí estamos nosotros: combatientes forestales que se convierten en sembradores de Pinus hartwegii. Ya no estamos cubiertos por humo, sino por lluvia y esa ligera neblina que baja desde los árboles para besar el suelo.