noche / No. 249
La noche por adentro
Empecé a dormir de día y a levantarme cuando ya no había luz, por eso no me di cuenta cuando se me empezó a meter la noche por los ojos. Mi transición a la vida nocturna fue gradual y no deliberada; sencillamente dejé de tener alguna buena razón para exponerme al bullicio y al ajetreo diurnos. Durante el día mis pensamientos tendían a ser abrumadores y caóticos. Pensaba en mi exnovia que se fue de la casa hace meses porque ya no me toleraba, en mi madre enferma a la que no tengo el valor de ver, en mi desempeño laboral cada vez más mediocre, en los consecuentes reproches y en la culpa que me provocaba mi desinterés por todo esto. Sólo encontraba paz en el silencio y la soledad de la noche.
Los muebles y las cosas que se amontonaban en mi departamento, que de pronto me parecía enorme, comenzaron a intimidarme, igual que la luz del día. Me acecharon y acorralaron hasta que mi espacio seguro se redujo a mi habitación y, aún más, a mi cama. Requería un esfuerzo importante aventurarme a la puerta de entrada para recoger la comida que pedía a domicilio. Incluso bañarme o levantarme a cagar resultaba fastidioso.
Me terminé de convencer de que el día no era lo mío. Persuadí a mis jefes de que me permitieran trabajar desde casa. Después de un par de meses ya no les pareció y me corrieron. Ni siquiera pasé por el cheque de mi finiquito. Tenía ahorros decentes y gastos exiguos; podría sobrevivir, al menos unos meses, sin mayores inconvenientes.
Cubrí todas las ventanas y evitaba prender las luces. Cuando sentía que el sol empezaba a calentar el departamento, me tapaba con las sábanas hasta la cabeza y me hundía en un profundo sueño. Me despertaban los ladridos de los perros que salían a buscar comida en la basura de la calle en la madrugada, los cuetes que echaban los niños cuando había feria o los gritos de mis vecinos de arriba que casi siempre se peleaban antes de irse a la cama. Eventualmente todos se callaban y yo me quedaba arropado por una agradable y unánime penumbra.
La noche se me empezó a meter por el contorno de los ojos. Lo advertí por primera vez mientras miraba mi rostro en el espejo del vestidor. Al principio pensé que sólo estaba encandilado por la luz que tuve que encender para poder cambiarme de ropa; pero no, mi campo de visión estaba notoriamente disminuido, como si estuviera observándome a través de un tubo estrecho. Me froté los ojos, intenté abrirlos mucho, pero todo fue inútil. La noche ya había consumido mi visión periférica. Apagué de nuevo las luces y me tranquilizó no poder distinguir si tenía los ojos abiertos o cerrados.
Casi había olvidado ese incidente cuando tuve que prender otra vez las luces para caminar hacia la cocina y me di cuenta de que ahora mi visión era apenas un puntito luminoso, como una perforación hecha con un palillo en el manto negro que cubría mis ojos. Accioné con desesperación el interruptor de la electricidad, pensando que podría tratarse de un defecto en los focos, pero únicamente veía parpadear como un estrobo el puntito de luz que tenía frente a mí. La noche había consumido casi por completo mis globos oculares. Regresé a mi cama tropezándome y a tientas. Me acosté boca arriba y sentí que la noche se empezó a escurrir como un fluido desde mis ojos hacia mi nuca, y se asentaba en mi cuello para empezar a bajar por mi garganta.
La noche que me rodeaba y me cubría me hacía sentir tranquilo y seguro; pero la noche por adentro de mi cuerpo se comenzaba a sentir como un vacío que ocupaba el espacio de mis órganos y me dejaba hueco, incapaz de experimentar dolor o alegría. Decidí que tenía que sacarla.
No sé cuántas horas o días estuve acostado pensando cómo sacarme la noche del cuerpo. Sólo recuerdo que la solución se me presentó de súbito como una obviedad que ejecuté de inmediato y sin reflexionarlo demasiado. Me incorporé y caminé, extendiendo mis brazos para no chocar con las paredes, hacia la cocina. No me molesté en prender las luces. Sabía que la noche por adentro de mí repelía la luz y me había dejado virtualmente ciego. Ya en la cocina busqué a tientas los cajones; abrí el que estaba buscando y saqué el cuchillo más filoso que tenía. Con cuidado lo coloqué en la base de mi globo ocular izquierdo y lo saqué con un movimiento de palanca. Repetí la operación con el derecho. Apenas sentí algo de presión e incomodidad, no dolor; la noche había dejado mis ojos insensibles. Con las gelatinas que antes habían sido mis ojos colgando hasta mi barbilla, busqué el lavabo y me incliné hacia él. Sentí cómo la noche chorreaba poco o poco y se salía de mi cuerpo. Luego busqué la ventana más cercana y recorrí la cortina. Era de día. Sentí el calor en mi rostro y lo levanté hacia el cielo. Con las cuencas de mis ojos vacías pude ver las nubes con más nitidez que nunca.
