cliché / No. 251
Entre los casos más interesantes del cine nacional de los últimos años debe estar, con toda seguridad, el filme trunco de Federico Torres (1990): Luis II en Cuernavaca. Cortometraje experimental (por no decir improvisado) de cuya existencia no tendríamos noticia si no fuera por el esfuerzo de sus amigos, quienes realizaron un pequeño documental que incluye las secuencias más rescatables de la película. Antes de su traslado al cine, Federico Torres era poeta. Trató de terminar dos o tres carreras sin éxito, a saber, antropología, composición de música popular y sociología. Tras ello, según narran sus amigos en el documental El rodaje de Luis II, Torres optó por dedicar todos sus esfuerzos a la poesía, se atrincheró en la casa de su madre y obtuvo un empleo como repartidor en bicicleta. Después de aproximadamente cinco años de poco éxito en esa vía, Federico sorprendió a sus cercanos con el deseo de realizar una película.
El proyecto consistía en un repaso a la vida de Ludwig II de Bavaria, el rey loco o rey cisne o rey de cuento de hadas. Sabemos —por el rescate del diario de trabajo de Torres— que la figura le interesaba por ser la de un misántropo todopoderoso, un hombre enfermo de sueños que, en contraste con la vasta mayoría de sus semejantes, sí que tenía el poder para desplegarlos en la realidad. Famoso sobre todo como el mecenas de Wagner y por sus castillos fantásticos, Luis II se negó a ser un monarca moderno y funcionar como un gobernante, cedió todos los asuntos políticos a sus ministros y se dedicó a edificar su mundo privado lleno de belleza. Federico Torres afirmaba que construir castillos suntuosos era el arte supremo, el mayor triunfo del arte sobre la vida, el arte más radical: un mastodonte hermoso e inútil en la cima de una montaña. Cuando sus amigos le dijeron que ya había un par de filmes sobre Luis II, y que uno de ellos era de Luchino Visconti, Torres replicó que no importaba, que no iba a verlos hasta terminar su propia versión, y luego dijo, misteriosamente, "sería muy anormal que dos pinturas de la décima noche de muharram no coincidieran".
Había sobre todo tres momentos de la vida de Luis II que le interesaba registrar con la cámara: el supuesto hecho de que sus sirvientes tuvieran que usar una máscara porque no quería contemplar sus vulgares rostros; los paseos nocturnos en un trineo de oro por los campos nevados (noctámbulo insalvable, detestaba el día); y la misteriosa muerte junto a su psiquiatra, unos meses después de ser depuesto por sus ministros: los cadáveres de ambos tendidos cerca de un lago. Estas tres secuencias son lo mejor de Luis II en Cuernavaca y son además las causas principales de la mudanza de Torres al cine: según escribe en su diario de trabajo, estos "momentos" lo obsesionaban, deseaba hacer algo con ellos, y no se le ocurría nada que decir, no le llegaba ningún impulso poético, ninguna tensión del lenguaje, no había nada que decir, tan sólo quería hacer aparecer esas imágenes, mirarlas, compartirlas, y decidió entonces que tenía que hacer una película. Como si la escritura fuese irremediablemente comentario, glosa, y él quisiera llegar sin intermediarios a la imagen, llegar al instante de la aparición donde el lenguaje enmudece. Un par de años antes Federico había publicado el poema "Para Nesa": Tenía un mechón de su pelo / en mi mano / ella sentada en mí / lo ponía contra el sol / hubiera querido filmar / su pelo en el sol / toda una película valdría / tan sólo por llegar a esa imagen / ¿valdría la pena / una carrera en el cine / cambiar de dirección profesional / sólo para filmar / su pelo contra el sol?
