fiesta / No. 250

Ajo, sangre y matrimonio

Roberto Gonzalo murió en la madrugada del día de la boda, lo que representó un grave problema, ya que él era el padrino de anillos. Los novios se paralizaron al recibir la noticia de boca de doña Chole, quien les vendió las tortillas para su desayuno. Cancelar la fiesta era más que imposible, Julieta no podía arriesgarse a posponer el matrimonio otra vez. Ya lo había hecho el año anterior, cuando falleció el abuelo de Rubén, su prometido. Y antes de eso, lo aplazó dos veces más: la primera, al sorprender a Rubén con Carmela Aguilar, la hija de la Papaya, y la segunda, cuando él perdió todo su dinero apostando en peleas de gallos.

El destino le gritaba: "No te cases, no te cases", y la advertencia se mezclaba con las cantaletas que repetía la familia de Rubén: "Es que esto es de mal agüero", "es que su boda olerá a muerto". Pero todos esos consejos se desvanecían en el aire antes de hacer eco en los oídos de Julieta. Para ella, casarse no era un anhelo, era un pendiente que debía borrar de la lista antes de cumplir los veintitrés años.

Julieta se amarró los pantalones, dejó que Rubén fuera a dar las condolencias a sus vecinos, marcando tras él un camino de lágrimas, y ella sacó de la casa de Rubén un recogedor de aluminio, una cubeta con agua y una escoba desgastada para levantar los residuos del muerto. A media calle se encontraba la sangre. El sol hacía que el tono marrón brillara y que resaltaran los viscosos restos de sesos. Julieta decidió levantarlos con el recogedor y meterlos en una bolsa, pero mientras se aproximaba a la casa notó que el sombrero que Roberto Gonzalo siempre portaba había sido volado por el viento y enviado hasta los escondidos matorrales de mora. La idea se prendió como un foco en su cerebro. Tomó el sombrero y, dentro de él, echó los sesos. Luego, acomodó el sombrero sobre la mata y restregó el piso con la escoba. Para cuando terminó de limpiar, los sesos se habían borrado de su memoria.

Rubén, por su parte, no lloraba de tristeza, lloraba de culpa. Había dejado a su amigo en el cabaret del barrio, a la mitad de su despedida de soltero, porque se fugó con Carmelita Aguilar. Roberto Gonzalo, que siempre se emborrachaba como si el mañana no existiera, regresó solo a casa y pensó que sería buena idea acostarse en medio de la calle. Lamentablemente, don Vargas decidió sacar su Ford muy de mañana, y como no tenía costumbre de divisar si había borrachos en el piso, aplastó el cráneo de Roberto Gonzalo creyendo que era un tope. La gente del pueblo no lo culpó. Con sus noventa años, era mucho pedir que siguiera manejando, que viera bien y que lo metieran a la cárcel.

Rubén no encontró las palabras apropiadas para dar el pésame a los padres de su amigo. Sólo se sentó en los banquitos de madera que había en la sala y se quedó mirando el suelo de tierra mientras la familia acarreaba los muebles. Entraban y salían con las sillas, con las mesas, con los roperos, dejando la pequeña casa vacía para que ahí velaran al muerto. Rubén entendió que era momento de irse cuando el único objeto que estorbaba era su cuerpo. Se paró desganado, con el rostro compungido, y se acercó a la madre de Roberto Gonzalo para pedirle los anillos que su hijo había comprado.

Doña Petra lo miró con exasperación y le reveló que los había empeñado para pagar una décima parte de la caja de su hijo. Y que, si le hacía favor, fuera pensando en pagar las deudas que tenía con ellos, porque iban a ocupar mucho dinero para el velorio y el entierro. Rubén asintió con la cabeza y se fue lentamente, indignado, jurándose a sí mismo que ni les pagaría ni volvería a entrar a esa casa.

Sin anillos, dinero ni ganas de casarse, Rubén pensó en un plan para que Julieta no se molestara con él ante la ausencia de anillos. Se metió a la verdulería de doña Esperanza y buscó una cabeza de ajo, pero al oír el precio y recordar que no tenía dinero decidió soltarla.

