Pasos sobre los flujos piroclásticos de Oriente Medio
Uno.
La nube, a veces gigante, que se forma en un volcán cuando hace erupción se llama flujo piroclástico. Después de emanar del cráter se desliza sobre las laderas de la montaña, puede hacerlo a más de 700 kilómetros por hora, tres veces más rápido de lo que necesita un avión para despegar, pero, a diferencia de la aeronave que anuncia su cercanía con el zumbar de los motores, los flujos piroclásticos avanzan sin sonoridad alguna.
Un silencio largo y caliente, parecido a flores de gas, sus entrañas pueden alcanzar temperaturas de hasta 1 200 grados celsius. En 1960 la erupción del Monte Santa Helena expulsó un flujo que arrasó con toda la vegetación en 30 kilómetros. El paisaje era como si en una mesa tirásemos cientos de palillos para dientes, uno encima del otro orientados hacia un mismo sentido. No quedó una sola persona o animal vivos. En su lugar, sólo los árboles carbonizados, el color grisáceo
Un sudario, el manto que cubre un cadáver, en un contexto así, parece más propio hablar de un nacimiento, el volcán emergiendo con las fuerzas del centro de la tierra habla de una brutal vida en movimiento, pero como en toda la dialéctica, también habla de la muerte. El sudario de ese gran cadáver sobre el paisaje no es del volcán —que en efecto morirá pronto, apenas unos años después—, sino de la gente, de los campesinos que han perdido la tierra para siempre. Revueltas habla de las casas de ceniza, cubiertas por lo que el viento deja dispuesto para enterrar los hogares y matar los cultivos “el niño huye para refugiarse en su casa, apenas habitada por la llama terca, por la porfía —llena de asombro, de ternura— de sus padres que pese a todo no quieren abandonar la tierra. Ese niño es tan grande, tan pequeño también, como la ceniza. Ignora todo. Hasta el doloroso, hiriente amor que se refugia allá adentro, en la sombra negra y definitiva de la choza terrible”.
Un sudario silencioso que oscurece el día, el porvenir de los hombres, de aquellos que se quedan porque su tierra es lo único que su dios les ha dado, aunque su tierra ahora sea una mortaja de piedras incandescentes.
Los otros, hombres como Revueltas que cubrirán este evento y luego volverán a sus casas, a salvo, por ahora, de ese sudario silencioso, recordaron aquello y si, como él, fueron prudentes, echaron la voz al cielo diciendo que la ceniza estaba oscureciendo la vida de la patria.
Dos.
La patria, una enorme tierra de nombres cada vez más grises, una franja inmensamente desgastada. Todas las naciones son enormes cuando se derrumban y demasiado pequeñas cuando se conquistan. La nube de una nación en llamas es como el flujo piroclástico, gigante. El fuego, sin embargo, no viene del suelo, zumba primero en el aire, es un chiflido lastimero al que, imagino, nunca se acostumbra el oído, y después, la luz roja rápidamente ennegrecida por las flores de la explosión que cubren todo a lo que uno podría llamar vida.
La patria pronto será un enorme paisaje cenizo donde los hogares son polvo en el aire.
Tres.
—¿Señora, puedo preguntarle algo? —dice una niña recostada en una plancha metálica. Alrededor de su oído hay una mancha de sangre mezclada con tierra gris—, ¿esto es un sueño o es real?
La médico que la atiende guarda un silencio impotente. Una vez que se domina le contesta que se tranquilice, que todo estará bien. El clip se corta.
El humo se cuela por el hospital que pronto será abandonado y perderá, como cualquier palabra,
Cuatro.
El primer sonido es de un claxon impaciente, hay tráfico, gente caminando, una ciudad que por un instante me parece la Ciudad de México, pero no. En los minutos iniciales alguien habla un idioma que no comprendo y la toma comienza a enfocar personas. Unos niños bailando en la calle, con sus sonrisas chimuelas, realizan algunos pasos que me hacen olvidar, por un minuto, la angustia de la fila que hicimos para mirar la película que ahora veo con otras cien personas. La siguiente toma es, de nuevo, la ciudad, un paisaje que comparto, no hay que entender todas las palabras para saber que somos humanos. El próximo cuadro es de un hombre, uno de los que nunca tendrán nombre en la gran escala, pero que será de esos miles que enterrados una y otra vez siguen saliendo del polvo. Ese hombre —ignoto— está frente a un par de edificios, luego un chiflido y el ruido de la explosión. Es una toma rápida, el camarógrafo apunta al suelo, probablemente cubriéndose. La siguiente imagen es el rostro de una persona en el piso, un automóvil destrozado, sobre lo que queda de la cajuela hay una salpicadura roja. Nada en esa toma es normal.