Ahora bien, sería muy generoso de nuestra parte atribuir tan sólo a razones estéticas el cambio de profesión de Federico. La vanidad tuvo también mucho que ver. El improvisado director planeaba asaltar la fama y el éxito, llegar a Cannes y a Los Ángeles, pisar la alfombra roja. En su diario de trabajo —impreso en risografía para acompañar el documental— la primera entrada no es el esbozo de un argumento ni una descripción de planos ni nada por el estilo. Lo que hay es un arrebato, una queja contra el medio de los poetas. Se pregunta Federico para qué se esfuerza, por qué lamenta no poder penetrar en, dice, un lugar al fin y al cabo tan trivial. Para qué intentar ser poeta, con qué fin, qué beneficio, mejor volverse director de cine: más dinero, más fama, más glamour. El diario de trabajo funcionaba también como una bitácora de sueños con celebridades, que Torres tenía por montones; aparecen por ejemplo Cameron Diaz, Michael Shannon, incluso Lionel Messi.
Lo que vuelve interesante a Luis II en Cuernavaca, lo que lo salva de ser tan sólo un ejercicio de vanidad, es que si por una parte Torres planeaba su ingreso a la fama, al mismo tiempo urdía su desaparición en el trabajo colectivo. Según se lee en su diario, uno de los rasgos del cine que más le interesaba, que notaba como una de las grandes diferencias con la literatura, era que es imposible, o casi, hacer una película a solas, que el cine irremediablemente involucra un equipo, incluso una industria, que el producto artístico, la película, termina siendo una creación de todos y no de una sola persona.
A Federico le interesaba acentuar, radicalizar lo comunitario en el cine, y para ello sentó las bases de filmar como director ausente. Por lo que se ve, no entendía o fingía no entender la importancia de un director. Pensaba que el resto del equipo podía ponerse de acuerdo y dispensarlo. No admitía que el Todo fuera algo distinto a la suma de las partes. Conjeturaba que el director era a lo mucho un jefe con demasiado crédito, una figura de autoridad, un patrón de fábrica (Godard). El equipo podría arreglárselas sin él, podrían existir colectivos de cineastas con funciones diferenciadas y no necesariamente jerárquicas. Prófugo de la poesía —una de las artes híper solitarias— le interesaba resaltar el carácter colectivo del cine. Viniendo del reino de los autores, no le inquietaba reclamar para sí el apelativo de auteur. Sin embargo, ¿no eran contradictorios los delirios de gloria en Hollywood y la teoría del director ausente? Es esta paradoja, la tensión entre estos dos polos, esa grieta, lo que hace a su caso dinámico y digno de ver.
Por lo demás, en Luis II en Cuernavaca no hubo solamente un director sino también un guion ausente. Cuando sus amigos, que mal que bien eran profesionales del cine, le dijeron que el primer paso para hacer una película era escribir uno, Federico lo aceptó con cierta amargura y juró encerrarse y no volver a molestarlos hasta tener listo un borrador decente. Sabiéndolo poeta, aquéllos pensaron que no sería una empresa complicada. Alguno hasta sugirió que si Torres fuera sensato aceptaría limitarse al rol del guionista y no pretender dirigir. En el ánimo colectivista hubiera sido perfectamente coherente que Torres se conformara con ese papel, salvo por la incapacidad de un guionista para imponer la concepción del director ausente en el grupo. Otra paradoja: sólo como director tendría el poder de dispensar al director.
Pues bien, le fue imposible escribirlo. No pudo terminar ni una página. Esa especie de escritura intermediaria, escritura-medio, escritura a ser superada, representó para él una tortura y un muro. O era escritura final, como en la literatura, o mejor que no hubiera escritura en absoluto, como en el cine (a su entender). Le daba prisa filmar, quería ir a las imágenes directamente. La mienta. Un guion Debe ser: Le daba prisa filmar, quería ir a las imágenes directamente. La manera más usual, que no la más afortunada, en la que un escritor da un salto al cine es la escritura de guiones. Es la traducción más obvia entre una arte y la otra. Esa ilusión se debe, seguramente, al acto compartido de escribir, al hecho paralelo de trabajar en un texto. Pero hay un abismo entre escribir libros y escribir guiones. El guion es una escritura destinada a desaparecer, es, como dice Alan Pauls, escribir horarios de trenes, una hoja de ruta, un objeto práctico, una herramienta. Un guion no es un objeto artístico, no hay transmisión estética en él. Es sólo un soporte, un mapa para la labor artística del cineasta, que es el encargado de dar con el objeto artístico verdadero: el filme. Estas reflexiones de Federico Torres culminaron en una expresión honesta y liberadora: "No, que se vaya a la v*** Heberardo. No voy a escribir ningún guion".