—Ora, doña Esssspe. Están re caros y re chiquitos.

—Ay, mijo. Pa' ti todo está bien caro y más cuando hay que pagarlo. Por cierto, ya te mandé la cuenta de las verduras que te di pa' la comida de tu boda, eh. No vayas a creer que es de regalo. Y con eso de que ni me invitaste…

—Ay, doña Espe, pero qué falta de confianza. Usted es la invitada de honor. Es más, va a ser la madrina de anillos, con eso de que Roberto Gonzalo se murió…

—Ora, tú, loco, ¿y yo de dónde voy a sacar para comprarte anillos?

Rubén tomó de nuevo la cabeza de ajos.

—Estos van a ser los anillos, doña Eeespe — Y mientras hablaba arrancó dos dientes de ajo y los puso entre las ancianas manos de la vendedora—. Se va bien bañada y la espero en la misa a las 4, eh.

Doña Esperanza miró el contenido de sus manos y negó con la cabeza.

—Ay, mijo, ni pa' elegir los ajos sirves, están bien podridos.

Por su lado, Julieta preparaba todo afuera de la casa de su futuro esposo. Sus primos colocaron las carpas blancas y decidieron tapar el lado que daba a la casa del muerto con cortinas y sábanas. El menú estaba listo: adobo de pollo, carnitas de cerdo y frijoles con queso. De tomar, Jarritos de fresa, piña, mandarina, toronja, durazno, tamarindo. Para emborracharse, treinta litros de caña. Y de postre, el pastel que llevaría su prima Juana. Las mesas estaban acomodadas, ya sólo faltaba que las madrinas de centro de mesa las adornaran. Los señores del sonido terminaban de acomodar las bocinas y las pantallas. La mamá de la novia barrió toda la cuadra, en apoyo a su hija y a la familia de Roberto Gonzalo. Ahora sólo faltaba que todos se bañaran y esperaran la hora de la misa.

—Ay, mijita, a mí me da pena que tengamos la pachanga aquí, junto al velorio.

—Ay, má, pena de qué. Se cosecha lo que se siembra.

A las 3:30 de la tarde salió Rubén de su casa, escoltado por sus padres y sus dos hermanas. Todos vestían de negro. Estaban de luto. La tía Charito, que los esperaba afuera, grababa la salida del novio con su celular nuevo, el responsable de que no llevara regalo. A modo de broma, pero demasiado en serio, comenzó a tararear la marcha nupcial y, como caminaba de espaldas, no se dio cuenta de que casi la atropella el coche fúnebre que transportaba la caja de Roberto Gonzalo. La familia pudo advertirle, pero todos guardaron silencio, porque esperaban que Dios o el destino o la suerte o la repentina muerte de la tía Charito cancelaran la boda. Pero el chofer paró. No por cuidar a los imprudentes que caminaban a media calle, sino porque las mesas le impedían el paso.

Después de atravesar las cinco cuadras que los separaban de la parroquia, llegaron a su destino. Entraron y se acomodaron, todos menos Rubén, que debía esperar a su novia en la puerta. La iglesia estaba atiborrada de gerberas y crisantemos blancos. También estaba atiborrada de gente vestida de negro. Rubén buscó con la mirada a Carmelita Aguilar, pero no la encontró. Mientras esperaba a su novia tuvo el impulso de escapar de la iglesia, pero Julieta, siempre tan adelantada, no lo hizo esperar. Antes de que Rubén pudiera huir se paró frente a él.

Siendo sinceros, Julieta era bastante guapa. Un buen partido. Trabajadora, joven, lista… su único defecto era no saber elegir a los hombres. Quizá su juventud le jugaba chueco o quizá la idea que le metieron desde pequeña en la cabeza, acerca de que una mujer debe soportarlo todo por amor, hasta el desprecio y la humillación. Hasta la falta de ese amor.

