naturaleza / No. 248

El Cerro del Caballo


Los incendios en los cerros comenzaron repentinamente en pleno invierno. No había posibilidad de que fueran apagados por la lluvia. Las noticias locales no decían nada al respecto. La información se difundía solamente por algunos medios independientes y grupos de difusión ambientalistas. Javier regresaba a la ciudad de Chihuahua después de algunos años fuera. En la sala de espera del aeropuerto se encontró con una nota de un periódico independiente llamado Raíchari (que significa “palabra” en lengua rarámuri):

La Compañía Inmobiliaria Kashinka inició con los trabajos de desmonte y preparación del terreno para los primeros fraccionamientos de un nuevo proyecto inmobiliario en el Cerro del Caballo, al poniente de la ciudad, uno de los destinos favoritos de senderistas.

Era momento de abordar. Siguió leyendo la nota una vez dentro del avión.

Los terrenos donde serán construidos los fraccionamientos estaban clasificados como “Área Natural de Valor Ambiental” en la versión 2016 del Plan de Desarrollo Urbano 2040 (PDU2040), pero éstos aparecen como de uso habitacional desde la actualización que se hizo al plano de la ciudad en 2021.

Javier era geógrafo. A pesar de no vivir en la ciudad de Chihuahua estaba muy al tanto de lo que pasaba porque seguía teniendo contacto frecuente con amigos ambientalistas que vivían ahí. Durante el aterrizaje pudo observar las manchas negras aún humeantes de las cordilleras de los cerros. Camino a casa de sus padres notó la neblina artificial provocada por el clima frío, el humo de las fábricas, el humo de las chimeneas de las casas y, ahora, el humo de los incendios. Subió una foto a sus redes sociales para no tener que anunciar a todos de manera individual que estaba en la ciudad. Le llegaron varios mensajes, pero uno en particular llamó su atención. “Yo también estoy en la ciudad. Vamos a tomar algo”. Era Roberto.

Se encontraron en un bar que estaba de moda, ubicado en el centro de la ciudad. El lugar estaba adornado con luces neón, arte local y publicidad antigua de ropa western. Por las bocinas sonaba “If you were the woman and I was the men”, de Cowboy Junkies.

—También es la primera vez que vengo aquí —le dijo Roberto—. Voy a andar acá unas semanas, para que la familia conozca a Xime. Estamos organizando una cena con familia y amigos por nuestro compromiso. Estás invitado.

En sólo un par de años Roberto había cambiado mucho. Ya estaba muy barbón. Se peinaba con gel y usaba camisas todo el tiempo. Lo único que no había cambiado era aquel par de botas que usaba desde que se conocieron.

***

Se juntaban los domingos. El grupo se componía principalmente de personas deunos 40, por lo general divorciados. Él y Roberto eran los únicos veinteañeros, por lo que entablaron amistad muy rápido. Roberto no estaba tan barbón ni tan robusto en ese entonces.

—Está chingón esto pa’ venir a despejarse, me hacía falta algo así —le dijo. Era la primera vez que asistía al grupo de senderismo—. Ahorita ando en friega con la carrera. Este año la termino.

—¿Qué estudias? —le preguntó Javier.

—Arquitectura. La pensé mucho. Quería estudiar Geografía también, pero mi papá es arquitecto y pues me terminó convenciendo. Sí me gustó al final.

El Cerro del Caballo se ubicaba al norponiente de la ciudad. Partieron a las seis de la mañana. El verano estaba en sus inicios y para las ocho el calor ya empezaba a ser insoportable. El trayecto duró cuatro horas. Javier y Roberto fueron hablando todo el camino. El grupo se dispersaba de vez en cuando, pero sin perderse de vista. Unos se distraían tomando fotos a los ardillones y los tlacuaches que se topaban en el trayecto, otros, más interesados en la flora, se quedaban a observar el estado de las biznagas y los alichoches que estaban aún floridos. Una señora, de las más grandes del grupo, cortó un poco de gordolobo fresco y vertió agua en unos botes vacíos que fue juntando al inicio del trayecto para que los animales pudieran beber. Siempre llevaba agua de más para eso.

Cuando iban de regreso, Javier y Roberto se fueron desvalagando del grupo por estar inmersos en su plática, siempre tratando de no perder a los demás por completo. Un zorro gris les cortó el paso y se quedó observándolos por unos segundos. Inmediatamente notaron que estaba cojo a causa de unas espinas que tenía en la pata trasera, pero que se veían fáciles de sacar. Sin pensarlo mucho, fueron tras de él para quitárselas, pero éste corrió asustado. Lo persiguieron por unos minutos. No podía correr muy rápido y una vez que lo agarraron no se resistió mucho. Rápidamente comprendió que lo estaban ayudando.

—Ya está —dijo Javier. Liberando de sus brazos al zorro, que inmediatamente se echó a correr.

—¿Dónde quedaron los demás? —preguntó Roberto, y ambos observaron a su alrededor. Se habían metido a una zona más tupida y no alcanzaban a ver al grupo.