Optó por mentir: anunció que lo había terminado pero que, por cuestiones de método, no quería mostrarlo a nadie, tendrían que confiar en él. Tras largos ruegos, los amigos cedieron. Las únicas comunicaciones, los únicos planes de la película, fueron ese conjunto heterodoxo e inconexo de correos electrónicos, mensajes de texto, mensajes de audio, llamadas, conversaciones en diversas situaciones (fiestas y bares incluidos) y apuntes que los miembros del equipo realizaban ansiosos para tener alguna especie de asidero en el caos que era el proyecto. Sólo al final, cuando no hubo más que hacerle a Luis II en Cuernavaca salió a la luz que el guion nunca había existido.
Lo que hacía Federico era referir escenas. Por ejemplo, limitarse a explicar que una secuencia debía ser Luis II en su trineo, paseando por las calles de Cuernavaca. América Turner, la directora de arte, que también era la maquillista y vestuarista, tuvo que discutir las particularidades del trineo con Federico sin poder apoyarse en ningún texto ni diseño, en ninguna indicación pasada al papel salvo sus propias notas que registraban apuradas la voz casi delirante del director.
Prueba de las virtudes insospechadas de Torres es que de hecho esta secuencia funcionó. Según cuenta Turner, entrevistada en el documental, Federico le dijo que mientras más extraños, más desplazados, más quebrados fueran los efectos, mejor. Es decir, no quería una película que corriera suave e imperceptiblemente, quería algo que sacara chispas, que México y Luis II se estrellaran. Le confió que no debía preocuparse demasiado por dar con un trineo perfecto, que las fallas serían justamente los aciertos. El trineo terminó siendo una especie de carreta, un modelo desmontable en el que cabían el monarca y un conductor. Para la secuencia, una de las últimas con Torres presente, el equipo acompañó a la carreta tirada por un burro por las calles de Malinalco (donde realmente sucedió el rodaje: habían conseguido una casa prestada). Hay un momento en que son interrumpidos por un par de mecánicos automotrices sentados afuera de su taller, saludan a la cámara, hacen bromas y ofrecen vasos desechables con refresco a todos los involucrados. Torres estuvo encantado con esto y lo dejó en la película.
La secuencia con la que culmina el cortometraje es el asesinato: Ludwig y su psiquiatra a orillas del lago Starnberg (la alberca de la casa). Es una toma larga, plano general, de los cadáveres tirados en el pasto junto al agua. Corre un poco de viento, entra un viejo jardinero (un actor) a cortar unos arbustos, mira los cuerpos en silencio durante unos instantes y luego procede a trabajar, como si pensara que tan sólo son dos muchachos crudos. "Fin". Esta escena fue grabada al último y ya sin Federico. Tras ello hubo una comida tardía, marcada por la presagiosa ausencia del director, que se regresó a la Ciudad de México.
Los esfuerzos del equipo para terminar fueron heroicos, pero Torres tampoco se apareció en la post producción y eso dejó a Luis II en Cuernavaca irremediablemente trunco, más allá de la versión de tres minutos reconstruida en el documental de sus amigos. ¿Qué sucedió con él? Tras desaparecer en los últimos momentos del rodaje —¿quizá para demostrar su teoría del director ausente?— volvió a refugiarse en la casa de su madre, dejó de contestar llamadas y mensajes del equipo, y unos meses después fue atropellado en su bicicleta, en lo que algunos testigos aseguraron que había parecido realmente un suicidio. Cabe mencionar que Federico Torres financió la película con tarjetas de crédito y préstamos de familiares, y varios miembros del equipo nunca vieron un peso por su trabajo.