La tensión vuelve.
¿Por qué estamos aquí?
Las imágenes no paran, muchas de ellas rondan los hilos de X, pero aquí no hay descanso, no hay swipe up que nos salve. No hay respiro y cerrar los ojos sólo hace más aterradoras las sombras.
¿Por qué estamos aquí?
Entre los escombros los rescatistas luchan por recuperar a las personas, preguntan sus nombres, sus edades; esto se vuelve muy importante porque se trata no sólo de sacar cadáveres, de hablar de restos, de cifras aparentemente sólidas, ahí debajo lo que hay es una vida que renacerá para ver la extensión del sudario. Y si se quedan, poder anotar sus nombres, junto los días o años que respiraron en el mundo, en una lista larga.
¿Por qué estamos aquí?
En muchas de las tomas se ven varias manos sosteniendo los celulares, grabando a la gente tirada en las calles, unos se mueven, otros no, estas manos captarán la memoria con que lucharán en todo el mundo los defensores de la memoria.
¿Por qué ahora estamos aquí?
Rafa Rangel, el director del documental Gaza. La franja del exterminio, dijo, cuando grabó Un día en Ayotzinapa 43, que había salido de casa por la incredulidad de lo que aparecía en las noticias, grabando lo que pudo porque él no era documentalista, pero sabía que era necesario entrar en el ojo del huracán y documentar lo que estaba pasando. Igual que Rafa, movido por la incredulidad, asisto a la función en donde miramos con ese sentimiento a niños bajo los escombros, y a mujeres y hombres cuya vida se apaga cada vez que las luces rajan el cielo. Ni Rangel ni yo, ni muchas personas deseamos estar grabando, escribiendo, informando el genocidio. Rangel quizá seguiría explorando los senderos de su Rimbaud de Luna Mortis, y yo quisiera estudiar los versos de Revueltas y Mayakovski, pero
¿Dónde está la poesía en esta erupción?
Me siento —en la sala— bajo ese sudario negro y eterno, que cubre la muerte no de estas peronas ni de ese país tan lejano llamado Palestina, sino de la voz de mi ciudad, de sus autos, de sus mercados, la voz de mi madre, mi voz. ¿Es el futuro?
Una mujer deja la sala. Se cruza en la pantalla consciente de que debe abandonar ese filme o se hará parte de la maldita indiferencia en que se convierte ese silencio mortal. Su sombra atraviesa la luz del proyector mientras abandona la secuencia del filme en sentido contrario.
Entonces de nuevo sé lo que hacemos aquí:
todavía,
una visión. El flujo piroclástico a lo lejos,
muy lejos, detrás
de la pantalla protectora.
Un aviso: cuidado,
el gusto por las nubes
también muere.
Cinco.
¿Qué es lo que queremos?, poder decirle a nuestra madre
que necesitamos un vaso de agua,
¿Por qué actuamos tan lentamente?
Se trata de una petición sencilla.
¿Por qué tanta demora, señoras y señores en Nueva York?
¿Es que en los países no existen más abogados para invocar la Convención de 1948?
¿Es que cuarenta mil asesinatos no es prueba suficiente?
¿Cuánta atrocidad se necesita para probar la flagrancia?
¿No ven que ahí, junto al cráter, lo único que se necesita es
una madre y un poco de agua
para lavar las lágrimas?
Seis.
El genocidio,
Considerando que la Asamblea General de las Naciones Unidas, por su resolución 96(I) de 11 de diciembre de 1946, ha declarado que el genocidio es un delito de derecho internacional contrario al espíritu y a los fines de las Naciones Unidas y que el mundo civilizado condena,
Reconociendo que en todos los períodos de la historia el genocidio ha infligido grandes pérdidas a la humanidad,
Convencidas de que para liberar a la humanidad de un flagelo tan odioso se necesita la cooperación internacional,
Convienen en lo siguiente:
El genocido sobre el pueblo palestino es en el
- La defunción de la ONU: Veto del Consejo de Seguridad.