—Más bien dónde andamos nosotros.

Caminaron por un buen rato. No llevaban brújula y los celulares no tenían señal. Ya no sabían para dónde quedaba el sur, de donde partieron. No reconocían el camino y no sabían si estaban caminando en la dirección correcta. Ya cansados y con calor, decidieron sentarse un rato en la sombra para descansar. A Roberto, como principiante, ya se le había terminado el agua. Javier le ofreció de la suya.

—Si no te dan asco mis babas —le dijo bromeando. Roberto, sin poder hablar por la fatiga, se limitó a sonreír y tomó agua. Se quedaron jadeando por unos momentos, sin decir nada, escuchando los sonidos entremezclados de quién sabe cuántos

animales que seguramente se estarían burlando de ellos por no poder aguantar el trayecto ni saber ubicarse en el cerro.

—No. No me dan asco tus babas —respondió Roberto después de un rato, como si hubiera pensado mucho esa frase y finalmente se hubiera animado a decirla. Se miraron y sin pensarlo mucho se dieron un beso. Luego otro más largo, mezclando el sudor de sus frentes. Se rieron. Se dieron otro, y al escuchar un ruido de los arbustos se separaron rápidamente con pudor de ser descubiertos por alguien del grupo. Ojalá hubiera sido así, pensaron, pero no, era otra vez el condenado zorro que de nuevo se les quedó mirando.

—Chance y ahora nos ayuda a regresar —dijo Roberto y ambos se levantaron a perseguirlo. Después de seguirlo un rato lo perdieron de vista pero se encontraron con el primer bebedero que Betty había dejado. Estaban cerca del punto de inicio. Al bajar del cerro se reunieron con el grupo que ya estaba por llamar a los brigadistas.

Durante los próximos meses, asistieron sin falta a las rutas del grupo de senderismo. Se hicieron fama por su constancia, pero su motivación principal era volver a verse, volver a desvalagarse (ahora con más cuidado) y volver a darse sus besos. A los ojos del grupo eran buenos amigos. Con dedicación, recorrían las rutas alrededor de la ciudad: el Cerro Grande, el Cerro Picos de la Luna, el Cañón del Colibrí, el Cerro el Colorado, etc. Eventualmente comenzaron a salir ellos solos a los bares y las cantinas del centro, se sentaban en la barra para conservar las apariencias. A veces, luego de algunas cervezas, iban a escabullirse a los moteles que estaban en las periferias de la ciudad. Así transcurrieron algunos meses. Dedicaban su tiempo libre a verse.

—Voy a irme a Monterrey el próximo mes —le dijo Roberto un día, mientras estaban abrazados en un motel a altas horas de la madrugada—. Voy a ayudarle a mi papá con un proyecto. Va a ser el primero que haré yo solo. Me consiguió un departamento y tal vez me quede a vivir allá.

Las semanas siguientes antes de su partida se pasaron rápido, pero con una melancolía que se sentía especialmente al despedirse cada vez que se veían. El día de su vuelo lo acompañó al aeropuerto y se despidieron con un abrazo largo. Javier siempre quiso más cercanía emocional, pero tenía miedo de que fuera demasiado para él. No quería arruinar lo que tenían y se limitó a decirle: “Cuídate mucho, cabrón. Te voy a extrañar.” Y Roberto le sonrió con la cabeza baja.

Javier siguió yendo a las rutas de senderismo. Ahora lo hacía para distraerse, pero no podía evitar ser invadido por una ligera tristeza ahora que no estaba Roberto. Tiempo después decidió mudarse a Guadalajara para hacer la maestría. Había considerado irse a Monterrey por Roberto, pero vio que ya tenía otra vida bastante sólida. Tenía novia. En momentos (casi siempre de insomnio) veía las fotos que subía. Fotos con sus amigos, con una nueva novia, fotos de sus viajes con ella. Al parecer ya vivían juntos. Tenían un galgo italiano. Iban a pasearlo los domingos a Chipinque, el mismo día en el que ellos solían verse.

***

—También vine a supervisar un proyecto. Vamos a hacer unos fraccionamientos en las afueras de la ciudad —le dijo Roberto.

—¿Eres de los que andan en ese pedo? —le preguntó Javier— ¿No te molesta lo que le están haciendo al cerro?

—Pues sí, güey. Pero la ciudad tiene que crecer. Modernizarse, pues. Nos estamos quedando atrás —Los dos se quedaron en silencio por unos minutos—. Quedé de pasar por Xime para irnos a cenar. Me dió mucho gusto verte.

Se dieron un abrazo de despedida. Un abrazo corto, con dos golpecitos en la espalda. En las bocinas del bar sonaba If I was the woman and you, you were the man/ Would I laugh if you came to me/ With your heart in your hand. Javier se quedó observando la silueta de Roberto desaparecer a través del vidrio empañado. Pidió otra cerveza.