Por su diario sabemos que de cualquier modo no tenía ninguna intención de participar en la edición de su corto, daba por terminado su rol en Luis II en Cuernavaca. Al parecer esbozaba dos proyectos derivados de su experiencia como cineasta. Uno era un ensayo, realmente una diatriba, contra la hegemonía visual en la cultura contemporánea. Argumentaba que lo verbal, el idioma de palabras, era la base de las civilizaciones ilustradas, y el símbolo, la imagen, siempre un rasgo barbárico. El segundo proyecto era escribir una "novela-novela", una "novela de verdad", es decir, "una novela imposible de filmar".
El proyecto consistía en un repaso a la vida de Ludwig II de Bavaria, el rey loco o rey cisne o rey de cuento de hadas. Sabemos —por el rescate del diario de trabajo de Torres— que la figura le interesaba por ser la de un misántropo todopoderoso, un hombre enfermo de sueños que, en contraste con la vasta mayoría de sus semejantes, sí que tenía el poder para desplegarlos en la realidad. Famoso sobre todo como el mecenas de Wagner y por sus castillos fantásticos, Luis II se negó a ser un monarca moderno y funcionar como un gobernante, cedió todos los asuntos políticos a sus ministros y se dedicó a edificar su mundo privado lleno de belleza. Federico Torres afirmaba que construir castillos suntuosos era el arte supremo, el mayor triunfo del arte sobre la vida, el arte más radical: un mastodonte hermoso e inútil en la cima de una montaña. Cuando sus amigos le dijeron que ya había un par de filmes sobre Luis II, y que uno de ellos era de Luchino Visconti, Torres replicó que no importaba, que no iba a verlos hasta terminar su propia versión, y luego dijo, misteriosamente, "sería muy anormal que dos pinturas de la décima noche de muharram no coincidieran".
Había sobre todo tres momentos de la vida de Luis II que le interesaba registrar con la cámara: el supuesto hecho de que sus sirvientes tuvieran que usar una máscara porque no quería contemplar sus vulgares rostros; los paseos nocturnos en un trineo de oro por los campos nevados (noctámbulo insalvable, detestaba el día); y la misteriosa muerte junto a su psiquiatra, unos meses después de ser depuesto por sus ministros: los cadáveres de ambos tendidos cerca de un lago. Estas tres secuencias son lo mejor de Luis II en Cuernavaca y son además las causas principales de la mudanza de Torres al cine: según escribe en su diario de trabajo, estos "momentos" lo obsesionaban, deseaba hacer algo con ellos, y no se le ocurría nada que decir, no le llegaba ningún impulso poético, ninguna tensión del lenguaje, no había nada que decir, tan sólo quería hacer aparecer esas imágenes, mirarlas, compartirlas, y decidió entonces que tenía que hacer una película. Como si la escritura fuese irremediablemente comentario, glosa, y él quisiera llegar sin intermediarios a la imagen, llegar al instante de la aparición donde el lenguaje enmudece. Un par de años antes Federico había publicado el poema "Para Nesa": Tenía un mechón de su pelo / en mi mano / ella sentada en mí / lo ponía contra el sol / hubiera querido filmar / su pelo en el sol / toda una película valdría / tan sólo por llegar a esa imagen / ¿valdría la pena / una carrera en el cine / cambiar de dirección profesional / sólo para filmar / su pelo contra el sol?
Ahora bien, sería muy generoso de nuestra parte atribuir tan sólo a razones estéticas el cambio de profesión de Federico. La vanidad tuvo también mucho que ver. El improvisado director planeaba asaltar la fama y el éxito, llegar a Cannes y a Los Ángeles, pisar la alfombra roja. En su diario de trabajo —impreso en risografía para acompañar el documental— la primera entrada no es el esbozo de un argumento ni una descripción de planos ni nada por el estilo. Lo que hay es un arrebato, una queja contra el medio de los poetas. Se pregunta Federico para qué se esfuerza, por qué lamenta no poder penetrar en, dice, un lugar al fin y al cabo tan trivial. Para qué intentar ser poeta, con qué fin, qué beneficio, mejor volverse director de cine: más dinero, más fama, más glamour. El diario de trabajo funcionaba también como una bitácora de sueños con celebridades, que Torres tenía por montones; aparecen por ejemplo Cameron Diaz, Michael Shannon, incluso Lionel Messi.