Pero Julieta se sentía triunfante, su sonrisa la delataba. Sus dientes fueron exhibidos como símbolo de victoria y se enmarcaron de manera uniforme entre sus labios carnosos color chocolate. Podríamos hablar de su rostro, pero estaba oculto por un velo blanco, más blanco que su vestido desteñido, heredado de su madre, heredado de su abuela, heredado de la tía Panchita, la que fue esposa ilegítima del coronel Bustamante.

Julieta y Rubén se miraron fijamente. Ambos sonrieron con falsedad. En ese momento, Rubén se percató de que no debía estar en la puerta, sino junto al sacerdote. Se persignó frente al altar y corrió despavorido, ocasionando las risitas de los presentes. El repique vigoroso y continuo que anunciaba el inicio de la misa sonó justo cuando la mamá de Julieta agarraba a su hija del hombro. Ella sería quien la entregaría en el altar. Ambas caminaron hacia ahí con orgullo y con la cabeza bien levantada, porque podría ser que Julieta no tuviera padre, pero le sobraba mucha madre como para recorrer sola el camino.

La misa fue larga y aburrida. El sacerdote, que era tartamudo, les dio un sermón ininteligible acerca del matrimonio y sobre la importancia de que su consorcio estuviera protegido por Dios. El templo se llenó de bostezos y uno que otro ronquido interrumpido por los codazos de los buenos samaritanos que no querían hacer pasar vergüenza a sus vecinos de asiento. Cuando todos los presentes creyeron que la eternidad se reducía a una boda, llegó el momento de unir su vida mediante los anillos. Doña Esperanza se les acercó con aires de pedantería y colocó en la mano de cada novio un diente de ajo.

Julieta quedó boquiabierta. Su rostro no exhibió disgusto, pero sí incomprensión. Arqueó la ceja izquierda mientras miraba a Rubén en busca de explicaciones. Rubén le tomó la mano con una dulzura jamás antes vista en el pueblo y dijo para ella y para todos:

—Julieta, recibe este ajo como símbolo de unión. Este ajo, en algún momento, trató de separarnos. ¿Recuerdas cuando lo encontraste en mi bolsa y entendiste que una mala mujer me había cuchareado? Pues ahora, enfrente de Dios y enfrente de todos, te confieso que yo te quiero cucharear a ti. Quiero unirte a mí, quiero que siempre estés conmigo.

Julieta lo miró sonriendo. Sí, recordaba aquel día que encontró a Rubén con la hija de la Papaya. Recordó todo el show que armó, exhibiéndolos no sólo con sus familias, sino con el pueblo entero. Sin embargo, mientras buscaba más pruebas del delito en la ropa de su pareja, encontró un ajo en una de las bolsas de su chamarra. Inmediatamente entendió todo. La Carmela lo había cuchareado, le había hecho un embrujo para amarrarlo, para que se enamorara de ella, para quitárselo.

Rápidamente, Julieta corrió en busca de un huevo de rancho, una rama de laurel y loción siete machos. Hizo que pisara el ajo y le escupiera y luego limpió a Rubén, barriéndolo con el laurel y el huevo. Cuando vertió el huevo en un vaso con agua, toda la familia advirtió que estaba podrido.

—Trais un chingo de viento, mijo. Te hicieron del ojo y también te hicieron brujería. Pobrecito.

Rubén fue una víctima de las malas cabezas y por eso Julieta pudo justificarlo y perdonarlo. Recordar ese hecho el día de su boda le empañó los ojos de lágrimas y le hizo pensar que resignificar el simbolismo del ajo era lo más bonito que Rubén había hecho por ella. Entonces, lo apretó y lo puso en su pecho, a la altura de su corazón, para demostrarle a él y a todos que aceptaba su mano.

—Mi amor, recibe este ajo como símbolo de amor eterno. Siempre estaré para cuidarte y protegerte. Desde el primer momento en que te vi supe que serías mi esposo. Te amo. —Pobre Julieta, lo decía en serio, mientras acomodaba el otro ajo en las manos suaves de Rubén, más suaves que las de ella. Ojalá que en ese roce comprendiera que su esposo no usaría las manos ni para trabajar.

