naturaleza / No. 248
La mañana que supe por qué se expande el universo
Mis esperanzas estaban puestas en Julieta Fierro, la astrónoma que quiso ser cirquera y que aquella mañana era la madrina del festejo. Pero comienzo: fue el sábado 17 de agosto de 2024, durante la celebración del décimo aniversario de Programa Adopte un Talento (PAUTA), una organización civil que impulsa el talento científico de infancias mexicanas.
PAUTA festejó su cumpleaños organizando la Feria Nacional de Ciencias. Aunque la feria se realiza cada año en El Colegio Nacional, donde trabajo, esta edición fue especial por la cantidad de propuestas tecnológicas que presentaron científicos de entre 6 y 12 años, conocidos como “pautitas”.
La participación de los pautitas en la feria no fue casualidad, sino resultado de su esfuerzo. Alejandro Frank fundó PAUTA cuando era director del Centro de Ciencias de la Complejidad de la unam. Frank es experto en energía nuclear y uno de los físicos mexicanos que más conoce sobre mecánica cuántica, igual que Miguel Alcubierre. Además de ser un gran divulgador de la ciencia, Frank es un hombre ocupado, un lector comprometido de Borges y no pierde tiempo donde no hay talento.
Aquel sábado, debía llegar a mi trabajo a las ocho de la mañana para recibir a la prensa. Me angustiaba la llegada de Canal 22, ya que, además de su voluminoso equipo, tenían planeadas algunas entrevistas. A pesar de que salí temprano de casa, a unos 40 minutos, llegué tarde por culpa del mismo Metro. Las entrañas de la CDMX eran un caos.
Llegué jadeando. Las entrevistas ya se habían hecho y las cámaras del Canal 22 se colocaron en las zonas del auditorio menos oportunas. Ya no podía hacer nada. La sala, diseñada para 200 personas, estaba rebasada en su totalidad por los pautitas, sus papás, sus maestros, los jueces y el público en general.
Agobiado, hambriento y crudo, me dirigí a mi oficina para seguir la inauguración por YouTube y redactar la nota. El Colegio Nacional es una institución fundada por José Vasconcelos, Alfonso Reyes y Antonio Caso (entre otros), por esta razón, sus conferencias están revestidas de protocolo. “¿Por qué hablarles a los niños como si tuvieran 60 años?”, pensé.
Alejandro Frank, muy solemne, dio la bienvenida. Luego hablaron Gabriela de la Torre, directora de PAUTA; Pilar Carreón, investigadora del Departamento de Química de Radiaciones y Radioquímica de la unam; y Alejandra García Franco, académica de la uam. Todos dijeron lo habitual: frases hechas y predecibles. No había nada destacable para la nota.
El protocolo terminó con la bienvenida a Julieta Fierro. Tras su anuncio, el auditorio estalló en aplausos, seguidos de un silencio repentino que rompió la aflautada voz de una pautita:
—¿Entonces sí es cierto lo del big bang? —preguntó casi retando a Julieta Fierro. “¡Ídola!”, pensé. La niña sabía que la astrónoma es experta en el estudio de la materia interestelar.
Julieta Fierro se puso de pie. Su largo cabello blanco caía lacio sobre su huipil azul marino; llevaba mallas del mismo color y botines negros. Parecía el Ecoloco de Odisea Burbujas, pero prolija y sin sombrero.
—Ahorita te contesto, primero tengo que explicar qué significan los colores de las estrellas —respondió.
Explicó que las estrellas rojas son las más frías, las amarillas, como nuestro Sol, son templadas (unos siete mil grados centígrados), y las azules son las más calientes. Con diapositivas, juguetes y su histrionismo, la especialista relató cómo las estrellas nacen del polvo estelar en las nebulosas, cuando partículas de nitrógeno y helio se comprimen al tiempo que se calientan hasta el punto de una fusión termonuclear, liberando una cantidad inimaginable de energía, sólo contenida por la fuerza de la gravedad.
Mi fatiga desapareció. La rockstar de la divulgación científica tenía toda mi atención. Más aún, conectó con el niño que alguna vez fui, aquel que veía la Luna y soñaba con ser astronauta. Me recordó una madrugada en la que vi una estrella fugaz y creí que la Tierra estaba sembrada de “piedras lunares”, como les llamaba yo. Luego, recordé el funeral de mi abuela. Pensé que, por la ley de la conservación de la energía, ella seguía aquí; bueno, no ella, sino sus partículas dispersas. Nada se destruye, todo se transforma.
Mientras me perdía en mis cavilaciones, Fierro subió al escenario a algunos pautitas para hacer pequeños experimentos. En uno de ellos, colocó un vaso con agua sobre una superficie plana sujeta con listones. Un niño hizo girar el artefacto sobre su eje y ¡magia!: el vaso y su contenido permanecieron en su lugar. A sus 76 años, Julieta saltó de alegría. El experimento fue un éxito.
—¿Por qué no se cayó el vaso? ¡Porque estaba girando! —explicó.
—¿Por qué no se caen la Luna y la Tierra? ¿Por qué no caen los planetas al Sol? —preguntó de nuevo.
—¡Porque están girando! —gritaron algunos niños.
—Porque se están moviendo —dijeron otros.
Luego, Julieta Fierro tomó una esfera expandible y la hizo crecer lentamente mientras explicaba que vivimos en un universo que se dilata, que cada vez se infla más y más y más. Dijo que “echando la película hacia atrás” se puede calcular la edad del universo: 13 800 millones de años, cuando ocurrió el big bang y se formaron algunos elementos de la tabla periódica. Mientras hablaba, invitó a un último niño al escenario y le entregó la esfera.
—Toma, sostén el universo —le dijo. Para ese momento yo ya estaba conmovido y la imagen del universo en esas manos tan pequeñitas me enterneció más.
El niño rodó la esfera por el escenario, pero mientras perdía energía cinética, ésta se encogió hasta detenerse. La mirada del niño era de asombro, seguramente igual que la mía. Julieta Fierro pidió repetir el experimento y, antes de lo previsto, la esfera-universo colapsó y cayó.
—¿Qué pasaría si el universo estuviera quieto? ¡Se caería! —exclamó—. El universo no puede estar quieto; si lo estuviera, colapsaría y todo se precipitaría sobre sí mismo. Por eso el universo se seguirá dilatando.
Entonces, me cayó un rayo desapendejador, fue como si se abriera mi tercer ojo. “Si el universo, a pesar de su inmensidad, puede morir si se detiene, ¿qué me puede pasar a mí?”. Finalmente, he acompañado al universo en su viaje de 13 800 millones de años en una partícula de polvo de estrellas.
Me reconcilié con mi necesidad de moverme y abracé a aquella voz que me llama al desplazamiento, a la aventura. Recordando una canción de Jorge Drexler que dice “si quieres que algo se muera, déjalo quieto”, lloré poco, no mucho, sólo un poco, pero eso fue suficiente.