Lo que vuelve interesante a Luis II en Cuernavaca, lo que lo salva de ser tan sólo un ejercicio de vanidad, es que si por una parte Torres planeaba su ingreso a la fama, al mismo tiempo urdía su desaparición en el trabajo colectivo. Según se lee en su diario, uno de los rasgos del cine que más le interesaba, que notaba como una de las grandes diferencias con la literatura, era que es imposible, o casi, hacer una película a solas, que el cine irremediablemente involucra un equipo, incluso una industria, que el producto artístico, la película, termina siendo una creación de todos y no de una sola persona.
A Federico le interesaba acentuar, radicalizar lo comunitario en el cine, y para ello sentó las bases de filmar como director ausente. Por lo que se ve, no entendía o fingía no entender la importancia de un director. Pensaba que el resto del equipo podía ponerse de acuerdo y dispensarlo. No admitía que el Todo fuera algo distinto a la suma de las partes. Conjeturaba que el director era a lo mucho un jefe con demasiado crédito, una figura de autoridad, un patrón de fábrica (Godard). El equipo podría arreglárselas sin él, podrían existir colectivos de cineastas con funciones diferenciadas y no necesariamente jerárquicas. Prófugo de la poesía —una de las artes híper solitarias— le interesaba resaltar el carácter colectivo del cine. Viniendo del reino de los autores, no le inquietaba reclamar para sí el apelativo de auteur. Sin embargo, ¿no eran contradictorios los delirios de gloria en Hollywood y la teoría del director ausente? Es esta paradoja, la tensión entre estos dos polos, esa grieta, lo que hace a su caso dinámico y digno de ver.
Por lo demás, en Luis II en Cuernavaca no hubo solamente un director sino también un guion ausente. Cuando sus amigos, que mal que bien eran profesionales del cine, le dijeron que el primer paso para hacer una película era escribir uno, Federico lo aceptó con cierta amargura y juró encerrarse y no volver a molestarlos hasta tener listo un borrador decente. Sabiéndolo poeta, aquéllos pensaron que no sería una empresa complicada. Alguno hasta sugirió que si Torres fuera sensato aceptaría limitarse al rol del guionista y no pretender dirigir. En el ánimo colectivista hubiera sido perfectamente coherente que Torres se conformara con ese papel, salvo por la incapacidad de un guionista para imponer la concepción del director ausente en el grupo. Otra paradoja: sólo como director tendría el poder de dispensar al director.
Pues bien, le fue imposible escribirlo. No pudo terminar ni una página. Esa especie de escritura intermediaria, escritura-medio, escritura a ser superada, representó para él una tortura y un muro. O era escritura final, como en la literatura, o mejor que no hubiera escritura en absoluto, como en el cine (a su entender). Le daba prisa filmar, quería ir a las imágenes directamente. La mienta. Un guion Debe ser: Le daba prisa filmar, quería ir a las imágenes directamente. La manera más usual, que no la más afortunada, en la que un escritor da un salto al cine es la escritura de guiones. Es la traducción más obvia entre una arte y la otra. Esa ilusión se debe, seguramente, al acto compartido de escribir, al hecho paralelo de trabajar en un texto. Pero hay un abismo entre escribir libros y escribir guiones. El guion es una escritura destinada a desaparecer, es, como dice Alan Pauls, escribir horarios de trenes, una hoja de ruta, un objeto práctico, una herramienta. Un guion no es un objeto artístico, no hay transmisión estética en él. Es sólo un soporte, un mapa para la labor artística del cineasta, que es el encargado de dar con el objeto artístico verdadero: el filme. Estas reflexiones de Federico Torres culminaron en una expresión honesta y liberadora: "No, que se vaya a la v*** Heberardo. No voy a escribir ningún guion".