En ese momento, sonó la segunda llamada para la misa de las 5. El repique recordaba la muerte. Su sonido lento y solemne se apoderó del aire. El silencio sólo fue roto por los tres toques graves y espaciados. El público no sabía si aplaudir a los novios o guardar silencio para el muerto. Entonces no hicieron nada. La boda fue sellada con la bendición del padre, sin vítores de los presentes.

Una vez que salieron de misa se encontraron con el primer conflicto en su matrimonio. La caja del muerto estaba frente a la puerta de la iglesia. La familia de Roberto Gonzalo los miraba con saña. Sus ojos gritaban que querían arruinarles el momento. Pero para eso, los niños presentes ya tenían las manos llenas de arroz, mismo que aventaron sin reparo a los novios. El cereal bañó al matrimonio, a la caja y a la familia de Roberto Gonzalo, ocasionando que una parvada de palomas se les aventara, despeinara a Julieta y cagara sobre la caja del muerto. Ambas familias se desentendieron molestas y regresaron a sus asuntos.

La mitad de los presentes se quedó en la misa de Roberto Gonzalo, mientras los demás acompañaron a la pareja, con más hambre que cariño. Todos sabían que les esperaba un banquete. La familia de Julieta podría ser pobre, pero en fechas de fiesta siempre tiraba la casa por la ventana. Las malas lenguas decían que habían matado dos cochinos y, como probablemente no acudiría mucha gente porque la fiesta era en la casa de Rubén y todos detestaban a los Pérez, seguramente sobraría comida. Por eso, las señoras invitadas inundaron sus bolsas con tópers.

Y como supusieron, fueron recibidos con las mesas llenas de comida. Por la falta de meseros toda la familia de Julieta acarreó los alimentos. Hasta la misma Julieta atendía a los invitados, llevándoles tortillas, frijoles y platos de comida. Rubén comía sentado junto a su madre, quien se chupaba los dedos y se quejaba de lo grasosas que estaban las carnitas. El papá de Rubén repartía caña a diestra y siniestra, así como si no fueran las 5:30 de la tarde, así como si él hubiera comprado el licor. En menos de veinte minutos la caña se acabó y mandó a la madre de Julieta a comprar otras cinco garrafas.

—Órale, Lupita, no seas tacaña. Acuérdate que querías casar bien a tu hija y que la familia de la novia paga la boda.

Los narcocorridos amenizaron el ambiente. El DJ aprovechó que aún no terminaba la misa del muerto para subir el volumen al máximo. Los niños se tapaban los oídos. Contra todo pronóstico, la casa se llenó de invitados, lo que hizo que Julieta no pudiera sentarse ni a comer y que no pudiera recibir los regalos. En algún momento, el adobo del pollo cayó sobre su vestido y tuvo que cambiarse, dejando como único rastro de que era la novia el maquillaje excesivo, el chongo y el tocado.

Por su parte, Rubén puso a sus hermanas a recibir los obsequios mientras él brindaba con sus amigos. Sentados, honraban la memoria de Roberto Gonzalo. En ese momento, se escuchó la trompeta del mariachi. El DJ bajó por completo el volumen de la música y los asistentes de la boda guardaron silencio. Poco a poco el mariachi se fue acercando y, con él, la procesión que velaría al muerto.

La música adolorida vibraba en los oídos de Rubén: "El día que yo me muera no voy a llevarme nada, hay que darle gusto al gusto, la vida pronto se acaba. Lo que pasó en este mundo, nomás el recuerdo queda. Ya muerto voy a llevarme nomás un puño de tierra". Rubén pensaba con tristeza que no era el momento de casarse, que le había faltado vivir más, que no podía comprometerse por completo con Julieta, porque sería un insulto a su libertad.

Y mientras se convencía a sí mismo de que su forma de pensar era la correcta, escuchó el llanto más hermoso del mundo. No por nada Carmelita Aguilar solía ser contratada para llorar en funerales. Atrás del cortejo fúnebre, atrás de los mariachis, atrás de todo el mundo, estaba su amada, llorando, gimiendo, gritando: "Ay, Roberto Gonzalo, qué haremos sin ti". Y caminaba pavoneando esas caderas de infarto, entalladas por su falda negra de vinipiel y acrecentadas visualmente por el corsé que le provocaba un llanto más agudo y hacía que rebotaran sus senos.