Los muebles y las cosas que se amontonaban en mi departamento, que de pronto me parecía enorme, comenzaron a intimidarme, igual que la luz del día. Me acecharon y acorralaron hasta que mi espacio seguro se redujo a mi habitación y, aún más, a mi cama. Requería un esfuerzo importante aventurarme a la puerta de entrada para recoger la comida que pedía a domicilio. Incluso bañarme o levantarme a cagar resultaba fastidioso.
Me terminé de convencer de que el día no era lo mío. Persuadí a mis jefes de que me permitieran trabajar desde casa. Después de un par de meses ya no les pareció y me corrieron. Ni siquiera pasé por el cheque de mi finiquito. Tenía ahorros decentes y gastos exiguos; podría sobrevivir, al menos unos meses, sin mayores inconvenientes.
Cubrí todas las ventanas y evitaba prender las luces. Cuando sentía que el sol empezaba a calentar el departamento, me tapaba con las sábanas hasta la cabeza y me hundía en un profundo sueño. Me despertaban los ladridos de los perros que salían a buscar comida en la basura de la calle en la madrugada, los cuetes que echaban los niños cuando había feria o los gritos de mis vecinos de arriba que casi siempre se peleaban antes de irse a la cama. Eventualmente todos se callaban y yo me quedaba arropado por una agradable y unánime penumbra.
La noche se me empezó a meter por el contorno de los ojos. Lo advertí por primera vez mientras miraba mi rostro en el espejo del vestidor. Al principio pensé que sólo estaba encandilado por la luz que tuve que encender para poder cambiarme de ropa; pero no, mi campo de visión estaba notoriamente disminuido, como si estuviera observándome a través de un tubo estrecho. Me froté los ojos, intenté abrirlos mucho, pero todo fue inútil. La noche ya había consumido mi visión periférica. Apagué de nuevo las luces y me tranquilizó no poder distinguir si tenía los ojos abiertos o cerrados.
Casi había olvidado ese incidente cuando tuve que prender otra vez las luces para caminar hacia la cocina y me di cuenta de que ahora mi visión era apenas un puntito luminoso, como una perforación hecha con un palillo en el manto negro que cubría mis ojos. Accioné con desesperación el interruptor de la electricidad, pensando que podría tratarse de un defecto en los focos, pero únicamente veía parpadear como un estrobo el puntito de luz que tenía frente a mí. La noche había consumido casi por completo mis globos oculares. Regresé a mi cama tropezándome y a tientas. Me acosté boca arriba y sentí que la noche se empezó a escurrir como un fluido desde mis ojos hacia mi nuca, y se asentaba en mi cuello para empezar a bajar por mi garganta.
La noche que me rodeaba y me cubría me hacía sentir tranquilo y seguro; pero la noche por adentro de mi cuerpo se comenzaba a sentir como un vacío que ocupaba el espacio de mis órganos y me dejaba hueco, incapaz de experimentar dolor o alegría. Decidí que tenía que sacarla.
No sé cuántas horas o días estuve acostado pensando cómo sacarme la noche del cuerpo. Sólo recuerdo que la solución se me presentó de súbito como una obviedad que ejecuté de inmediato y sin reflexionarlo demasiado. Me incorporé y caminé, extendiendo mis brazos para no chocar con las paredes, hacia la cocina. No me molesté en prender las luces. Sabía que la noche por adentro de mí repelía la luz y me había dejado virtualmente ciego. Ya en la cocina busqué a tientas los cajones; abrí el que estaba buscando y saqué el cuchillo más filoso que tenía. Con cuidado lo coloqué en la base de mi globo ocular izquierdo y lo saqué con un movimiento de palanca. Repetí la operación con el derecho. Apenas sentí algo de presión e incomodidad, no dolor; la noche había dejado mis ojos insensibles. Con las gelatinas que antes habían sido mis ojos colgando hasta mi barbilla, busqué el lavabo y me incliné hacia él. Sentí cómo la noche chorreaba poco o poco y se salía de mi cuerpo. Luego busqué la ventana más cercana y recorrí la cortina. Era de día. Sentí el calor en mi rostro y lo levanté hacia el cielo. Con las cuencas de mis ojos vacías pude ver las nubes con más nitidez que nunca.