Optó por mentir: anunció que lo había terminado pero que, por cuestiones de método, no quería mostrarlo a nadie, tendrían que confiar en él. Tras largos ruegos, los amigos cedieron. Las únicas comunicaciones, los únicos planes de la película, fueron ese conjunto heterodoxo e inconexo de correos electrónicos, mensajes de texto, mensajes de audio, llamadas, conversaciones en diversas situaciones (fiestas y bares incluidos) y apuntes que los miembros del equipo realizaban ansiosos para tener alguna especie de asidero en el caos que era el proyecto. Sólo al final, cuando no hubo más que hacerle a Luis II en Cuernavaca salió a la luz que el guion nunca había existido.
Lo que hacía Federico era referir escenas. Por ejemplo, limitarse a explicar que una secuencia debía ser Luis II en su trineo, paseando por las calles de Cuernavaca. América Turner, la directora de arte, que también era la maquillista y vestuarista, tuvo que discutir las particularidades del trineo con Federico sin poder apoyarse en ningún texto ni diseño, en ninguna indicación pasada al papel salvo sus propias notas que registraban apuradas la voz casi delirante del director.
Prueba de las virtudes insospechadas de Torres es que de hecho esta secuencia funcionó. Según cuenta Turner, entrevistada en el documental, Federico le dijo que mientras más extraños, más desplazados, más quebrados fueran los efectos, mejor. Es decir, no quería una película que corriera suave e imperceptiblemente, quería algo que sacara chispas, que México y Luis II se estrellaran. Le confió que no debía preocuparse demasiado por dar con un trineo perfecto, que las fallas serían justamente los aciertos. El trineo terminó siendo una especie de carreta, un modelo desmontable en el que cabían el monarca y un conductor. Para la secuencia, una de las últimas con Torres presente, el equipo acompañó a la carreta tirada por un burro por las calles de Malinalco (donde realmente sucedió el rodaje: habían conseguido una casa prestada). Hay un momento en que son interrumpidos por un par de mecánicos automotrices sentados afuera de su taller, saludan a la cámara, hacen bromas y ofrecen vasos desechables con refresco a todos los involucrados. Torres estuvo encantado con esto y lo dejó en la película.
La secuencia con la que culmina el cortometraje es el asesinato: Ludwig y su psiquiatra a orillas del lago Starnberg (la alberca de la casa). Es una toma larga, plano general, de los cadáveres tirados en el pasto junto al agua. Corre un poco de viento, entra un viejo jardinero (un actor) a cortar unos arbustos, mira los cuerpos en silencio durante unos instantes y luego procede a trabajar, como si pensara que tan sólo son dos muchachos crudos. "Fin". Esta escena fue grabada al último y ya sin Federico. Tras ello hubo una comida tardía, marcada por la presagiosa ausencia del director, que se regresó a la Ciudad de México.
Los esfuerzos del equipo para terminar fueron heroicos, pero Torres tampoco se apareció en la post producción y eso dejó a Luis II en Cuernavaca irremediablemente trunco, más allá de la versión de tres minutos reconstruida en el documental de sus amigos. ¿Qué sucedió con él? Tras desaparecer en los últimos momentos del rodaje —¿quizá para demostrar su teoría del director ausente?— volvió a refugiarse en la casa de su madre, dejó de contestar llamadas y mensajes del equipo, y unos meses después fue atropellado en su bicicleta, en lo que algunos testigos aseguraron que había parecido realmente un suicidio. Cabe mencionar que Federico Torres financió la película con tarjetas de crédito y préstamos de familiares, y varios miembros del equipo nunca vieron un peso por su trabajo.
Por su diario sabemos que de cualquier modo no tenía ninguna intención de participar en la edición de su corto, daba por terminado su rol en Luis II en Cuernavaca. Al parecer esbozaba dos proyectos derivados de su experiencia como cineasta. Uno era un ensayo, realmente una diatriba, contra la hegemonía visual en la cultura contemporánea. Argumentaba que lo verbal, el idioma de palabras, era la base de las civilizaciones ilustradas, y el símbolo, la imagen, siempre un rasgo barbárico. El segundo proyecto era escribir una "novela-novela", una "novela de verdad", es decir, "una novela imposible de filmar".