Como si se hubieran puesto de acuerdo, los asistentes de la boda se pasaron al cortejo, mientras los del cortejo se pasaron a la boda. La excusa de los primeros fue que irían por ponche y café para cuando Rubén y Julieta partieran el pastel. La excusa de los segundos fue que pasarían a comer para aguantar el velorio toda la noche, aunque nadie tenía intención de quedarse tanto tiempo.

Fue cuando Rubén decidió ir tantito al velorio, al fin de cuentas Roberto Gonzalo era su mejor amigo. Afortunadamente para él, Julieta y su familia estaban demasiado ocupados atendiendo a los nuevos invitados. Sus hermanas estaban atareadas hurtando los regalos y su padre emborrachando a los demás. De su mamá no se preocupaba, porque le solapaba todo, y de la gente menos, porque era tan conocido su débil carácter que ya ni lo juzgaban.

Ni siquiera tuvo que entrar a persignarse frente al ataúd. Hasta el muerto sabía a qué iba en realidad. Iba a besarse con Carmelita Aguilar. Iba a gritarle en la cara a Roberto Gonzalo que una vez más se besaba con su novia, que una vez más le estaba ganando el mandado. Carmelita lo miró divertida, aunque lloraba con aparente sentimiento, acompañada por sus otros amantes, quienes le tallaban la espalda ante cada lamento y le acariciaban las piernas desnudas por la presencia del viento.

Rubén se emocionó al pensar que ahora tenía un contrincante menos. Amaba a Carmelita con todo su ser, con toda su alma, con todas sus fuerzas. Carmelita era la libertad que siempre había anhelado. Carmelita era la juventud que le faltaba a sus cuarenta y cinco años. Carmelita era su vida. Y ella lo sabía, por eso se burlaba. Cuando terminó el segundo rosario, Carmelita se paró y con los ojos le pidió que la siguiera hasta el matorral de moras.

En ese momento escucharon los cuetes. El DJ subió la música y dijo en el micrófono que, ante la ausencia de los novios, las hermanas de Rubén partirían el pastel. La gente aplaudió, incluso los que estaban en el velorio se levantaron para ir por su rebanada. Rubén y Carmelita, escondidos tras la carpa, se besaban apasionadamente y acariciaban sus cuerpos. Fue cuando Carmelita encontró el sombrero y, sin fijarse en su contenido, lo puso en la cabeza de Rubén.

—Con este sombrero te pareces a Roberto Gonzalo y me dan más ganas de besarte.

Rubén sintió la cabeza mojada, pero no le dio importancia, siempre que la veía se mojaba. Besó a su amada hasta que se fue al cabaret a trabajar. Luego, volvió a la fiesta. Los invitados jugaban a la víbora de la mar y Julieta recogía la basura de las mesas. Todos reían a carcajadas. El licor de la boda, o el del velorio, pegó fuerte. Julieta miró a su esposo y, con discreción, se acercó a él con un puño de servilletas para limpiarle la pintura roja y barata que tenía restregada en el cuello y en la cara. Luego, con sobresalto, se percató del sombrero que llevaba puesto y, sin pensarlo, lo levantó de su cabeza. Por la frente de Rubén, por sus patillas, por sus orejas, por sus mejillas, por su bigote canoso, por todos lados, escurrían los sesos de Roberto Gonzalo.

—Ay, Rubén, pero qué pendejo eres. A ver si así te crece tantito el cerebro. Pero na, yo creo que ni eso.




Dora Luz Herrera Jiménez (Naolinco de Victoria, 2000). Egresada de Lengua y Literaturas Hispánicas de la FFYL, UNAM. Es autora de Fémina: Memorias que el tiempo no ha borrado (2024) y es parte de las antologías Voces del Totonacapan (2023), Lágrimas espectrales (2024) y Cuando duele el amor (2025).