- La paz: el canto del Corán frente a sus muertos.
- Solidaridad: Estados Unidos ha aportado más de 130 mil millones de dólares a la milicia israelí.
- Prensa: Se dice “hoy han muerto” para no decir “hoy han asesinado”.
- Explosión: El humo está cubriendo el cielo de la hegemónica democracia occidental.
Siete.
Los escritores solemos llegar tarde.
A propósito, muchas historias necesitan del tiempo, ver con objetividad lo que es el pasado. Eso es lo que dicen algunos escritores. Hay, dicen, que ir al volcán cuando se pueda mirar de lejos, que se hace mejor literatura de la masacre si la vemos parados sobre la roca alta del tiempo.
Sergio Ramírez afirma que hay dos tipos de escritores, “el que escribe y se calla y el que escribe y al fin, se involucra en la vida política” o en la masacre, o en la cada vez más imposible protesta. Revueltas hubiera sido un gran escritor, pero fue muy político, han dicho. Y Mayakovski —pobrecillo— se vendió a la revolución rusa de Lenin.
¿Hasta dónde dejaremos llegar a la buena literatura?, ¿hasta cuándo nos importará tanto la “espina” del panfleto y la propaganda?, ¿cuándo, en un pueblo vejado como el nuestro, nos hicimos tan dóciles?, ¿hasta cuándo seguirán llegando tarde las palabras?
¡Muere tú, verso mío,
muere como el soldado de filas,
como nuestros soldados desconocidos
morían en los asaltos!1
Será tarde luego, para cantar requiems a los muertos, a quienes les interesa nuestra acción, no los best sellers ni nuestra tardía consciencia adquirida en la cima del volcán petrificado.
Ocho.
Los flujos piroclásticos avanzan, sus flores naciendo unas dentro de otras, calcinan la vida con plácido silencio. Las cámaras han captado videos y fotografías que llegan de Gaza, a nuestra tierra, haciendo casi ningún eco.
Nuestras bolsas de valores, es cierto, se mantienen con la misma inestabilidad de siempre. Nuestros muertos siguen siendo buscados por sus madres en la recóndita y abyecta fosa mexicana, los niños, con sus sonrisas simples continúan recorriendo las calles en donde su infancia se mancilla tempranamente. El muro en la frontera se mantiene igual de alto y el Río Bravo y el Suchiate se alimentan sin descanso de los cuerpos heridos de México y Centroamérica. Los mendigos del sistema tuestan sus pieles en las banquetas, con los ojos rojos y la saliva escurriéndose en las comisuras, se encuentran perdidos como profetas del fin del mundo, en cierto sentido, ellos ya llegaron al futuro.
El vapor sube nuevamente entre las piedras volcánicas de nuestros tranquilos pedregales, en Palestina la erupción hace temblar ya los suelos. El flujo se acerca rápido y mortal en medio del silencio. El silencio, sin embargo, apunta Yuri Herrera, no es la ausencia de historia, es una historia oculta bajo una forma que es necesario descifrar.
El silencio convierte la muerte en normalidad. El genocidio del mundo será tan cínico que quedará perfectamente documentado. ¿Qué decimos cuando decimos “Viva Palestina Libre”?: ¡Ayuda, nuestros huesos se deshacen!: ¿Qué es este calor tan triste?,
el humo viene pronto y no hay mal que venga solo.
1 Del poema Para la voz de Vladimir Maiakovsky
Nota del autor:
En el presente ensayo se retoman las palabras de videos del genocidio en Palestina que circulan, terriblemente, en redes sociales.
Se escribe alrededor de la función de cine que tuvo Gaza. La franja del exterminio el 7 de junio del 2024 en la Cineteca Nacional de México. La única función, lograda con resistencia, que hasta el momento ha ofrecido la institución.
También se escriben extractos de documentos y declaraciones de las Naciones Unidas.
En Palestina no hay volcanes pero, en el 2019, organizaciones pro-Palestina compararon Gaza con "un volcán a punto de estallar".
Ha pasado un año del inicio del genocidio, pero no todos seguimos mirando.