naturaleza / No. 248

Ningún camarón con vida


No había transcurrido ni una hora desde que Emiliano Carrasco había llegado a la oficina del palacio municipal, después de su hora de comida, cuando fue notificado de otro delito en el pueblo. Uno de esos que ya son habituales todos los años. Sucedió, casi como de costumbre, en el río Grande —llamado así porque hay un río Chiquito en el municipio, muy cerca del pueblo, separado sólo por la meseta en la que se encuentra—. Ambos ríos son el resultado de una bifurcación del mismo cuerpo de agua, unos kilómetros más arriba, y tienen un nombre en totonaco que casi nadie utiliza.

Llegar al río toma diez minutos en auto, pero lo más importante es evitar toparse con una camioneta de trabajo en la angosta pendiente, donde empiezan el área verde y los potreros del pueblo.

Emiliano y su chofer, el pequeño Luis, recién llegado a la comandancia por el cambio de administración, se dirigían al puente. Aunque Luis “tenía” funciones de vigilancia e investigación, en realidad era más un asistente personal del viejo Emiliano. Al llegar al puente, tuvieron que ir a pie cuesta abajo siguiendo la dirección del caudal, bajo un sol tan fuerte que estaba por extinguir cualquier rastro de que el pasto hubiera sido verde.

Iban rápido porque tenían prisa por llegar a la escena. Allí ya estaban Sabino y Villacañas, camaroneros de profesión de canasta de bola y vara, aunque la pesca ya no era rentable. Villacañas, como el representante de los camaroneros, fue el encargado de sacar al regidor de su oficina una vez que se enteró de un posible envenenamiento. No paró de maldecir y condenar al sinvergüenza que se atrevió a verter veneno sobre aquella parte del río.

Con el calor que convertía las piedras en comales ardientes, se observaban los cuerpos en la orilla del río. Sobre las piedras limosas yacían manudos, burros, islamas… (jerga local para referirse a especies acuáticas de agua dulce), todos de menos de 15 centímetros de largo. Ya se percibía el olor fétido de mariscos en descomposición, aunque se especulaba que el ataque no había ocurrido hacía más de 24 horas.

—Cómo pasa el tiempo. ¿Se imaginan que, en los cincuenta, en el punto más profundo de este río, uno tenía que quitarse los pantalones para atravesarlo? Las acamayas1 eran de este tamaño, y algunas llegaban a pesar casi un kilo —dijo Emiliano, recordando con nostalgia.

Villacañas, con el tono de “político” que había adquirido por su nombramiento provisional, casi como si supiera que era su turno de hablar, respondió:

—Pescan siempre y no respetan ni la veda. No entiendo por qué, y encima usan veneno.

Emiliano volteó a ver a Villacañas y dijo:

—Déjame decirte que, cuando tenía 15 años, tapar algún caño del río daba de comer a más de 20 familias. Pero esos tiempos ya pasaron.

Luis tomó varias fotos para el expediente y, mientras escribía notas rápidas en un papel, comentó:

—Bueno, al menos nadie se ha intoxicado… por ahora.

—¿Y el río? ¿Esto es muy grave? —replicó Villacañas.

Luis notó que su comentario había sido inapropiado a juzgar por la respuesta directa de Villacañas; y actuando en su papel de investigador y con un tono más formal, preguntó:

—¿No hay testigos ni rastro? ¿Podría haber sido un malhechor o simplemente un error al fumigar?

Sabino, que se encontraba en el área por coincidencia, no había pronunciado ni una palabra. Sólo mostraba una expresión reflexiva mientras movía la cabeza para observar hasta dónde llegaba el tendido de mariscos muertos, que parecía abarcar más de 13 metros, al menos en lo visible, sin contar lo cubierto por la maleza. Finalmente, pronunció:

—Todos los camarones están muertos. Mientras daba la vuelta para irse, se colocaba sus canastas de bola en el hombro, apoyado por una vara de la cual colgaban las trampas, como si fueran un racimo de jobos, pero cuya función era atrapar langostinos. Esos camarones que serían más escasos la próxima temporada.

—Espero que haya un responsable —dijo Sabino mientras se alejaba.

—Gordo, si ves a la Marina, diles que estamos del puente hacia abajo —gritó Emilio.

Los tres se quedaron en la orilla del río, con un calor de más de 38 grados, acompañados por los viejos sauces en la ladera. La Marina debía llegar para oficializar el acto delictivo.

En ese lugar, con tantos cuerpos inertes, que si se tratara de otra especie podría considerarse una masacre, las sirenas habrían resonado. Pero por no ser el caso, por mucho habría un reporte en el periódico local la próxima semana y otro expediente en un cajón que se sumaría a muchos otros. Porque en este pueblo nadie defiende al río.

Pero son testigos, al menos los más viejos, que los peces y camarones se están extinguiendo. Los jóvenes ya saben que en este río no hay nada más que un lugar para bañarse y simular, en verano, que son pescadores con sus grupos de amigos. Deberían verlos con sus anzuelos, logrando pescar únicamente una requemada de piel que no olvidan hasta que el ardor pasa con los días.





1 Macrobrachium carcinus y otros organismos del mismo género.