naturaleza / No. 248
Lo que cae del monte
El suelo negro, reventado. Antes verde. Antes cubierto de pinocha. Los restos de árboles cargados de hollín. Piso despacio lo que va quedando, siento la destrucción ceder bajo mi peso. Las suelas de goma se derretían hace un rato. Pedían que no saliéramos. Quédense adentro, decían. Mantengan el aire lo más limpio que se pueda, decían. No abran las ventanas, decían. Cúbranse las vías respiratorias, decían. En casos extremos, trapos húmedos en la cara, tirarse al piso, no atravesar cortinas de humo, decían. Y a mí se me derretían las suelas. El plástico se me iba pegando a la piel. Pero nadie decía abran las puertas a todo lo que cae del monte. Nadie decía sean refugio. Las patitas chamuscadas. El olor rancio del pelo quemado. Partes diminutas carbonizadas por completo. Narices desorientadas asomando desde la tierra seca. Los animales huyen del fuego y en ese éxodo desesperado llegan a las casas. Y no hay ventanas abiertas. Ni agua. Ni sombra. Ni alivio. Lejos estamos de ser madriguera. Pero algunos tienen más suerte, corrieron hacia otros lados, llegaron al río. Se quedaron existiendo ahí, extenuados, confundidos entre lo difuso del agua y el humo. De una forma u otra lo vivo intenta todo el tiempo no ahogarse.
Un recuerdo repentino: los árboles movidos por los vientos huracanados, bamboleándose de un lado al otro, amenazando con caer. El viento transforma el paisaje en espejismo.
A nadie le alcanzaba el arrebato para largarse a nadar en el río. Aunque las llamas mordieran la espalda, mejor esperar el milagro que lanzarse. Porque se sabe que de los ríos, por más mansos que parezcan, no hay que confiarse. Las peores cosas están abajo, imperceptibles, en las profundidades. Del agua mansa líbrame, señor, que de las bravas ya sabré librarme yo. El agua brillaba con los destellos rojos reflejados en ella. Uno miraba hacia ahí y todo parecía una misma cosa. Daba un poco de miedo eso. Eso de perder la referencia. No había límites. No había respeto. El río Uruguay tiene crecidas feroces, y a los que vivimos cerca de las orillas siempre nos desplaza. Nos golpea con sus embestidas, y nos echa recordándonos que nada de esto es nuestro en verdad. Se pone a rugir y lo inunda todo. Se lleva nuestras cosas, nuestras casas. Nos desaparece. Nos va robando pedacitos de tiempo. Pero estos días la gente le reza al río. Se arrodillan y le suplican. Le piden que nos salve. Que lo inunde todo, que apague el incendio. Le rezan al río como si fuera una virgen santa o un dios todopoderoso. Y capaz que lo es, porque acá en esta esquina del mundo nunca se sabe de verdad quién está atrás de todo esto. Nunca se sabe qué va a poder salvarte cuando la suerte no llega tan al sur. Pero el río los mira, suave, dócil. No hay respuesta, no hay bravura, no hay obediencia ni fuerza para combatir nada de lo que sucede. Igual hay que mantenerse cerca del agua, dicen, hay que buscar zonas poco profundas que sirvan en caso de evacuación, dicen, zonas que permitan el paso sin llevarnos puestos.
No hay que volver a territorios quemados, dicen, en los lugares calientes el fuego puede reactivarse sin previo aviso, dicen. Y pienso en esa idea, me obsesiona y va tomando toda mi cabeza. Cierro los ojos y lo veo. Casi como en un acto de magia: un fuego empezando así, solito, de la nada misma. Un fuego quemando el mismo lugar varias veces, sucesivamente. La destrucción sobre la destrucción. Encendiéndose de las cenizas. Una combustión repentina a causa de las altas temperaturas. Lo mismo que me pasa a veces en los ojos, en la boca o en la garganta.
Un pensamiento intrusivo: la sangre también brota caliente y furiosa de nuestras heridas con la misma rabia que la lava de los volcanes, destruyendo todo a su paso. Nosotros también somos la amenaza.
Un sueño: del monte chamuscado empiezan a caer piñas prendidas en fuego, caen cantidades extremas, son proyectiles de guerra, el monte se está vengando y nos ataca, nos incendia. Atrás de las piñas se ve venir a toda velocidad una masa de liebres y comadrejas, todas entremezcladas, como si fuera una estampida. Todo el pueblo mira hacia el monte, inmóvil, rendido, aceptando el destino como si se lo mereciese.
Una imagen: un montón de polillas con sus alas llenas de escamas reinan despiertas durante todas las noches entre los árboles. Nadie las ve. Pero ellas cumplen su trabajo de forma imperceptible. Y ahora nos han abandonado. Las polillas se van antes de que el humo llegue a alcanzarlas.
Una fotografía: el mismo río, pero hace muchos años. El río antes de la represa, el río antes de la carretera que lo rodea, el río antes de las casas a su orilla, el río antes de los muelles, el río siendo solamente un río.
Escucho al monte quejarse. Lo escucho como se escucha a los fantasmas. Es un ruido ronco, desgarrador. Parecido al que hacen los árboles cuando se van inclinando y la madera pareciera romperse. Los árboles gritan con el viento. Pero el monte ahora no tiene árboles, y el ruido se me mete adentro de los oídos. Sacudo la mandíbula para los lados deseando escuchar otra cosa, tratando de volver a escuchar el silencio. Pero el quejido permanece. Así que voy a su encuentro y lo recorro despacio, con los pies descalzos, con los ojos rojos que arden y pican. Intentando salvarlo del desastre con el contacto de mi piel. Siendo así de inocente, sí. Buscando un vestigio de vida que me diga que se puede seguir insistiendo en los lugares, pero el aire que nos rodea es tóxico y nauseabundo, como un rejunte de muerte. Todo lo que alguna vez fue bello se ve ahora reducido al asco. Y miro hacia el cielo y no hay nada, nada que flote, nada que vuele, sólo queda arriba de nuestras cabezas una nube viscosa de cenizas que, de a poco, van cayendo sobre mi pelo. Me vuelvo yo también un árbol incinerado, una sobra, un despojo. Soy miles de partículas de polvo que se mantienen erguidas en el desierto y la luz las atraviesa.
Pienso en eso que me dijeron alguna vez, eso de que los árboles interrumpen momentáneamente su respiración cerrando todos sus poros apenas detectan que hay humo en el aire. ¿Y no hacemos todos lo mismo?
Una noción a futuro: algo, incluso las polillas, incluso la pinocha, incluso el fuego, se nos va acabando.